Joey es un hermoso y fuerte caballo purasangre con aptitud para el tiro al que separan de Albert, un joven y atento granjero, para convertirlo en caballo de batalla. Esta es la atrevida historia de una búsqueda y dos vidas.
Si un libro es excelente cuando ofrece más de lo que vende, se quedará en bueno si resulta ser exactamente lo que pretende. Es el caso de Caballo de batalla, una novela breve a la que me acerqué movido por unas irresistibles ganas de llorar y que, por supuesto, me dio lo que buscaba. Porque de eso va Caballo de batalla, de emocionar al lector con el tormento de un animal, sin atender a lo rebuscado y apuntando directamente al corazón. Esto, lector de El Tiramilla, suele colar cuando la víctima (en este caso yo) encaja en el perfil de mozo emocionalmente delicado con problemas para aceptar el sufrimiento animal y propensión a hurgar sólo en las heridas más abiertas, pero claro, mi obligación ahora, después de haber dejado que pase el tiempo oportuno desde la lectura, es preguntarme si tú, que ni mueres con ellas ni te defiendes con soltura en la negrura, vas a poder disfrutar de esta novela (en el sentido menos positivo del verbo). Supongo que no. Supongo que tu veredicto sería algo así como “faltan espectacularidad, originalidad y verosimilitud”. Y bien, es cierto, porque la historia no saca partido a las ideas y personajes que presenta, se limita a sorprender al lector con dramas fáciles y, aunque logra nuestra empatía, nos deja con esa frustrante sensación de que podría habérsela ganado con méritos propios, pero es que en Caballo de batalla el lector ha de poner de su parte más de lo que pone la novela, y esto se debe a que la historia está narrada desde el punto de vista del animal, algo bueno porque nos acerca muchísimo a la escena, y malo porque nos saca de ella con premura y, diría yo, violencia. Para que me entiendas: la mirada de un caballo te puede contar lo horroroso que es lo que está viendo, pero en cuanto alguien tire de sus riendas y lo conduzca a otro lugar sus ojos no volverán atrás porque esperan algo nuevo, mientras que nosotros, lectores humanos todos (se supone), en este tipo de personaje buscamos ensañamiento, recuerdo expreso, análisis… Todo lo que el valiente Joey no puede darnos; él sólo es un caballo entre Inglaterra y Alemania, un caballo que, aunque no lo sepa, espera ansioso el reencuentro con su dueño original, ese que le cuidaba y montaba tan bien y que no ha dejado de buscarle. ¿Lo encontrará? Llegados a este punto tengo que referirme a la desastrosa adaptación cinematográfica de Spielberg, en la que tanto la solución como el desarrollo del conflicto están especialmente pensados para cabrearme a mí: por no respetar Spielberg no respeta ni lo más básico, es decir, fidelidad cero, hasta el punto de que suprime la perspectiva traspasando el límite que la novela sólo roza: el de la ñoñería. Y la salvo sólo porque trabaja mejor algunos personajes (no puedo olvidar a la Señora Narracott, que en la cinta adquiere toda la relevancia que Morpurgo en la novela no le quiso dar), pero desde luego no puedo recomendar pagar por ver algo tan ingrato.
¿La conclusión? Una novela que entretiene, que conmueve y que hay que juzgar con arreglo a sus objetivos. Más infantil que juvenil, debo añadir, pero perfectamente apta para todas las edades. Porque lo que pide al lector es sensibilidad, nada más. La suficiente como para que la historia de Joey te toque la patata mientras dure. Eso sí, cuando el sufrimiento acabe y el libro vuelva a la estantería verás que en realidad todo era mentira. Joey nunca existió y el granjero Albert jamás se alistó para recuperar a un caballo. A lo mejor ni siquiera era granjero. Y este es el gran pecado de la novela.