Camufladas entre varias aventuras plenas de colorido y buenas vibraciones, alguna muy famosa, la filmografía de Byron Haskin, retomada después de la guerra tras un prolongado letargo, esconde dos películas demoledoras.
Habían pasado más de veinte años desde que abandonara su labor como realizador, allá por el último lustro de la era silente, para encargarse del Departamento de Efectos Especiales de la Warner Bros., cuando Haskin regresa con "I walk alone" y "Too late for tears" (también conocida como "Killer bait") filmadas alrededor del año 1948.
Nada semejante hay después en su filmografía por lo alcanzado a ver (no desde luego la tosca "The boss" del 56, con guión de Trumbo de "incógnito") y de lo rodado en los años 20, que no conozco, nada parece apuntar en la dirección en que se mueven estas dos muestras tan diferentes de lo que fue el cine negro.
Ensambladas a partir de ese material inflamable que tenían entre manos los norteamericanos en la posguerra compuesto por una serie de situaciones potencialmente problemáticas unidas en cadena - vuelta del frente para tantos chicos sin nada entre las manos; rearme del gangsterismo enraizando e infiltrándose cada vez más en el mundo empresarial y político; primeros atisbos de la anunciada gran época de prosperidad, que nadie debía perderse, pasado el mal trago para tantas familias con hijos o hermanos deplazados al viejo continente - volver la vista a Duhamel, al expresionismo y su(s) sombra(s), a "Scarface" y al resto de sospechosos habituales que suelen hacer aparición en cuanto se quiere delimitar este género, que tantas discusiones han provocado y a que tan pocos acuerdos ha conducido, se convierte en un asunto intrascendente.
Sobre todo porque en estas dos obras hay dos mujeres, complementarias, en cuatro interpretaciones (cruzadas, intercambiando roles entre un film y otro) de dos actrices como Lizabeth Scott y Kristine Miller que son la encarnación misma, desde ópticas opuestas, de lo que fue el cine negro.
Chicas inocentes y hasta decentes arrastradas por circunstancias al lado de tipos sin escrúpulos o involucradas en sus problemas y por otro lado chicas con las entrañas podridas, que no quieren vivir un minuto más sin lujos (los que se compran) y nada va a interponerse en su camino.
El tránsito desde un film canónico y que enlaza con el cine de la prohibición como es "I walk alone" - rápido, deslizado sobre violines, dominado por supervivientes de la "gran época" en que todo era ilegal, con guiños a las astutas artimañas pre-code para burlar a la censura - hasta esa mirada sobre la crueldad y la violencia que es la tremenda "Too late for tears", infinitamente más "preocupante" para cualquier anónimo espectador, es buen ejemplo de la, llamémosla evolución que habían experimentado en muy pocos años las películas que miraban al lado más oscuro de la realidad americana.
Ese recorrido era, obviamente, apoyándose en los más despiadados especímenes imaginables de cada sexo, el que separaba un punto de vista masculino y en cierto modo (sui generis) tradicional y clásico, sumamente jerarquizado, el que ampliamente domina todo el cine de los últimos años 20 y 30, del femenino, mucho más intrincado e impredecible que asoma con fuerza en los 40. A nadie se le ocurrirá llamar a eso progresismo.
En todo caso, en nada se quedan las persuasivas malas artes del big shot interpretado por Kirk Douglas (el mismo año y en el mismo rol de "Out of the past" de Tourneur, cuando este actor parecía destinado a ser un villano), de alcance limitado - y exclusivamente nocturno - en "I walk alone" frente a ese ángel del infierno al que da vida Liz Scott en "Too late for tears", que acabará achicharrando y dejando patéticamente al borde del colapso a un gangster de pensión barata curtido en mil embrollos - como tantas veces, Dan Duryea - en "Too late for tears".
La precisión narrativa de la que hacen gala ambas películas, poco ambientales, sin buscar la habitual brillantez de diálogos y sin marcas de estilo notoriamente esgrimidas, se diría que un perfecto trabajo de equipo, propicia sin embargo como en pocos thillers de estos años que la atención se dirija al diseño de pesonajes, que era el punto fuerte de Byron Haskin. Esto es, lo que piensa cada uno que le debe el mundo.
Mendigo es la palabra con que la novela en que se basa "I walk alone" llama a personajes como el ex-convicto que interpreta Burt Lancaster, que vuelve a reencontrarse con los que fueron sus compañeros de ilícitas aventuras allá por principios de los años 30, porque se pasó toda la guerra entre rejas y no podía equipararse a los jóvenes que habían defendido a su país y se encontraban en parecida precaria situación de difícil reenganche a un trabajo o una vida normal. Haskin oportunamente lo hace parecer un enfermo mental, titubeante, quizá nada curado aún, recién salido del sanatorio, en el plano de apertura en que se podría confundir con un soldado de vuelta a casa. Se recuperará y buscará lo que le pertenece, desconfiado y tenso, pero buscando viejas y nuevas fidelidades, aún dispuesto a construir algo por y para sí mismo.
Mucho peor ciertamente lo tuvo el pobre Blanchard, primer marido de la aparentemente vulgar Jane Palmer (Lizabeth Scott) en "Too late for tears", muerto en confusas circunstancias, o lo tiene Kathy (K. Miller) su dulce cuñada que aún confía en su palabra, el antes aludido maleante que incorpora Duryea o un personaje de apariencia inofensiva que será clave en el desarrollo del film, todos víctimas en mayor o menor medida de ella, que no dejará títere (y todos lo son o lo pueden ser en sus manos) con cabeza, que no cejará hasta ver el mundo desde detrás de una copa de champán caro, cueste lo que cueste. ¿Qué sentido puede tener que la conserven si ella no puede vivir su vida?