Te perdía el carácter y una vez nos aseguraste que si cuando yo muera ocúrresevos llevame flores, salgo del nicho y muérdovos la mano, así, rotunda, como decías tú las cosas, siempre con punto y aparte. A tí no te gustaban las flores porque nunca tuviste a nadie que te las regalara y, como el pobre que se autoconvence de que el dinero para nada es necesario sencillamente porque no puede tenerlo, tú decidiste que las flores eran un gasto inútil estando viva y, especialmente, estando muerta. Las flores las recibían las unas, pero no las mujeres como tú, güelita Carmen, las flores no eran para las otras.
Hubo un tiempo en que no quisiste ser la otra. Todos tenemos pecados de juventud y ése fue el tuyo: creer que el mundo merecía la pena y que la gente era de fiar. ¡Qué ingenua! Fuiste la primera hija de siete hermanos, la primera de madre soltera, y tal pareció que la culpa fue tuya, porque desde el primer día de tu existencia, aquel 31 de agosto de 1911, te marcaron por ella. Pobre y de familia de soltera y, para liar más la madeja, a tí que tanto te gustaba liarla, vas y te enamoras a los quince años del rico del pueblo. Como si hubiera derechos de enamoramiento iguales para todos. El caso es que el rico te hizo caso y se enamoró de tí a la vez, porque además de ese genio impeturbable que tenías, dicen -yo no lo sé: no tenías dinero para retratos- que eras un retaco guapísimo, todo el día corre que te corre y con unos ojos negros de los que arrebataban a los paisanos. Pero un día, al poco de que le dijeras que algo andaba mal, que no te venía lo que te tenía que venir y que igual aquella noche inolvidable os habíais excedido un poco en los cariños, desapareció. Quién pudiera haberte visto entonces, como una fiera, llorando a cada esquina si es que alguna vez lloraste, cabreada, humillada, ofendida con el mundo. Ese día, mientras tu primer hijo crecía en tus entrañas, te prometiste que jamás ibas a volver a fiarte de los hombres y que sólo serían para tí un entretenimiento fugaz, que si ya te habían dejado marcada para ser irremediablemente la otra lo serías pero con orgullo, sin vergüenza, con la cabeza bien alta.
La segunda nena tardó poco en llegar, fruto de una relación casual tras bajar al baile. En lo sucesivo, tus hermanas, las que sí pudieron elegir si ser las unas, las otras o si quedarse solteras, adoptaron una regla básica sobre tu comportamiento: la semana que Carme nun baja al baile, ye que otro nenín vién de camino. Así hasta siete, incluido el pequeño que se te murió en los brazos con apenas unos mesinos de edad. La otra, sí, pero una buena otra que sacó adelante a todos sus hijos, dándoles de lo poco que tenías, repartiendo cada castaña en el otoño con unos y otros, partiendo los pocos huevos que daban las pitas -hasta ellas, dicen, temían tus arranques de ira y escapaban al verte- para que todos pudieran comer. Al contrario que muchas unas, quizás por carecer siempre de ellos, nunca gastaste en lujos, y cuando una de tus hijas quiso aprender las cuatro reglas frunciste el ceño, no dijiste nada y le respondiste con un improperio, pero a los pocos meses, después de haber trabajado como una mula para sacar el extra de dinero que te hacía falta, apareciste con una Enciclopedia Alvarez bajo el brazo. Esa nena, que hoy es mi abuela, jamás olvidó ese gesto.
Cuentan también que el padre de Manolo, el primogénito, apareció un día tras mucho tiempo desaparecido y, al verte con tanto hijo que no era suyo, te despreció y volvió a marcharse. Al parecer no fue decisión suya irse la primera vez, sino de sus padres; él contaba que había querido hacerse cargo del niño, pero ellos respondieron enviándole a un internado lejos del pueblo. Y ¿qué quería él que hicieras durante todos esos años, Carme? ¿Guardarle las ausencias? ¿Esperar a que volviera? Las que esperaban a los hombres que se marchaban se acababan quedando solas, vistiendo santos, encerradas en casa, y ellos jamás volvían. Tú no eras de ésas, Carme, y no estaban las cosas como para despreciar los placeres de la vida en aquellos infames años 30 de guerra y desolación.
Tú nunca fuiste de ésas. Nunca te avergonzaste de tu pasado porque fuiste una adelantada a su tiempo. De las que no sabían leer ni escribir pero que sabían de la vida bastante más que muchos literatos, de las que se llevan la vida por delante, de las que no necesitan flores para ser felices, de las que no necesitan una vida tradicional para amar. Porque tú amaste, a pesar de tu genio endiablado. Amaste a tus descendientes, a todos; sobre todo a ellos -y lo comprendo. Las mujeres fueron siempre las que te hicieron la vida imposible, las unas que pagaban su frustración contigo mientras tú te sonreías por dentro-, y amaste la vida como nadie más puede amarla, con todas tus fuerzas, con saña, con pasión.
El tiempo te borró los recuerdos malos, pero te dejó los buenos, y cuando el brillo de tus grandes ojos negros ya se hubo apagado pensabas en tus hijos a todas horas: hai que llevar a los nenos a la escuela, a la escuela. ¿Marcharon ya los nenos pa la escuela? Y te decíamos que sí, güelita, que ya habían marchado los nenos para la escuela, que durmieras tranquila, y te dormías sonriendo, contenta de hacer lo que tenías que hacer te dijera lo que te dijera el mundo. Yo nunca, nunca abandoné un fío, nunca dejé ni a uno solo en la calle, repetías insistentemente, y te dábamos la razón, es verdad, güela, es verdad que nunca lo hiciste, porque nunca lo habías hecho como sí lo hicieron otras, muchas de las que te miraban por encima del hombro entre ellas. Ni los abandonaste ni les dejaste sin comida jamás aunque no tuvieras ni para comer tú misma, aunque pasaras tanta hambre que se te incrustase en el alma y al cabo de los años, cuando por fin mejoró la situación y tuviste para gastar, tus únicos lujos en la vida fueron -que no es poco- hacer y comer con devoción bollinas, farrapas, natillas, comer, comer y comer y no pasar nunca hambre porque, como bien decías, fame que espera fartura nun ye fame, sino gula, y así estaba todo bien.
Te cansaste de vivir sólo un par de días antes de cumplir los 90 años. De eso ya hace más de diez, y nunca te llevé flores porque sé que tú no las quieres. Pero te recuerdo, güelita Carmen, a cada día que pasa, y admiro tu valentía y tu mala hostia, y la risa que achinaba tus ojos negros y que nos ofrecías algunas veces tan escasas como hermosas. Una risa sincera, tranquila, de quien sabe que, por encima de todas las moralinas y los dimes y diretes y de todas las envidias y de todas lo que dijeran, nunca ha hecho otra cosa más que vivir y disfrutar de lo vivido. La risa de quien, como tú, duerme hoy tranquila.
PD. Carmen, aunque nieta, fue también una fía de la Mora.