Durante las últimas semanas he experimentado una suerte de depresión, que no me resulta del todo ajena pues la vida no es precisamente un jardín de rosas. A mi entender vivimos en una esclavitud moderna. Esta ocasión era algo distinto que hasta hace poco no sabía explicar.
Me ponía especialmente sensible cuando se trataba del tema del Yasuní y los pueblos no contactados en franco peligro de extinción. Pensé mucho al respecto y la verdad no sirvió de nada. No fue sino hasta hace poco que tras una breve exposición a Hierosonic en su presentación en el Zeitgeist Media Festival 2012, tuve una especie de catarsis que finalmente me dejó tranquilo.
Me parecía bastante extraño que me conectara con una cultura de la que poco sabía, pero lo hacía al punto de llorar. La revelación que tuve fue esta:
Tengo miedo, miedo de que ese allanamiento y abuso a las personas que prefieren excluirse del sistema abusivo en el que vivimos se extienda más allá de la coyuntura que actualmente involucra a los taromenani. Tengo miedo de que no se respete mi decisión de pensar diferente, de conservar un ambiente puro fuera de este sistema de polución cultural que invade todas las mentes todos los días.
Me di cuenta que esa es la misma razón que me obliga a levantarme desesperado a buscar buenas noticias en mis dispositivos digitales. La que me hace leer con desesperación cualquier actualización que abra una posible brecha de esperanza para esa gente, aunque yo mismo ya casi no guardo ninguna. Es lo que me motiva a escribir. La que conduce este imperativo que tengo de cambiar lo “normal”. Siento que estoy en franco peligro de extinción.
No es el más fuerte el que sobrevive, sino el que mejor se adapta. No lo haré. Este es mi manifiesto. Es el único suicidio que me puedo permitir.