Aprovechando la gran alegría que me han dado últimamente Anatxu Zabalbeascoa y Luis Fernández Galiano, y también las cuatrocientas mil visitas al blog y el nuevo descenso en el ranking de blogs de ebuzzing, me apetecía hablar otro poco de jazz, que es un tema que tengo muy abandonado.
Estaba en estas cuando mi amigo Pedro, que me lee el pensamiento, me ha puesto un guasap: "¿Para cuándo una nueva entrada sobre música en tu blog?". Qué tío. Qué talento. Pues para ahora mismo:
Charlie Parker fue el músico de jazz que todos tenemos en mente: Pobre, negro en un mundo racista, sin padre, sin educación, sin dinero... (y drogadicto, y muerto muy joven...). Tiene todas las condiciones, todas las connotaciones y todos los etcéteras que se os ocurran para perfilar el personaje maldito de cualquier historia de jazz.
Aloja todas las evocaciones, todos los sueños, todas las historias. Fascinó a Julio Cortázar (si no habéis leído "El Perseguidor" dejad de leed esto ahora mismo, dejad de hacer cualquier cosa que estéis haciendo y lanzaos a leerlo) y a Clint Eastwood (si no habéis visto Bird dejad de leed esto ahora mismo, dejad de hacer cualquier cosa que estéis haciendo y lanzaos a verla).
(Cortázar no quiere ceñirse estrictamente a Parker y en su relato se inventa un personaje, pero es Parker. Además dedica el cuento a Ch. P., in memoriam. Eastwood, por el contrario, en su película es perfectamente biográfico y documental).
No competiré con Cortázar ni con Eastwood (no me gusta abusar), pero os apuntaré un par de cosas para que quienes no conozcáis demasiado a Charlie Parker le empecéis a amar.
Su pobre madre, haciendo un milagroso esfuerzo, le compró el saxo alto más barato del mundo, de cuarta o quinta mano (y boca), muy estropeado. Las llaves no cerraban bien, las zapatas cuarteadas dejaban escapar aire, y muchos mecanismos no funcionaban.
Con el instrumento lleno de gomas elásticas y de celofán, y con sus zapatas chorreando agua, el niño Charlie lo hacía sonar.
(La madre, por su parte, colaboró haciéndole al saxo una funda con tela de almohada a rayas azules).
Nunca tuvo un profesor. Nadie le enseñó la digitación correcta, que además en ese saxo era imposible, pues mientras que, por ejemplo, con los dedos índice y corazón de la mano izquierda cerraba las llaves 1 y 2 para hacer un La como mandan los cánones, con el meñique tenía que sujetar una varilla o tapar un hueco que se abría inopinadamente.
A falta de otros juguetes y distracciones, pasaba horas y horas tocando el saxo. Con su oído prodigioso sacaba todas las canciones que conocía, y con su instinto y afán juguetón las adornaba y enlazaba.
Tenía una gran memoria y una gran intuición, y le bastaba escuchar cualquier canción en el aparato de radio de un vecino para tocarla exactamente igual.
Con esa formación autodidacta, y capaz ya (según él) de tocar todas las canciones del mundo, escuchó a Lester Young en el Reno Club de su ciudad, Kansas City, y se quedó fascinado. Fue varias veces a escucharle. Se llevaba su saxo, y mientras le oía iba repasando con los dedos (sin aplicar la boca) las posiciones de todas las notas que daba Lester, sin fallar ni una. Y eso es un prodigio, porque Lester Young era uno de los músicos más hábiles y pasmosos de la época.
Después, cuando podía, se quedaba a ver y a escuchar la jam session, en la que el maestro tocaba de manera informal con los músicos locales y con otras estrellas que estaban allí de paso como él, con esa mezcla irreproducible de reto, compañerismo y chulería.
Charlie pasó meses repitiendo una y mil veces las piezas que le había escuchado a Lester Young, y al cabo de ese tiempo se atrevió por fin a participar en una jam session. (Ya sin Lester Young). Fue en el club High Hat. Se puso a la cola con los demás aspirantes y esperó su turno.
Subió al escenario, esperó la entrada que le daban los acordes del piano y empezó a tocar con precaución, buscando el momento del solo. Se metió en Body and Soul, tocó un coro completo y al siguiente trató de doblar el tiempo. A continuación el pianista hizo algo que él no entendió: algo tan sencillo como repetir el tema cambiando de tono. Hubo una acumulación de desastres hasta que el batería dejó de tocar y se hizo un silencio que acabó en una estruendosa carcajada.
Charlie Parker se fue a su casa llorando y no volvió a tocar el saxofón (su vida, su alma) durante tres meses.
Nunca había tocado con otros, y no sabía que durante la ejecución de una pieza es habitual hacer algún cambio de tono. Charlie Parker se había hecho una rara idea de que toda la música del mundo se hacía en una sola tonalidad. Mejor dicho: Ni se había parado a pensar que existía la tonalidad.
Le explicaron que no había una tonalidad universal, sino una docena de tonalidades mayores (una por cada tecla del piano, blanca o negra, de do a do), y otras tantas menores.
Esta información básica y apresurada no le llevó a preguntar más, ni a buscar un profesor, o al menos un amigo algo más adelantado que él, sino que le hizo encerrarse en su casa y practicar, una por una, todas las tonalidades posibles.
Vamos a ver -se decía a sí mismo-; la tonalidad natural, la del Do, es:
Do, Re, Mi, Fa, Sol, La, Si, Do.
Si subimos cada nota un semitono tendremos la tonalidad del Do sostenido:
Do#, Re#, Mi#=Fa, Fa#, Sol#, La#, Si#=Do, Do#.
Subamos otro semitono y tendremos la del Re:
Re, Mi, Fa#, Sol, La, Si, Do#, Re.
Etcétera. Hasta la tonalidad del si. (Todas ellas mayores. Por ahora). Doce tonalidades.
Nadie en su sano juicio había tocado jamás en Sol sostenido mayor, o en Fa sostenido mayor, por decir algo. Los músicos de jazz manejaban tres o cuatro tonalidades a lo sumo.
Pero eso Charlie no lo sabía. Se había puesto en ridículo por no saber cambiar de tono durante una canción y ahora las tocaba todas cambiando constantemente de tonalidad en tonalidad, pasando por todas las posibles.
Tocó un blues en Mi mayor que dejó perplejos a quienes lo escucharon. (Los blues no se tocaban en Mi, y este sonaba muy raro). Estaba empezando a crear un sonido propio, gracias a su concienzuda ignorancia de la armonía y de cualquier teoría musical.
Y tenía horas y horas, y días y días, y semanas y semanas, y meses y meses, para experimentar con aquello con lo que nunca antes había experimentado ningún músico de jazz.
Sin ayuda de nadie exploraba los caminos de la armonía. (Pero los exploraba a su manera, sin mapas ni pistas; sin referencias, sin nada). Encontraba disonancias y acordes por casualidad, y desentrañaba la estructura de la música de una forma que nunca antes se había experimentado. Su tremenda ignorancia le hizo pasar muchísimo tiempo probando sonidos que cualquier profesor le habría exigido que desechara. Perdió tanto tiempo en asuntos en los que no merecía perder el tiempo que encontró algo nuevo, fascinante.
Charlie dominaba las escalas "raras". Y, para colmo, había conseguido un saxofón nuevo.
Volvió a intentar una jam session, pero esta vez a lo grande: en el Reno Club, donde estaba el colosal batería Jo Jones, grande entre los grandes, acostumbrado a tocar con los mayores maestros del saxofón, a cualquier velocidad, sin perder jamás el ritmo ni la estructura de la música. Un todoterreno que podía ser puñeteramente rápido y volverle a uno loco con los contratiempos y los cambios. (Incluso había vuelto loco a más de un profesional experimentado).
Comenzaron a tocar I Got Rythm, un estándar que Charlie conocía en todos los tonos posibles. En los primeros treinta y dos compases no lo hizo mal. Jo Jones le seguía y le apoyaba. Pero Charlie no estaba arriesgando nada.
Viendo que la primera vuelta no había salido mal, pero que no pasaba de ser la ejecución de un aficionado aceptable, Charlie se animó y quiso lucirse. Hizo una modulación de transición que le sacó de la tonalidad. Se adaptó a otra que tenía bien ensayada y el público lo celebró. Un cambio de tono sensacional. Pero ya de ahí no podía salir. No sabía cómo seguir. Se había metido él solo en la boca del lobo. El público lo notaba y esperaba un milagro, pero a Charlie le faltaban aún algunos años (muy pocos) para poder hacerlo. Aún era un inmaduro aprendiz de músico y no sabía cómo solucionar el embrollo. Charlie no conocía los acordes. No sabía qué venía después de la séptima de Do menor. Había un sistema de transposición que se enseñaba en los conservatorios. Era pura matemática y pura lógica (y pura cuenta de la vieja, en definitiva). Pero Charlie no lo conocía y no tenía tiempo de pensar. Mientras se hundía seguía tocando y no podía pararse a echar cuentas con los dedos. Se puso nervioso y se le olvidó una frase, pero lo peor es que perdió el tempo, y eso está prohibido; eso no puede pasar nunca, pero aún menos si tienes detrás de ti a Jo Jones con la batería.
Puedes tocar la nota que quieras, incluso una que se dé de patadas con la tonalidad. Puedes agredir al público con la peor disonancia imaginable. Puedes bufar y chirriar, puedes mugir, puedes escupir una pedorreta o un chillido. Pero lo que no puedes hacer jamás es perder el tempo. Y si lo pierdes con Jo Jones a la batería estás muerto, chaval.
El maestro dejó de tocar. El novato, que pretendía aventurar algún sonido, se sintió aplanado por la deserción del jefe. Se miraron.
Jo Jones sacó un platillo de su soporte y se lo tiró a Charlie a los pies. Ese gesto está recogido en la película de Eastwood como un momento simbólico y epifánico.
El segundo de silencio, de frío glacial, durante el que el platillo estuvo volando terminó con su estallido contra el suelo, a los pies de Charlie Parker.
-Jajajajajajajajajajajaja -estalló todo el mundo.
-¿Quién es el siguiente? -preguntó Jo Jones desafiante.
Esta vez Charlie Parker no lloró. Su anterior ridículo le hizo conocer las escalas. Este le mostraba que había caminos sinuosos entre ellas.
Un amigo salió de entre el público y fue a consolarle. Pero Charlie no necesitaba consuelo. Había vuelto a hacer el ridículo, sí, pero tenía nuevas intuiciones en la cabeza. Adivinaba que había algo ahí, muy cerca, y que casi lo tenía en la punta de los dedos.
-Has hecho un cambio de tono muy bueno. Casi lo consigues. No dejes que te afecte. Tienes mucho tiempo por delante.
Charlie no hizo caso a la tentativa de consuelo de su amigo.
-Ahora se están riendo de mí. Pero volveré.
Salieron del club. Mientras cruzaba la puerta, Charlie escuchó cómo estallaban las carcajadas.
-Muy pronto les ajustaré las cuentas.
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