Revista En Femenino

Chez Kebe

Por Expatxcojones

Chez Kebe

Kebe en la puerta de su restaurante. Tánger, 2015  


Kebe no responde al perfil de africano que sueles ver por aquí. Vino a Marruecos con papeles. Dejó su país, Senegal, para mudarse a Agadir, donde lo contrataron para jugar al fútbol. Estuvo dos años allí dándole al balón. Luego pasó por Meknes y acabó en Tánger. Finalizado su contrato, Kebe pensaba volver a casa pero no le dio tiempo. La gente de Cáritas se puso en contacto con él antes.
   —Me pidieron que trabajara con ellos como mediador social. Primero, porque mi situación era regular. Y, segundo, porque hablo muchos idiomas. Inglés, Francés, Árabe, Español, cuatro de las lenguas de Senegal y un poco de alemán.   —¿Dónde has estudiado? —le pregunto avergonzada por mi total inaptitud para las lenguas.          —En la calle —me responde y se echa a reír.
En Cáritas, se encarga, ante todo, de recibir a los inmigrantes recién llegados. De este modo conoce su situación y lo qué necesitan. Su trabajo abarca muchos campos. Desde acompañarlos al Hospital, ayudarlos con los trámites del alquiler, hasta darles información legal. Hace de todo. Incluso organiza fiestas y actividades interculturales.
   —¿Te gusta tu trabajo?   —Mucho.   —Pero tiene que ser duro … debes ver cada cosa…   —De vez en cuando, me dan una semana de fiesta —y vuelve a reírse.  —La gente que viene tiene muchos problemas. Hago de psicólogo. No tengo tiempo para mi vida privada. Cada dos días recibo llamadas de los que salen en patera. Me llaman a las cuatro de la mañana, desde las lanchas, pidiéndome ayuda. Ya tengo todos los números apuntados: Salvamento Marítimo de Cádiz, Cruz roja de Tarifa, Algeciras,.. me los sé todos.
Le pregunto cuándo fue la última vez que visitó Senegal. Me responde que estuvo hace dos meses. Suele ir, como mínimo, una vez al año para ver a su familia.
   —¿Saben cómo está la situación en Marruecos? Los que quieren venir… me refiero.   —No. No saben nada. Ellos ven las fotos de los que se han ido. Las imágenes que cuelgan en Facebook los que han conseguido llegar a Europa. Y piensan que a ellos les irá igual. Yo nunca les digo: No viajes. Sólo les pregunto: ¿Tienes estudios? ¿Ahorros? ¿Qué sabes hacer? ¿Cómo te vas a ganar la vida? Simplemente les cuento la verdad: Que sin papeles no hay trabajo, que sin trabajo no hay dinero, sin dinero no hay casa, ni comida, ni nada… y, también, les hablo del racismo. Para que sepan lo que hay.
Kebe tiene treinta años. Un piso en la Kasbah, un trabajo remunerado y un visado en regla. Pero eso no es todo. También es el impulsor y propietario de un restaurante solidario.
   —Explícame cómo funciona el restaurante.   —Es un restaurante de comida senegalesa. Servimos platos típicos de allí. Como el Thiepbondienne (arroz con pescado), el Yassapoulet (arroz con pollo), el Maffe (arroz con salsa de cacahuete) u otros.Todos valen 25 dírhams (un poco más de 2 euros). La idea es que el comensal pague su plato y, si quiere, colabore pagando el de otra persona sin recursos.   —¿De dónde sacaste la idea?   —Hace tiempo que la tenía. Desde que empecé a trabajar en Cáritas. Mi situación era muy distinta. Tenía contrato, dinero,… allí vi gente que lo estaba pasando realmente mal. Quería ayudarles y pensé que lo del restaurante era una buena idea.   —¿Cómo lo organizas?      —Yo trabajo en Cáritas, así que para el restaurante, contraté a dos chicas de mi país. Ellas se encargan de hacer la compra, cocinar y servir. Yo ya me dejo el cincuenta por ciento de mi sueldo y todo el tiempo libre del que dispongo.    —Y ¿qué tal va?           —Regular.
Le pido si podemos acercarnos. Quiero verlo. Por supuesto, me contesta. Hemos quedado en un café del Petit Soko. Está muy cerca, me dice. Nos levantamos. Recogemos nuestras cosas y nos vamos para allá. En dos minutos llegamos. Chez Kebe, que así se llama el restaurante, se encuentra en una calle estrecha y húmeda.
   —Aquí hay muchas pensiones y hostales baratos. Vienen muchos mochileros. Ellos son los que entran a comer al restaurante. Los fines de semana, también acuden muchos extranjeros que viven en Tánger.   —¿Y los marroquíes? ¿Vienen?   —…
Kebe me mira como queriendo decir: Ya lo sabes. No, los marroquíes no vienen. Y es que en este país hay mucho más racismo del que parece y los subsaharianos no son, por norma general, bien recibidos.
Para acceder al restaurante hay que subir cuatro peldaños. Da la sensación de que forme parte de un local mayor. No hay puerta de acceso. Sólo una persiana que sirve para cerrarlo durante la noche. Hoy hace un frío de cojones. Me siento en una de las mesas y es igual que si lo hiciera en plena calle.
El lugar consta de tres mesas, una nevera, un fregadero y una cocina portátil de dos fuegos. En este momento, con dos cacerolas humeantes, de las que me llega un olor intenso. Las dos únicas paredes que veo están llenas de carteles y posters pegados con celo. En uno leo: Alto al Racismo. Respeta los derechos de los inmigrantes. En otro: Basta de muertes en las fronteras. Y, mi preferido: Si quieres ir rápido, ve solo. Si quieres llegar lejos, ve acompañado. Proverbio africano.
Mientras tomo notas miro a mi alrededor. La chica de la cocina está sentada en una silla relamiendo el fondo de un bote de cristal con una cuchara. Me mira y sonríe. A su lado, dos hombres. Uno escucha música con los cascos puestos. El otro está completamente ensimismado. La que más me llama la atención es la chica que está sentada en mi misma mesa. Enfrente mío. Mira algo en su móvil y mueve el cuerpo hacia delante y hacia atrás de forma repetitiva. Los cinco son africanos.
Quedo con Kebe que volveré otro día. Con la cámara. Me gustaría hacer un vídeo del lugar. Mientras nos despedimos se oye la llamada al muecín. Pasan varios transeúntes y algunos se detienen a saludarlo. Se nota que es un chico popular en el barrio.
Le doy las gracias y me marcho. Tengo que andar los poco más de cincuenta metros de esta calle oscura. Sola. En este pequeño tramo me cruzo con un par de hombres que trapichean, una mujer con cara de haber sufrido y otro señor, que me mira con ojos lujuriosos y no para de decirme cosas. Yo fijo la mirada en el suelo y ando rápido. En casa me esperan los peques. Tengo ganas de venir aquí con ellos. Para que vean la otra cara de Tánger. Un trocito de ciudad que desconocen y a la que no están, para nada, acostumbrados.

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