Chicas de Cabaret es una pieza agridulce, que se estrenó en Microteatro hace unos meses, sobre las penurias de ese segundo escalón teatral que eran las varietés, mezclado con una amarga historia de amor. La peripecia de esas dos patéticas y polvorientas artistas y su singular relación en la soledad de un camerino, entre corsés y plumas de segunda mano, se me quedó un poco corta, creo que tiene mayores posibilidades de desarrollo, pero es emotiva y divertida, y las dos actrices la defienden desde la verdad (morcillas aparte).
Conozco bien a Sonia, y verla en un escenario me satisface muy mucho, porque la quiero mucho y creo en su talento; ella, además, me parece un ejemplo perfecto de un sinfín de artistas que, como ella, tienen una estupenda preparación (canta y baila estupendamente, y habla tres idiomas), pero no encuentran su sitio, en parte por falta de suerte, en parte por la precaria situación general y en parte también porque el mercado -como me decía el otro día Ana Diosdado- exige una serie de parámetros en los que ella (y muchos como ella) no entran.
He sido testigo de su búsqueda infructuosa de representante, de su participación en cástings, de su entusiasmo contagioso cuando mete la cuchara en cualquier proyecto (la organización de los premios del Teatro Musical, por ejemplo, que le han dado más sinsabores que satisfacciones). E, insisto, hablo de Sonia, pero podría ponerle otro cualquier nombre, porque estoy seguro de que son cientos los actores que no se resignan a bajarse definitivamente del escenario. En estos tiempos, son muchos los proyectos que bullen en el cerebro y en el corazón de actores, directores, bailarines, autores... de los creadores, en definitiva. Y salas como El sótano de La Graciosa están contribuyendo a mantener viva esa llama en espera de que vengan tiempos mejores. Merece la pena soplar un poco sobre esa llama y acercarse a estas catacumbas (literalmente) del teatro donde late con más sinceridad y fuerza que nunca. Un grano no hace granero, pero...