Revista Expatriados
Había llegado a Phuket en el autobús de las ocho. Inmediatamente me puse a buscar una habitación
Aquel hotel estaba en primera línea de playa. Tenía cuatro plantas, era nuevo y la pintura fresca aún ocultaba con eficacia la escasa calidad de los materiales. Se llamaba “Smiling Siam”.
La recepcionista era bajita y muy morena. Me dijo que aún les quedaba un cuarto libre en el semisótano. Cogió la llave y me pidió que la siguiera. Andaba contoneándose y si no hubiera estado tan cansado, le habría pedido el teléfono.
El semisótano era un pasillo de paredes blancas sin ninguna decoración. Parecía un túnel. Avanzamos por él. Una de las puertas estaba abierta. Me asomé. Una madre le hacía trenzas a su hija. La niña que tendría unos cinco años, levantó la cara, me vio y me sonrió. Tenía los ojos azules y pecas en la nariz.
Llegamos ante la habitación. Antes de que abriera la puerta, yo ya había decidido que no me quedaría allí. Me daba un poco de claustrofobia estar en un semisótano. Examiné la habitación desde fuera. La recepcionista me animaba a que entrase. “Muy oscura”, le dije. Alzó los hombros como para decirme que eso era todo lo que había. No se la veía contrariada. Dejé pasar ese instante en que le hubiera podido pedir el teléfono.
Al desandar el camino volvimos a pasar por donde la madre y la niña. Seguían con las trenzas. Estaban cantando juntas una canción infantil.
Me despedí de la recepcionista y salí a la calle. Apenas había llegado a la esquina, cuando oí un ruido como de tormenta y vi una muralla de agua que venía. Eché a correr en dirección opuesta. Corrí y corrí.
Han pasado muchos años, pero no me he olvidado de la cara de esa niña. Algunas noches antes de dormirme, vuelvo a verla y me sonríe.