Revista Cultura y Ocio

Cine de verano, de Siempre nos quedará Casablanca

Publicado el 28 febrero 2013 por David Pérez Vega @DavidPerezVeg
Cine de verano, de Siempre nos quedará Casablanca
En el blog Atisbos, la persona que se esconde bajo el seudónimo de Arrecogiendobellotas (nada menos) escribió la primera reseña que recibí de mi novela Acantilados de Howth; una reseña muy entusiasta y agradable, por cierto. Cuando Baile del Sol publicó mi poemario Siembre nos quedará Casablanca, contacté con Arrecogiendobellotas y le propuse regalarle este nuevo libro.
La verdad es que como en Desde la ciudad sin cines yo casi siempre comento libros de relatos o novelas, el público que se interesa por mis reseñas no suele ser lector de poesía y me cuesta encontrar personas que les atraiga leer mi poemario y que puedan comentarlo en internet. Arrecogiendobellotas, pese a ser más lector de prosa que de poesía (como yo mismo), aceptó mi envío y seleccionó el poema que más le había gustado para colgarlo en su blog.  Es el titulado Cine de verano, el segundo del libro, perteneciente a la sección Días de cine, mi pequeño homenaje a las películas y su visionado en pantalla grande. (Ver AQUÍ el poema en el blog Atisbos)
Éste es el poema:

CINE DE VERANO


Mi hermano aún no estaba con nosotros, así que yo era un niño menor de seis años, y el lugar un pueblo de playa, seguramente de la costa de Levante (por ejemplo, muchos años después, una concha encima del televisor: Recuerdo de Gandía). Mis padres son esa pareja joven de cualquier playa en verano, con la eterna sonrisa prometedora e indolente y un niño que no llega a los seis. Olía a mar. Por las noches solíamos ir a los cines de verano, inmensas pantallas recortadas contra el cielo, casi siempre dibujos animados que me entusiasmaban. No recuerdo qué películas, sí que eran dibujos animados y el entusiasmo.
De la que guardo memoria es de una de ciencia-ficción, serie B, donde unos hombres de verdad luchaban contra la invasión de unos monstruos del espacio que yo no entendía como claramente de mentira, sino que me daban miedo y me angustiaban. No comprendía por qué mis padres me habían llevado a ver aquella película pavorosa.
No salí corriendo cuando volvió a aparecer alguno de los temibles monstruos de cartón-piedra. Lo hice casi al final, sobrando ya el gesto, cuando, de un tirón, un hombre le arrancó un pendiente de la oreja a una mujer. Aquello me pareció intolerable, eché a correr por el largo pasillo ante la mirada curiosa y atónita del acomodador, que no me detuvo. En la calle ya no sabía hacia dónde huir, me quedé paralizado sobre la acera, de fondo posiblemente el golpeteo del mar. Fue mi padre quien me agarró por la espalda y me alzó del suelo.     De repente, me sentí protegido de todo en los fuertes brazos de mi padre.
He hecho un pacto con la vida: ya no siento miedo en el cine, ahora es el sitio al que voy a olvidar lo que me da miedo.    A cambio la vida me cobra un precio: cuando se acabe la película y salga a la calle, aunque lo haga corriendo, sé que no encontraré ningunos brazos en los que pueda sentirme seguro.

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