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CineCuentos – Viena

Publicado el 07 mayo 2010 por 39escalones

CineCuentos – Viena

Los días vieneses son un parque temático para enamorados con banda sonora de la familia Strauss, un cuento de príncipes y princesas que celebran su amor danzando felices la mañana de Año Nuevo por las salas desiertas del Palacio de Schonbrunn o paseando cogidos de la mano por un Prater sembrado de coloridos globos aerostáticos dispuestos a elevarse. Nada tan fácil en Viena como descubrir el amor, nada más sencillo que una muchacha, todavía una niña con trenzas y en uniforme escolar, se enamore perdidamente de un apuesto pianista con el simple hecho de abrirle una puerta a su paso y dejar que sus miradas se crucen por un instante. Que suspire por él días enteros, que viva y sueñe para él. Que muera cada amanecer que lo ve salir de casa del brazo de una mujer, siempre una cara distinta, de la que se despide en la calle con un gesto amable y tierno y a la que jamás volverá a ver. Que ansíe crecer rápidamente, no para convertirse en mujer, en cualquier mujer, sino en esa mujer, en la amante fugaz del hombre al que amaba aun antes de materializarse aquella mañana en el portal de su casa. Nada más mágico que una joven francesa y un estudiante norteamericano, completos desconocidos hasta entonces, traben conversación en el tren de Budapest y se concedan veinticuatro horas para desvelar lo que creen sentir a primera vista el uno por el otro mientras recorren la ciudad en la que los sentimientos andan desbocados. Los días vieneses son ideales para soñar despiertos a la luz del sol de primavera, para dibujar deseos en las servilletas de los cafés o en las empañadas lunas de los tranvías, lavar manchas de un pasado desgraciado en una sobremesa de confesiones o trazar en las nubes ambiciosos planes de reencuentro, proyectos de fusión de dos vidas disparatadamente opuestas, remotas como galaxias separadas por millones de años-luz que han derivado juntas por un capricho astronómico que no volverá a darse en siglos.

Así como los días de Viena son valses salpicados de la risa cantarina y juguetona de las melodías de Mozart o de la sinuosa trompeta del célebre concierto de Haydn, los amaneceres y los atardeceres vienen teñidos de los efluvios pastorales y las melancólicas sonatas de Beethoven, mientras que su Quinta sinfonía o su Obertura Egmont desatan pasiones inmortales que evocan la fuerza de una tormentosa noche de recia lluvia y relámpagos fantasmales. La caída de la tarde es una invitación a recuperar un tiempo olvidado; las parejas llenan los jardines del Prater a los pies de la gran noria o llenan de vida los puentes a lo largo del curso del Danubio y Viena se deja invadir como a ninguna otra hora de los ecos de un imperio desvanecido, de su condición de frontera secular; se impregna de los antiguos aires eslavos y otomanos que un día acamparon a sus puertas, respira aromas bohemios, se enturbia de sabores balcánicos y es campo abonado para las zíngaras que acechan a los turistas incautos que se dejan sorprender por la llegada de la oscuridad para leer en la palma de sus manos las advertencias de un futuro que Viena no supo predecir para sí misma.

Las dulces promesas del día se disfrazan de inquietantes presagios cuando las luces se apagan y Viena se convierte en un escenario gótico donde reinan los espectros del amor y de la muerte, en el que la antigua colegiala embriagada de pasión se entrega ciegamente al objeto de su obsesión, al talentoso pianista de antaño que la abandona como a cualquier otra al final de su noche de amor sin sospechar que mucho después, cuando ya se encuentre amargado y resentido consigo mismo por haber enterrado en decenas o quizá cientos de estériles aventuras amorosas sus sueños de una gloria musical a la que estaba destinado, correrá raudo al encuentro de un redentor final en un último duelo de honor al comprobar en una carta póstuma el efecto devastador de su frívolo egoísmo en aquella joven que una mañana le abrió la puerta y cuyo rostro, ya nunca el de una desconocida, evocará en el instante de su inminente agonía. Un teatro de horror por el que deambulan los fantasmas de Europa, figuras embozadas en largos abrigos bajo alas de sombreros de fieltro oscuro que pululan por esquinas en blanco y negro o penetran huidizas en siniestros edificios grotescamente alargados cuyos pisos más altos se pierden en las profundidades del cielo y que no son sino entradas al infierno que se oculta bajo tierra entre ratas y aguas sucias, las puertas a la madriguera de un vampiro que sólo regresa a la superficie cuando siente la necesidad de inocular su virus de infamia en la sangre de los damnificados por el mal absoluto de la guerra, las cloacas donde se refugian los Harry Lime que, erigidos en lo alto de la noria del Prater, mientras pontifican sobre las bondades del Renacimiento italiano, calculan de cuántos pequeños seres de los que transitan como insectos por el lejano suelo puede prescindir el mundo para satisfacer su criminal ánimo de lucro. En la noche vienesa las calles hacen trampas, revelan escondrijos de día imperceptibles, camuflan entre las sombras la amenaza de una civilización que conspira ansiosa para su autodestrucción, que, disfrazada de enmascarado con capa negra y tricornio dieciochesco, vaga en busca de quien componga por unas pocas monedas una misa de réquiem por el alma de un continente enfermo, mientras que río arriba, traída por un trueno lejano, despierta la ligera brisa de un Danubio que arrastra el desquiciado grito de un loco infeliz que se inculpa del asesinato de Mozart.

Cuando los demonios se acuestan Viena vuelve a la vida. El carrusel con música de Strauss gira y gira sin preocuparse del hombre que, estático como un espantapájaros en el cementerio en el que acaba de sepultar el pasado, ve alejarse de él a la mujer que ama sin siquiera la oportunidad de dedicarle una última palabra o de regalarse una mirada postrera. La vida sigue bajo el primaveral sol de Viena sin acordarse del ramo de frescas rosas blancas que por última vez acompaña el solitario piano de Stefan Brand.

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