Revista Cultura y Ocio

Las tragedias que no podemos olvidar

Por Cristián Muñoz Vera
Las tragedias que no podemos olvidar
He querido recuperar del escritor y periodista uruguayo Eduardo Galeano, extractos de su obra: “Las Venas Abiertas de América Latina” (1970) Galeano en 1940 es arrojado al mundo, en la ciudad de Montevideo, para cumplir con una tarea de concientización sobre las causas que hoy explican las condiciones sociales de precariedad en la América Latina indígena o Aby Ayala, al leer sus relatos hemos de escudriñar en la compleja realidad de un mundo que clama restaurar la historia de una identidad desolada, la nueva hibridación indígena – no indígena, que exige hoy una ética de esfuerzos interculturales en nuestras relaciones interétnicas.
El eje de interpretación del texto en cuestión, es hacernos comprender que la historia de Aby Ayala está vinculada a la idea de genocidio: “Aquella violenta marea de codicia, horror y bravura no se abatió sobre estas comarcas sino al precio del genocidio nativo: las investigaciones recientes mejor fundadas atribuyen al México precolombino una población que oscila entre los veinticinco y treinta millones, y se estima que había una cantidad semejante de indios en la región andina; América Central y las Antillas contaban entre diez y trece millones de habitantes. Los indios de las Américas sumaban no menos de setenta millones, y quizás más, cuando los conquistadores extranjeros aparecieron en el horizonte; un siglo y medio después se habían reducido, en total, a sólo tres millones y medio…”
En Bolivia no se pude olvidar la tragedia de Potosí: “El siglo XVIII señala el principio del fin para la economía de la plata que tuvo su centro en Potosí; sin embargo, en la época de la independencia, todavía la población del territorio que hoy comprende Bolivia era superior a la que habitaba lo que hoy es la Argentina. Siglo y medio después, la población boliviana es casi seis veces menor que la población argentina. Aquella sociedad potosina, enferma de ostentación y despilfarro, sólo dejó a Bolivia la vaga memoria de sus esplendores, las ruinas de sus iglesias y palacios, y ocho millones de cadáveres de indios. Cualquiera de los diamantes incrustados en el escudo de un caballero rico valía más, al fin y al cabo, que lo que un indio podía ganar en toda su vida de mitayo, pero el caballero se fugó con los diamantes… En tres centurias, el cerro rico de Potosí quemó, según Josiah Conder, ocho millones de vidas. Los indios eran arrancados de las comunidades agrícolas y arriados, junto con sus mujeres y sus hijos, rumbo al cerro. De cada diez que marchaban hacia los altos páramos helados, siete no regresaban jamás. Luis Capoche, que era dueño de minas y de ingenios, escribió que «estaban los caminos cubiertos que parecía que se mudaba el reino». En las comunidades, los indígenas habían visto «volver muchas mujeres afligidas sin sus maridos y muchos hijos huérfanos sin sus padres» y sabían que en la mina esperaban «mil muertes y desastres». Los españoles batían cientos de millas a la redonda en busca de mano de obra. Muchos de los indios morían por el camino, antes de llegar a Potosí. Pero eran las terribles condiciones de trabajo en la mina las que más gente mataban. El dominico fray Domingo de Santo Tomás denunciaba al Consejo de Indias, en 1550, a poco de nacida la mina, que Potosí era una «boca del infierno» que anualmente tragaba indios por millares y millares y que los rapaces mineros trataban a los naturales «como a animales sin dueño». Y fray Rodrigo de Loaysa diría después: «Estos pobres indios son como las sardinas en el mar. Así como los otros peces persiguen a las sardinas para hacer presa en ellas y devorarlas, así todos en estas tierras persiguen a los miserables indios...”
En el fondo la acusación de Galeano, no es otra cosa que la constatación de una sistemática actitud racista: “En países como Guatemala, por ejemplo, constituyen el eje de la vida económica nacional: año tras año, cíclicamente, abandonan sus tierras sagradas, tierras altas, minifundios del tamaño de un cadáver, para brindar doscientos mil brazos a las cosechas del café, el algodón v el azúcar en las tierras bajas. Los contratistas los transportan en camiones, como ganado, y no siempre la necesidad decide: a veces decide el aguardiente. Los contratistas pagan una orquesta de marimba y hacen correr el alcohol fuerte: cuando el indio despierta de la borrachera, ya lo acompañan las deudas. Las pagará trabajando en tierras cálidas que no conoce, de donde regresará al cabo de algunos meses, quizá con algunos centavos en el bolsillo, quizá con tuberculosis o paludismo. El ejército colabora eficazmente en la tarea de convencer a los remisos. La expropiación de los indígenas -usurpación de sus tierras y de su fuerza de trabajo- ha resultado y resulta simétrica al desprecio racial,…”
Este racismo se reiterará en Brasil: “Los esclavos se llamaban «piezas de Indias» cuando eran medidos, pesados y embarcados en Luanda; los que sobrevivían a la travesía del océano se convertían, ya en Brasil, en «las manos y los pies» del amo blanco. Angola exportaba esclavos bantúes y colmillos de elefante a cambio de ropa, bebidas y armas de fuego; pero los mineros de Ouro Preto preferían a los negros que venían de la pequeña playa de Whydah, en la costa de Guinea, porque eran más vigorosos, duraban un poco más y tenían poderes mágicos para descubrir el oro. Cada minero necesitaba, además, por lo menos una amante negra de Whydah…” y en muchos otros países: “El nordeste era la zona más rica de Brasil y hoy es la más pobre; en Barbados y Haití habitan hormigueros humanos condenados a la miseria; el azúcar se convirtió en la llave maestra del dominio de Cuba por los Estados Unidos, al precio del monocultivo y del empobrecimiento implacable del suelo. No sólo el azúcar. Esta es también la historia del cacao, que alumbró la fortuna de la oligarquía de Caracas; del algodón de Maranhão, de súbito esplendor y súbita caída; de las plantaciones de caucho en el Amazonas, convertidas en cementerios para los obreros nordestinos reclutados a cambio de moneditas; de los arrasados bosques de quebracho del norte argentino y del Paraguay; de las fincas de henequén, en Yucatán, donde los indios yaquis fueron enviados al exterminio. Es también la historia del café, que avanza abandonando desiertos a sus espaldas, y de las plantaciones de frutas en Brasil, en Colombia, en Ecuador y en los desdichados países centroamericanos…”
Pero este despojo no es sólo acontecimientos de un pasado lejano, hoy las venas abiertas de un vejamen sistemático, siguen mostrando su rostro abominable: “En 1912 el presidente William H. Taft afirmaba: «No está lejano el día en que tres banderas de barras v estrellas señalen en tres sitios equidistantes la extensión de nuestro territorio: una en el Polo Norte, otra en el canal de Panamá y la tercera en el Polo Sur. Todo el hemisferio será nuestro, de hecho, como, en virtud de nuestra superioridad racial,… los Estados Unidos ocuparon Haití durante veinte años y allí, en ese país negro que había sido el escenario de la primera revuelta victoriosa de los esclavos, introdujeron la segregación racial y el régimen de trabajos forzados, mataron mil quinientos obreros en una de sus operaciones de represión… En la región de Izalco, se produjo un gran levantamiento campesino en 1932, que se propagó rápidamente a todo el occidente del país. El dictador Martínez envió a los soldados, con equipos modernos, a combatir contra «los bolcheviques». Los indios pelearon a machete contra las ametralladoras y el episodio se cerró con diez mil muertos… Jorge Ubico fusiló en Guatemala a un centenar de dirigentes sindicales, estudiantiles y políticos, al tiempo que reimplantaba las leyes contra «la vagancia» de los indios. Cada indio debía llevar una libreta donde constaban sus días de trabajo; si no se consideraban suficientes, pagaba la deuda en la cárcel o arqueando la espalda sobre la tierra, gratuitamente, durante medio año
Las palabras sobran… haga usted del presente texto un desafío para la conciencia…

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