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Clásico del cine de terror: Los crímenes del museo de cera

Publicado el 28 junio 2010 por 39escalones

Para Gema, que guarda en un rincón muy especial el recuerdo de esta película.

Clásico del cine de terror: Los crímenes del museo de cera

André De Toth es quizá el más desconocido (e infravalorado por su adscripción a la llamada serie B) de los cineastas miembros del oficiosamente conocido como Club del Parche, compuesto junto a él por John Ford, Fritz Lang, Nicholas Ray y Raoul Walsh, y cuya seña distintiva consiste, obviamente, en el uso de uno de esos antifaces por problemas de visión. En el caso de De Toth, se debió a la pérdida de un ojo en su juventud, allá en su Hungría natal. Truncada su incipiente carrera cinematográfica en 1939 con el estallido de la Segunda Guerra Mundial, probó suerte en occidente, primero en Inglaterra junto a su paisano Alexander Korda, en esas típicas superproducciones de época en plano historicista tan queridas al cine británico de por aquel entonces, y luego en Estados Unidos, donde destacó por su matrimonio de ocho años con la guapísima oficial Veronica Lake, y donde se especializó en cine de género, especialmente en los westerns de serie B, el cine de aventuras, el cine bélico o la intriga de terror.

A esta última categoría pertenece Los crímenes del museo de cera, de 1953, uno de las cimas del cine de terror del periodo clásico y remake del original de Michael Curtiz de 1933 protagonizado por la king-kongniana Fay Wray. En este caso, De Toth parte de la misma historia despojándola de los aspectos que “suavizaban” el contenido terrorífico de la anterior (suprimiendo personajes y subtramas que desviaban el tono de la película) y apostando por los elementos de la narración que, en la línea de Edgar Allan Poe, son puramente propios del relato de terror, lo que, unido a la presencia de Vincent Price (mejor ver la cinta en versión original para percibir la calidad y el poder de caracterización del personaje a través de su voz), a la siniestra aparición de Igor (Charles Bronson, en su primer papel relevante -aunque cuarto en realidad, por más que suele citarse ésta como su primera aparición en la pantalla- en el cine, todavía con su auténtico apellido polaco, Buchinsky) y a la teatral atmósfera cercana en muchos aspectos a los clásicos británicos de la Hammer, consigue elevar el conjunto final de la película por encima de su precedesora, tanto en creación de personajes como en intensidad narrativa y puesta en escena.

La película sigue en cuanto a argumento las líneas principales de su fuente de inspiración: en el Nueva York decimonónico, Vincent Price es Henry Jarrod un escultor de figuras de cera de gran belleza que es dueño a medias con otro socio de un pequeño museo en el que se exponen sus creaciones artísticas. A pesar de su pericia como modelador, el museo no resulta rentable, y a duras penas consiguen reunir a un puñado de visitantes. Sin embargo, Jarrod siente una enorme satisfacción personal y un cariño no exento de orgullo por cada una de las figuras que ha creado, especialmente por María Antonieta en el cadalso antes de ser decapitada, y se rebela frente a su socio cuando éste le propone incendiar el local para cobrar la cuantiosa indemnización del seguro. No obstante, pierde la pelea y su socio consigue sus propósitos sin que le importe la vida de Henry, quien, intentando salvar lo que puede, ve cómo sus manos, las herramientas primordiales de su trabajo, resultan abrasadas y quedan inútiles.

Años después, un nuevo museo ha abierto en la ciudad y, al contrario que el anterior, es todo un éxito: no sólo por el increíble realismo que reflejan las magníficas figuras que expone, sino por el morbo que supone para el público que se especialice en la recreación de escenas de famosos crímenes, algunos de ellos recientes y todavía investigados por la policía, incluida la desaparición de personas y el misterioso robo de algunos cadáveres de la morgue de la ciudad. El escultor, que ha contado con su ayudante Igor para resucitar su museo, se queda perplejo cuando descubre en una de las visitantes la viva imagen de su María Antonieta, y pone en marcha su particular nueva manera de “modelar” sus figuras. La joven intentará evitar las atenciones de Jarrod, mientras la policía cada vez se hace más preguntas respecto a esas extrañas desapariciones de cadáveres, a la enigmática figura embozada que frecuenta las neblinosas noches de la ciudad, y al gusto de Jarrod por presentar nuevas figuras tras cada crimen o cada robo.

De metraje muy breve (apenas hora y media), la película acentúa y explota su carácter teatral, conservando la acción en un número muy reducido y repetitivo de escenarios, y supone un vehículo para el lucimiento de Vincent Price en uno de esos personajes que lo han consagrado como un clásico del cine de terror de serie B. Aprovechando su grandiosa presencia física, la potencia y riqueza de matices de su voz y su enorme carisma, se come cada plano en el que aparece y se desenvuelve como pez en el agua en los distintos decorados construidos para la ocasión, incluidos los espacios para las escenas de exteriores. Por otro lado, André De Toth, siguiendo la norma de la época, consigue eludir lo morboso y lo explícito de ciertas situaciones escabrosas y ofrece un terror blanco, más sostenido en la intriga, en el suspense y en la capacidad de evocación del espectador que en las modernas atracciones por la repelencia que tanto gustan hoy en día. De Toth construye una pesadilla de excelente calidad formal, un tanto arquetípica en cuanto a personajes, no exenta de momentos de gran belleza y con un buen puñado de logros visuales, como por ejemplo en las escenas en las que las figuras arden, o en la secuencia en la que se hace justicia y la mano criminal asoma del interior del caldero de cera ardiente, un momento que ha pasado a la historia imitado hasta la saciedad.

Un gran clásico, quizá no para estremecerse, sino para dejarse llevar durante un ratito por una historia sencilla, sin grandes sorpresas ni pretensiones, que rebusca en nuestras pesadillas y miedos de la infancia, que se deja ver con cierto aire de nostalgia y melancolía por las antiguas historias de terror, esos cuentos de invierno a la luz del fuego que, sin salpicar sangre ni pretender desagradar, más que asustar, con continuas apelaciones a la asquerosidad, remueven dentro de nosotros nuestros temores más profundos: la soledad, la crueldad, la muerte, todos los atávicos miedos y peligros que encierra la incertidumbre de lo desconocido.


Clásico del cine de terror: Los crímenes del museo de cera

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