Revista Ilustración
Tu por robarme esa canción que ya te había regalado Extremoduro Lo malo es ni darse cuenta. Lo dice Rosendo. Que no canta, explica desde el venerable mirador de los sesenta años. Y entonces comprendes las limitaciones, porque todos tenemos una serie de limitaciones que nos impiden conseguir algunos objetivos marcados. Cuando te das cuenta de que tus manos aún no están preparadas para interpretar con tanta soltura. Y practicas. Y lo intentas, pero no es accesible. Te planteas arrojar la toalla. Lo que podría ser hoy, tendrá que ser mañana y lo que podría haber sido mañana, tendrá que ocurrir, en caso de ocurrir, al otro. O al siguiente. Posponer el calendario es alargar la agonía. Alimentar la esperanza es una cuestión interna, creer en dioses y karmas y destinos no nos hace más inteligentes, nos emplaza a la despreocupación. Y luego me siento aquí, al borde del río, en este embarcadero donde a veces toco la guitarra. Y veo los pilares del puente y escucho los coches sobre el viaducto, la velocidad, la posibilidad real del accidente. Del estrépito. Y cierro los ojos sobre este falso tablao y sonrío. Porque hemos llegado hasta aquí sin proponérnoslo y eso es importante. Es lo más parecido a la fe que se me ocurre. Dejarse llevar, escrutar el tiempo y la distancia. Manejar el panel de vuelos cancelados con soltura y observar con esperanza el panel de nuevos embarques. De nuevas rutas que no se te habían pasado por la cabeza. Después me siento aquí, sobre mi cama, leo a Agustín Fernández Mallo y me veo escribiendo otro libro, en el medio rural, en patio lleno de plantas y tomates y pimientos. Y tú riegas y mezclas el tabaco y el hachís. Y yo escribo, escribo con prisa, con ganas de liderar de nuevo a esta generación dormida. No soy Napoleón, pero me gustaría ser Robespierre. Acabar con las cabezas asentadas de la corrupción, de las listas de empleo público. Y ver el mundo con esta sonrisa. Perfecta. Ésta que se me pone cuando creo que, a pesar de las dificultades, saltaré la alambrada y llegaré al otro lado. A la literatura que me espera. A la cama que me espera. A la música que me espera. Y el sombrero esperando en una caja de cartón en el centro de distribución de Zara más cercano. Tu domicilio y el mío no se corresponden todas las noches, pero cuando confluyen dentro del mismo plano, cuando se enmarcan dentro del mismo círculo concéntrico, ahí, se encuentra la felicidad. Y nos espera y nos acusa. Eres la ciudad que llevo dentro, como pretendía transmitir Claudio Rodríguez en aquella infancia diseñada por las musas. 1500 al mes. Horario a convenir.