Conocí a Claudio Tolcachir antes de ver ninguno de sus montajes. No había tenido la oportunidad de ver La omisión de la familia Coleman a pesar de los comentarios unánimemente entusiastas, ni tampoco Tercer cuerpo. Le entrevisté unos días antes del estreno en el Español de Todos eran mis hijos, el espléndido montaje de la obra de Arthur Miller que dirigía el propio Tolcachir, y de la que en su día hablé en este blog. Tenía una gran curiosidad por conocer a uno de los que todo el mundo señalaba como un revolucionario de la escena argentina. Se reunían muchos ingredientes que acrecentaban mi interés, entre ellos la pasión por Arthur Miller, mi atracción por todo lo argentino y el recuerdo de una conversación telefónica que había tenido con Norma Aleandro meses atrás, en las que me había hablado de Tolcachir y de la obra en la que le había dirigido, Agosto, con una pasión que rebasaba los límites habituales.
Encontré a una persona de una exquisita educación y amabilidad, enamorado de su trabajo, que miraba a los ojos y que escuchaba atento a su interlocutor (yo). Me cautivaron su naturalidad y su amor por el teatro. Hubo, desde el principio, una empatía mutua que se ha mantenido en los dos o tres encuentros más que hemos tenido desde entonces.
He tenido ocasión de ver ya La omisión de la familia Coleman, la obra con la que conquistó España, y El viento en un violín, su por ahora último trabajo. Y, claro, soy ya uno más de la legión de admiradores de su teatro; un teatro que arrancó en su casa, en el número 640 de la avenida Boedo de Buenos Aires, el único escenario que encontró dispuesto en aquel momento y donde nació su magnífica compañía, Timbre 4. No sé si prefiero al Claudio Tolcachir autor o al Claudio Tolcachir director de sus propias obras. Él dice que escribe los textos sin pensar en que va a dirigirlos, pero estoy convencido de que eso es un empeño que no siempre sabe cumplir. Como autor, hay en sus obras una ácida cotidianeidad; sus personajes son tan reconocibles como disparatados, tan reales como absurdos, tan locales como universales. Se envuelven en diálogos veloces, punzantes, cómicos, aterradores, conmovedores, dichos por unos actores que conocen perfectamente el mundo de Tolcachir, que se han comprometido con él. La naturalidad que respiran es, no me cabe ninguna duda, el resultado de muchas horas de trabajo, de una sobresaliente interiorización de sus papeles y de una comunión perfecta con los textos... Además, claro, de un extraordinario talento. Las escenas fluyen además en una puesta en escena de una admirable claridad y verdad. De mucha verdad. Todo ello conforma un cóctel que deja a los espectadores un extraño y agradabilísimo sabor en la boca.