El reciente fallecimiento de ElizabethTaylor ha dado lugar —como viene siendo de rigor en estos casos— a un aluvión de repasos y rememoraciones de su vida, obra y milagros (sustancia no faltaba, desde luego…); un maremágnum informativo en el que no podía faltar lugar para su filmografía, una colección bastante amplia de películas entre las que, a nivel de calidades, bien se puede decir que hubo de todo. Fueron dos las que le proporcionaron el máximo galardón, de corte comercial, a que una actriz puede aspirar (alcanzó el Oscar a la mejor interpretación protagonista femenina por "Una mujer marcada" y "¿Quién teme aVirginia Woolf?"), y hubo otras en las que brilló a gran altura ("La gata sobre el tejado de zinc", o "Gigante"). Pero es probable que en ninguna como en "Cleopatra", su resplandor personal se proyectara tanto, hasta un punto en que, probablemente, cualquier otra consideración quedaba eclipsada.
Y no es que a un proyecto como “Cleopatra” le falten elementos resplandecientes; al fin y al cabo, si hay un aspecto por el cual se le puede definir sin miedo a errar o resultar exagerado, es el de la desmesura: en su metraje, que se extiende hasta las cuatro horas (después de un trabajo de desbroce y recorte que, para queja y lamento de su director, Joseph. L. Mankiewicz, redujo lo que, inicialmente, era una doble entrega que superaba las ocho horas de duración…); en la fastuosidad y opulencia de toda su parafernalia artística (decorados, vestuario, maquillaje, peinados, movimientos masivos de objetos y personas…), desde la cual se explica —más allá de la influencia de otros rubros económicos— que se convirtiera (en su momento) en el film más caro de la historia del cine; y, sobre todo, en el histrionismo y grandiosidad de los personajes protagonistas de la historia, ese triángulo formado por Julio César, Marco Antonio y, cómo no, Cleopatra (encarnados, a su vez, por tres intérpretes que no le iban muy a la zaga, en cuanto a volumen de ego e histrionismo, a sus tres personajes: Rex Harrison, Richard Burton y la susodicha).
Pero bien sabido es que, en materia cinematográfica, ni el brillo depende solo de las estrellas, ni la bondad de una cinta guarda relación directa, de manera ineludible, con el calibre del presupuesto. Es el caso de “Cleopatra”: su grandiosidad no deriva indefectiblemente en su grandeza, y sus fastos y oropeles, más allá del impacto visual que pueden generar en un primer golpe de efecto, se diluyen en la torrencialidad de un relato inacabable y respecto al cual, una vez agotado el espectador ante el kilométrico desfile de peinados y trajes que exhibe la descendiente de Isis (diabólicamente bella en todos y cada uno de los numerosísimos planos en que se prodiga), se termina pidiendo, casi mendigando —cual equipo victorioso por la mínima embotellado en su propia área, y aunque aquí no haya de pitar arbitro alguno—, la hora.
Como cabe suponer lógicamente, en tales generosidades, de metraje y presupuesto, hay ocasión para que “Cleopatra” albergue un sinfín de escenas de todo tipo y pelaje (salvo cómicas: parece que no entraba en los planes de ninguno de los numerosos guionistas que anduvieron trasteando por el proyecto el introducir el más mínimo apunte que pudiera introducir algo de liviandad entre tanta densidad...) : románticas, de acción, dramáticas, bélicas, políticas, filosóficas. Pero no significa eso que nos encontremos ante una película equilibrada; la alternancia de tipos de escena termina produciendo, más bien, una sensación de cierto abigarramiento, que, eso sí, se ve paliada, en cuanto al orden estructural del relato, por la clara división de la historia en dos partes perfectamente marcadas y delimitadas: la primera, centrada en el romance entre Julio César y Cleopatra; y la segunda, dedicada a glosar los amoríos de la reina egipcia con el general Marco Antonio. Y si hemos de volver a recurrir al símil futbolístico para comparar ambas mitades (con su intermedio incluido, para que la partición quede bien clara), no cabe sino concluir que la primera, mucho más fluida y dinámica, se impone a una segunda, en la que el exceso de escenas monologadas de suma profundidad de discurso terminan lastrando cualquier atisbo de agilidad.
Estamos, en suma, ante un peplum de dimensiones colosales, un divertimento cinematográfico que ha pasado a la historia más por factores ajenos al celuloide (como el nacimiento del romance entre dos de sus protagonistas, Richard Burton y Liz Taylor, pasto del papel couché a lo largo de toda la década subsiguiente) que por sus valores estrictamente artísticos, que, sin duda, no le faltan, pero que, también está claro, quedan lejos de los que hubieran podido llegar a ser si otras hubieran sido las circunstancias. Pero de esos avatares -dicho sea sin segundas ni “cameronianas” intenciones-, llena está la historia del cine...