“…El gato,
sólo el gato
apareció completo
y orgulloso:
nació completamente terminado,
camina solo y sabe lo que quiere…”
(Neruda)
Baltazar es un gato.
El mío, para ser más precisa, pero es menester ser cuidadoso con esos de declararse dueño de un gato.
Baltazar es un gato, y se llama así porque llegó a mi casa un 6 de enero y es mayormente negro.
Eligió mi casa porque yo lo necesitaba, y supongo que insistió con instalarse durante 15 días, pacientemente, porque se daba cuenta que yo no lo sabía.
Tal como se quedó, se apropió de los árboles, el pasto, los techos bajos de los vecinos, del concierto de pájaros y ruidos de escobas baldeando, todo para vivir una vida de gato libre, pero con cama adentro, típica de los gatos suburbanos.
Tal vez cuando me eligió ya lo sabía, o tal vez todo lo tomó por sorpresa como a mí, pero el hecho es que una tarde, un año después, lo metí en un bolso y me lo llevé.
Nos mudábamos a un departamento en plena capital, y en ese único viaje en bolso, Baltazar perdió sus árboles, su techos, sus pastos, sus pájaros/juguetes y sus ruidos. Sólo le quedaron ventanas, paredes, encierros y un montón de silencio.
Cada día era una nostalgia:
El porcelanato resbalaba ahí donde antes el pasto daba firmeza en el salto, la casita de gato no remplazaba la fronda divertida de los nísperos en flor, y el palo de rascar era un remedo triste de sus troncos.
Baltazar empezó a estresarse, se entristeció y casi al mes decayó sin más ganas que las de echarse frente a la ventana a la espera de un remedio mágico para su nostalgia y sus carencias.
Un día, la solución mágica apareció, estaba ahí, increíblemente cerca, como siempre están las soluciones mágicas, ¡¡se movía invitándolo a olvidarse de todo su pesar!! …
y así fue como empezó a perseguir su cola.
Primero era esporádicamente, pero la tristeza que le producía descubrir que después del frenesí no había cambiado nada hizo que lo hiciera con más frecuencia, hasta que un día, como una semana después, estuvo una tarde entera persiguiéndose la cola casi continuamente y yo decidí que era hora de llevarlo al veterinario.
Hasta que pasó.
De pronto una de las embestidas tuvo éxito y Baltazar emitió un pequeño grito que pareció más nacer de su desconcierto que de su dolor.
Se había mordido así mismo y miraba su cola como si recién a través de ese dolor hubiera llegado a comprender que era parte de sí mismo, y que esa “solución mágica” en realidad sólo era perseguirse a sí mismo del aburrimiento hasta hacerse daño.
Claro que los gatos no son como nosotros, y sus vidas transcurren sólo en tiempo presente, así que desde ese momento Baltazar dejó de empecinarse en lo que le faltaba y empezó a encontrar lo que tenía.
A los 45 días de estar en su nueva casa, Baltazar era un gato “100% de departamento”; uno que se escandalizaba por ensuciarse las patitas con la tierra de los alfeizares, uno que dormía siestas inmensas interrumpidas solamente para dirigirme una mirada de:
-…Confesá, te morís de envidia-,
e incluso disfrutaba de las mieles de haberse vuelto más mimoso, dándose el permiso de repartir besos ultra ásperos a destajo, y en completa indiferencia a mi cara de dolor y exigir rascaditas interminables de orejas.
Hoy, cuando volvió a asomarse por la ventana y regresó para empezar su ritual meticuloso de dejarse impecable, yo me acordé de ese gato “smoking blanco y negro” que salía por las mañanas, y volvía completamente “gris tierra” desde la cola a las muelas, y, sin mediar ni una lamida, se ponía a comer.
Me di cuenta que sea para gatos o para personas, las “soluciones mágicas” sólo son espejismos, y que, sin importar lo que veamos en ellos, terminan siempre igual, mordiéndonos a nosotros mismos hasta hacernos daño.
Y que nacen siempre desde la misma posición autocompasiva de la víctima que cree que “se merece” una vida mejor, y la espera creyendo que va a llegar un día, de repente, y entonces TODO, MAGICAMENTE, va a ser perfecto.
Pero lo que evitamos ver es que
nos “merecemos”
la vida por la que “hacemos méritos”.
La vida por la que creemos, construimos, luchamos, nos esforzamos, cedemos, reiniciamos e intentamos una y otra y otra vez. Asimilando la frustración, transitando la incertidumbre, agradeciendo lo que hay, en vez de compadecernos por lo que no hay, ben-diciendo cada día como un regalo inmerecido en un collar de días que pueden quitarnos en cualquier momento, porque no nos pertenece.
Construyendo desde la abundancia, NUNCA desde la carencia.
Sin atajos, sin soluciones mágicas, sin formulas pret a porter.
Sin autocomplacencias ni autocompasiones, sin justificaciones en pasado o delirios en futuro, sino presentes y protagonistas en nuestro presente.
Porque son nuestros actos y no nuestras declaraciones o nuestros decretos, los que le dicen a “Dios/El Universo/el Yo omnisciente” o como te guste llamarlo, qué estamos creando con nuestro mérito, y es a esos actos a los que se les da respuesta…
Ya lo decidí, cuando sea grande, quiero ser como Baltazar, mientras tanto, seguiré creciendo bajo su tutela:
El gato
“De su piel blonda y oscura
brota un perfume tan dulce, que una noche
yo quedé embalsamado, por haberlo
acariciado una vez, nada más que una.
Es el espíritu familiar del lugar;
él juzga, él preside, él inspira
todas las cosas en su imperio;
¿No será un hada, Dios?
Cuando mis ojos, hacia este gato amado
atraídos como por un imán,
se vuelven dócilmente
y me contemplo a mí mismo,
veo con asombro
el fuego en sus pupilas pálidas,
claros fanales, vívidos ópalos,
que me contemplan fijamente.”
(Baudelaire)
Autora: Sri Ganga Mata Usted tiene el permiso de republicar este artículo gracias a una licencia de Creative Commons en tanto incluya un vínculo de retorno a esta página. Namasté