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Los Helvecios ya habían
hecho pasar a sus tropas a través de penurias y por las fronteras de los
Secuanos y habían llegado a las fronteras de los Heduos y empezaban a poblar.
Los Heduos, puesto que no podían defenderse de ellos por sus propios medios, envían legados a César
para que pidan ayuda: “desde siempre según el pueblo
romano había méritos de
que, en presencia de vuestro ejército, no sean devastados nuestros campos,
nuestros hijos no sean llevados a esclavitud y de que las ciudades no sean expugnadas”.
En este mismo tiempo, los Heduos
Ambarros, aliados y consanguíneos de los Heduos, hacen sabedor a César de que,
una vez despoblados los campos, no se rechazan fácilmente de las ciudades la
fuerza de los enemigos.
Igualmente, los Alóbrogues,
que tenían pueblos y otras posesiones tras el Ródano, se retiran en
fuga hacia César y le enseñan que, excepto la tierra, nada les resta.
Movido por estas razones, César
decide que no debe esperar, puesto que habían exterminado la
dicha de los aliados, hasta que los Helvecios hayan llegado hasta los
Santones.
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Estaba el río Saona, que a
través de las fronteras de los Heduos y de los Secuanos confluye con
el Ródano con increíble lentitud, de modo que no podía ser juzgado con los
ojos hacia cuál de las dos partes
fluía. Los Helvecios lo cruzaban tras juntar sus balsas y sus
barcas.
Cuando, a través de sus
exploradores, César es hecho sabedor de que ya los Helvecios habían hecho
cruzar el río a tres partes de las
tropas, y la cuarta parte les quedaba cerca del río Saona, tras salir de los campamentos con sus tres
legiones durante la tercera vigilia, llega a aquella parte, para que de ningún modo crucara el río. Tras agredirlos, cargados y
desprevenidos, mata a gran parte de ellos; los restantes se
confían a la fuga y se esconden en los bosques cercanos.
Este pago se llamaba Tigurino;
pues la ciudad de Helvecia por completo estaba dividida en cuatro pagos. Este
mismo pago, tras salir de casa, había matado al cónsul L. Casio
en tiempo de nuestros padres y había hecho miserable a su ejército
bajo su yugo.
Así, ya sea por la casualidad, ya sea por designio de los dioses inmortales, aquella parte de la ciudad de
Helvecia había llevado una insigne calamidad al pueblo Romano y ella pagó
totalmente la pena en primer lugar.
En este asunto, César vengó no
solo públicas, sino también injurias privadas, puesto que los Tigurinos habían
matado al abuelo de su suegro L. Pisón, el legado L. Pisón, en la misma batalla
en la que a Casio.
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Terminada esta batalla,
para poder seguir a las restantes tropas de los Helvecios, ordena que se haga
un puente en el Saona y hace cruzar al ejército.
Los Helvecios, preocupados por su repentina llegada, como vieron que aquél había hecho en un
mismo día aquello que ellos mismos habían hecho a muy duras penas en veinte, envían
legados junto a él.
De aquella
legación el primero fue Divicón, que había sido el comandante de los Helvecios
en la guerra Casiana. Él mismo entonces llevó con César: si el pueblo Romano
hace las paces con los Helvecios, los Helvecios se irán hacia aquella parte y
estarán allí, donde César les diga y quiera que estén; pero si continúan persiguiéndolos
con la guerra, y se recordará tanto la antigua incomodidad del Pueblo Romano como
la prístina virtud de los Helvecios.
Porque de improviso un pago fuera atacado,
como a ellos que habían cruzado el río no podían llevarles ayuda, no por este
asunto ni en gran medida su virtud apreciaría ni a ellos mismos se
despreciaría. Que, así, él había aprendido de sus padres y sus mayores que más
pelease según la virtud que se ayudara según el engaño o en las insidias. Por
lo que no buscara que el lugar donde estaba, por una desgracia del
pueblo Romano y matanza del ejército tomara nombre o se fijara en la
memoria.
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A ellos
les respondió César: tanto menos le causaba dudas, puesto que de aquellos asuntos
que los legados Helvecios mencionaban él tenía memoria, y tanto más gravemente aceptaba
que impida que caigan bajo el mérito del pueblo Romano, a quien, si hubiera
sido consciente de la injuria de alguno contra él, no le hubiera sido difícil ponerse
en guardia. Pero (pensaba que había sido) engañado, porque no pensaba que hubiera
una falta por la que temer y no consideraba que debiera temer sin una razón.
Si quería que
se olvidara de la vieja afrenta, ¿acaso también de la más reciente, que sin su
consentimiento el camino a través de la provincia habían intentado por la fuerza,
que a los Heduos, que a los Ambarros, que a los Alóbrogues habían vejado, podía
olvidarlo?
Que se hubieran
jactado de tu victoria tan insolentemente y que tanto tiempo él impunemente
había llevado se sorprendían, tenía que ver con eso mismo: acostumbran los
dioses inmortales, para que más gravemente los hombres se duelan del cambio de
sus circunstancias, a los que quieren castigar por su crimen, concederles
asuntos favorables alguna vez e impunidad duradera.
Aunque las
cosas están así, sin embargo, si le son dados rehenes de ellos, pensaba que haríann
estas cosas que prometían, y si para con los Heduos de las injurias que a ellos
mismos y a sus socios llevaron, e igualmente para con los Alóbrogues hicieran
suficiente, él con ellos haría la paz.
Divicón responde: los Helvecios por sus mayores son instruidos para que acostumbren a
tomar rehenes, no darlos. De esto el pueblo Romano era testigo. Tras dar esta respuesta, se fue.
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Al día
siguiente mueven los campamentos de lugar. César hace lo mismo y a toda la
caballería, hasta un número de cuatro mil, que de toda la provincia y de los
Heduos y de todos los aliados había reunido, envía para que vean las partes
hacia las que los enemigos hacían el camino.
Estos, con
mucho deseo siguiendo a la retaguardia continuamente, en otro lugar con la
caballería de los Helvecios entablan batalla; y unos pocos de los nuestros
caen.
Los Helvecios,
engreídos por esta batalla, puesto que con quinientos caballeros habían
rechazado a tal cantidad de caballeros, muy valientes se detienen no poco y con
la retaguardia empiezan a provocar.
César contenía a los suyos de la batalla, y mucho tenía en presencia
rechazar a los enemigos con rapiñas, forrajes y devastaciones.
Así, durante
alrededor de quince días, hicieron el camino para que, entre la retaguardia de los
enemigos y nuestra primera, no más amplio de cincuenta o seis mil pasos
mediaran.
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Mientras
tanto, cada día César a los Heduos por el alimento, porque estaban públicamente
prometidos, instaba. Pues a causa de los fríos de ningún modo había
alimentos maduros en los campos, pero tampoco tenían suficiente de tan gran
cantidad de pastos.
Pero de este
alimento que por el río arar con naves habían subido poco podía servirse, porque el camino del Arar los Helvecios habían dejado, y no quería separarse de ellos.
Día tras día
los Heduos lo convencían: está siendo reunido, esta siendo
transportado, decían que estaba cerca. Cuando comprendió
que había estado convencido mucho tiempo y apremiaba el día en que debía distribuir el alimento entre los soldados, convocados los primeros de ellos, de
los cuales gran cantidad tenía en los campamentos, entre estos a Diviciaco y
Lisco, que estaba al frente del sumo magistrado, que los Heduos
llaman Vergobredo, que se crea por un año y de vida y muerte entre los suyos
tiene poder, acusa a ellos gravemente de que, como ni compre ni pueda cogerlo
de los campos, siendo tan necesario el tiempo, tan próximos los enemigos, por
ellos no era apoyado, sobre todo cuando había emprendido la guerra movido por las súplicas de gran parte.
También se quejaba muy gravemente de que estuviera abandonado.
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Solo
entonces Lisco, movido por el discurso de César, manifiesta lo que antes
había callado: había no pocos, de los cuales la autoridad entre
la plebe valía mucho, que en privado más podían que los mismos magistrados.
Y estos con un
discurso ímprobo y sedicioso, hacían cambiar de parecer a
la multitud de que entregaran el alimento que debían: aseguraban que,
si ya el poder de la Galia no podían obtener, de los Galos preferían el mandato
antes que el de los Romanos, y no dudaban de que, si los Romanos superaban a
los Helvecios, junto con el resto de la Galia serían privados de la
libertad con los Heduos.
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César se
daba cuenta de que en este discurso de Lisco, se refería a
Dumnorix, hermano de Dividiaco, pero, puesto que no quería jactarse de este
asunto delante de tantos presentes, disuelve el concilio y retiene
a Lisco.
Pregunta a él
solo las cosas que había dicho en la reunión; descubre que
son verdad: que el mismo Dumnorix, con gran audacia y con gran aprobación entre la plebe por causa de su liberalidad está deseoso de
una revolución.
Durante muchos
años los peajes y todas las restantes arrendados de los Helvecios con un
pequeño precio tenía redimidos, por lo que, mientras
él lo permitiera, nadie se atrevería a pujar en contra.
Por estas
razones no solo su familia había acrecentado, sino que
también había preparado grandes
facilidades para perdonar; y el gran número de caballeros siempre
aumentaba por su riqueza y los tenía a su alrededor, y no solo en su
casa, sino también en las ciudades vecinas tenía podía anchamente, y por causa de poderío a su madre había dado en matrimonio a
más noble y más potente de los hombre entre los Bituriges. Él mismo tenía una esposa de los Helvecios, y a una hermana de
su madre y a parientas suyas había dado en matrimonio a otras ciudades.
Era favorable y
estaba a favor de los Helvecios a causa de su afinidad, mientras que odiaba por
su fama a César y a los romanos, porque desde su llegada había decrecido su
poder y su hermano Diviciaco había sido restituido a su antiguo lugar de favor
y honor.
Si algo le
sucediera a los Romanos, tenía la gran
esperanza de obtener el mando a través de los Helvecios. Había perdido toda la
esperanza del poder por causa del pueblo Romano, pero también de todas aquellas
cosas que tenía en favor.
Cesar hallaba, en su interrogatorio acerca de la batalla ecuestre desfavorable se había
tramado pocos días antes, que el comienzo de
su fuga se había llevado a cabo por Dumnorix y sus caballeros (pues en la
caballería, a que en auxilio habían enviado los Heduos a César, Dumnorix
mandaba: tras la fuga de ellos solo habían quedado caballeros asustados.
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Conocidos
estos asuntos, puesto que a estas sospechas habían precedido asuntos muy verdaderos -que a través de las fronteras de lo Sequanos había
hecho pasar a los Helvecios, que había procurado se les diera rehenes entre
ellos, que todas estas cosas había hecho sin su orden ni la de la
ciudad y también siendo desconocedores, que había sido acusado
por el magistrado de los Heduos- pensaba que esas causas serían suficientes
para que bien él mismo lo castigara o bien
mandara la ciudad castigarle .
Con todos estos
asuntos era incompatible una sola cosa, que de su hermano Diviciaco el mayor
afecto hacia el pueblo romano, la mayor voluntad en su favor, una lealtad distinguida, justicia y moderación había conocido; así, temía que ofendiera
el ánimo de Diviciaco por el castigo de aquel.
Así, antes de
intentar cualquier cosa, manda llamar a Diviciaco junto a él y, dejados a parte
los intérpretes cotidianos, a través de C. Valerio Trocillo, el primero de la
provincia de la Galia, familiar suyo, en quién tenía la mayor confianza para
todos los asuntos, conversa con él.
Al mismo
tiempo, le hace recordar las cosas que, estando el presente, en el Concilio de
los Galos se dijeron acerca Dumnorix y le pone delante las cosas que por
separado cada uno había dicho de aquel.
Le pide y le
exhorta que, sin la ofensión de su ánimo o bien él mismo, conocida la causa,
tomará una decisión acerca de él o bien mandará a su ciudad tomar una decisión.
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Diviciaco,
con muchas lágrimas, abrazado a cesar, empieza a pedir vivamente que no tome
una decisión que fuera muy rigurosa contra su hermano: sabía que aquellas cosas
eran verdaderas y los dolores se apoderaban de nadie más que de él, porque, cuando
él mismo por lo mucho de su casa y en el resto de la Galia, y aquel podía
poco a causa de la adolescencia, a través de él había crecido. De estos
recursos y de las ligaduras no solo para disminuir el favor, sino también para
su desgracia se había servido.
Sin embargo,
tanto el amor fraternal como la opinión del vulgo le habían conmovido. Porque
si algo grave a él por César le ocurriera, como él su lugar de amistad tenía
junto a él, nadie creería que no se había hecho con su consentimiento; por
esta razón ocurriría que los corazones de toda la Galia se alejarían de él.
Como estas
cosas con muchas palabras, llorando, pedía de César, César le coge la mano
derecha y, tras consolarlo, le pide que termine de hablar; tan grande es el favor de él, le dice, que tanto la injuria contra la República como su propio
dolor por su voluntad y ruegos perdona.
Llama a
Dumnórix ante sí e invita a su hermano. Le manifiesta todo lo que desaprueba en
él, las cosas que él mismo sabía, le pone delante las cosas que la ciudad había
averiguado; y le advierte que en los tiempos restantes todas las sospechas
evite; le dice que le perdona las cosas pasadas por su hermano Diviciaco.
Pone expías a
Dumnorix para que, las cosas que lleve a cabo, y con cualquiera que hable,
pueda saber.