La primera vez que ví el afiche que anunciaba el estreno de Argentina 1985 fue a la salida del colegio. Papá siempre decía que el mundial que más había disfrutado era el de 1986. La peli seguro que no era sobre fútbol entonces. Luego, el mismo afiche pero gigante, lo divisé desde la combi cuando iba por Panamericana. Llegué sobre la hora de mi clase de inglés a casa, la radio estaba prendida. La abuela, sentada en la mesa escuchaba. Ni bien entré, levantó la vista.
—Anita, ¿me llevarías al cine el sábado?
—Hace mil que no vamos al cine.
—Sí, desde antes de la pandemia.
—Ok, miro que están dando y te digo.
—No, yo sé lo que quiero ver.
—¿Qué querés ver?
—Argentina 1985.
Por lo visto, esa película me estaba persiguiendo. La abuela me dió la excusa perfecta para ir. Encima, nunca pedía nada, mucho menos ir al cine, no me podía negar. Yendo con ella, no quería correr riesgos, así que fui a la compu a comprar las entradas. Me sorprendió ver que para el resto de la tarde y noche, las funciones estaban agotadas. No me quedó otra que sacar para la primera del domingo. Buen horario para después ir juntas a tomar algo, acompañarla de vuelta y llegar a tiempo para practicar malabares con las chicas en la plaza.
La sala estaba colmada de gente más bien grande. Apenas nos sentamos se bajó la graduación de las luces y aparecieron trailers de próximos estrenos. La abuela me contó bajito que en su época les decían colas. Me llamó la atención, no podía con mi genio: ya había decidido que quería seguir la carrera de letras. Ni bien comenzó, la película me atrapó. Era una de esas donde el protagonista es un antihéroe sin recursos que la vida lo pone en un rol que aunque le dá pánico, no puede evitar asumir porque ante todo es un buen hombre. Debe derrotar con las armas de la justicia prístina a los villanos. A pesar de los pronósticos adversos, se anima a soñar con lograrlo. Además, me encantaba Darín (me encantaba más el hijo de Darín que el Darín de la película, pero bueno, éste también me gustaba, mamá siempre hablaba de él).
Lo raro fue que mientras yo estaba palpitando la acción, la abuela comenzó a buscar en la cartera las carilinas. Estaba moqueando. ¿Estás bien?, atiné a preguntarle. Sí, sí, contestó poniéndose su dedo sobre la boca sugiriendo silencio. Ahí me distraje un poco, miré alrededor para ver qué estaba pasando y observé que muchos también estaban lagrimeando. Era la parte del alegato final del juicio, estaban todos como hipnotizados, razón por la cual volví a mirar a la pantalla justo, justo, justo cuando el fiscal decía algo sobre que iba a usar una frase que no era propia sino del pueblo argentino: “Nunca Más”. El cine estalló en aplausos. La abuela aplaudió como estando de pié.
La charla con ella en la confitería de la esquina fue más íntima que la experiencia colectiva que habíamos vivido, aunque igualmente emocional. Ella seguía enganchada con la película y no paraba de hablar y yo de maravillarme de verla así de entusiasmada. Me contó que la película la había transportado a una época de mucha ilusión, que habían sido años en los que se creía que la democracia lo resolvería todo. Dijo: “Épocas en las que no sólo todos podíamos pensar distinto, sino que era un orgullo que así fuera”. Me dijo que el juicio fue un milagro de la democracia y que Alfonsín, pisando campo minado, se había animado a convocar a un grupo de gente muy respetada para que se metiera en el infierno de buscar los testimonios de las víctimas de la dictadura, que todavía recordaba cómo había quedado petrificada frente al televisor cuando lo anunció por cadena nacional y que esa investigación fue la fuente que se usó para ganar el juicio. “Sin esa investigación minuciosa y documentada, esos dictadores habrían negado sus crímenes atroces por los siglos de los siglos”. Cuando la dejé en casa me dijo: Anita, tenés que leer el Nunca Más.
Cuando llegué a la plaza, las chicas ya estaban en el césped revoleando pelotas y aros. Saqué de la mochila los míos y me sumé. Al terminar, les comenté que había llegado tarde porque mi abuela había querido ir al cine. Como la abuela, al final de cuentas yo también había quedado movilizada y necesitaba hablar. El límite entre las sensaciones ante Argentina 1985 que para mí había sido, simplemente una película, y la voz de la abuela que la había vivido como un viaje en el túnel del tiempo, a esta altura se me revelaba difuso.
—Creo que voy a buscar el Nunca Más. Lo de hoy fue una montaña rusa.
—Cuidado con la edición que agarrás.
—¿Qué?
—Sí, hay varias ediciones. Con distintos prólogos.
—Es una broma, ¿no?
—Obvio que no. Una cosa es una cosa y otra es otra… El original es de 1984. En 2006 salió otro.
—¿Cómo una cosa es una cosa y otra, otra? ¿se puede cambiar el prólogo de un libro? ¿En qué cabeza cabe?
—Suena raro. Podrían haber aclarado que en la nueva edición se agrega algo, bla, bla, bla. ¿Pero reemplazarlo?
—¿Y el autor del original? ¿No dijo nada?
—Está muerto, no se enteró. Fue Sábato, el de Sobre héroes y tumbas. Nos lo dio para leer la de literatura el año pasado, ¿se acuerdan?
—No, no. Dicen que él no fue el autor del prólogo del Nunca Más.
—¿Quienes dicen?
—No sé.
—¿Y si quisiera leer la versión original?
—No te gastes. Lee cualquiera. Mi viejo tiene uno en la biblioteca. Mañana te lo llevo al colegio.
—¿Cómo que cualquiera? Mejor le pregunto a mi abuela.