Estaba desangrándome, decapitado y con la tripas esparcidas sobre la acera y un señor se me acercó:
—¿Cómo está? —preguntó sin mucho interés.
—Bien —respondí.
—¿Seguro? —me miró con alguna duda.
—Sí, muy bien. No se preocupe, no quiero ser una molestia.
—Entonces que tenga un buen día —se despidió y continuó su camino.
Yo quedé allí desangrándome, decapitado y con la tripas cada vez más esparcidas, tratando de no molestar a nadie.
Texto: Francisco Concepción