Esto ha sucedido en los últimos cinco minutos: mientras me estoy preparando para escribir esta reseña, veo dos publicaciones en facebook que me hacen reflexionar: la primera de ellas es una impecable denuncia de la hipocresía de las religiones, con dos fotos en las que se retratan sendas asambleas, por parte del catolicismo y del islam, dedicadas a establecer cual es papel de la mujer en el mundo. En ninguna de las dos fotos se ve a mujer alguna. La segunda reseña es más simple: una foto de Brad Pitt y George Clooney. "Si todos los hombres son iguales ¿por qué no son iguales a éstos?", dice en la misma. Si la fotografía fuera de dos guapas actrices, sería considerada machista, sin duda. Pero parece que los hombres no tan agraciados no pueden mostrarse sensibles ante la comparación que se establece entre ellos y dos actores de éxito, ricos y tremendamente atractivos. Es uno de los grandes errores del feminismo mal entendido. La igualdad, como el diablo, está en los detalles, y solo puede conseguirse mediante un análisis serio de la historia y de la situación actual, estableciendo qué es lo realmente importante y qué es lo superfluo. E intentaré explicar mi postura, que tiene mucho que ver con las varas de medir que se utilizan en la sociedad actual.
Lo primero que tengo que decir acerca del libro de Caitlin Moran, es que no ofrece todo lo que promete el título (y ella misma lo admite al final). Cómo ser mujer es una divertida autobiografía disfrazada de alegato a favor del feminismo, compuesta sobre todo por anécdotas muy personales en las que no suelen faltar dos ingredientes: la profesión de la autora, que es la de periodista musical y abundantes dosis de alcohol. El primer modelo femenino que pudo tener Moran fue el de su propia madre y éste no resultó muy alentador: una mujer dedicada a parir hijos cada dos años en una casa muy pequeña, en la que los numerosos hermanos debían disputarse cada palmo de terreno. Con este panorama agravado por un cuerpo con tendencia a engordar, la infancia y adolescencia de la autora son poco envidiables, pero estos males no provienen estrictamente del patriarcado, sino de la pura pobreza. Solo se liberaría cuando pudo independizarse, aunque ésta fuera al principio una independencia miserable, conquistada con muy pocos medios. Esta es la pura verdad, a pesar de que la escritora la disfrace inteligentemente con un gran sentido del humor. Su existencia como mujer empezaba con una gran desorientación vital, sin apenas referentes. Y de esta existencia cotidiana, aderezada de pequeñas denuncias, se compone la sustancia de este libro.
Porque, en esencia, a lo que se dedican muchos capítulos de Cómo ser mujer, es a la relación de la autora con su propio cuerpo: su primera regla, sus problemas de sobrepeso o su aterrador primer parto, algo que no es estrictamente denunciable y que no es fruto de opresión alguna, aunque sí que sirve como acercamiento a la condición femenina en su vertiente natural. Lo más interesante viene cuando se analiza la presión a la que es sometida la mujer occidental respecto a su propio aspecto, cómo es juzgada constantemente por sus semejantes, la tortura de tener que llevar zapatos de tacón y ropa a juego. Es posible que todo esto no sea más que una trampa urdida por el machismo, pero a mi me suena más a estrategia de las grandes multinacionales para vender cantidades obscenas de ropa y de productos de belleza. Que una de las principales denuncias del feminismo actual sea la talla de las modelos de pasarela, dice mucho de cómo las propias mujeres pasan por el aro de la esclavitud de la moda, o al menos muchas de ellas. La primera rebelión feminista sería la de hacerse cargo del propio aspecto, sin la manipulación a la que son sometidas constantemente por parte de los medios de comunicación, que en este aspecto dan continuamente una de cal y otra de arena, creándoles necesidades cada vez más sofisticadas (y caras).
La mujer verdaderamente atractiva debería ser la que seduce a través de su inteligencia y no solo por su físico. Personalmente me da mucha rabia que cuando una revista entrevista a científicas o escritoras no es raro que les hagan una sesión de fotos como si fueran modelos, sin olvidar poner al pie quién les hace el estilismo y de qué diseñador es la ropa que lleva puesta. Es como si la revista estuviera diciendo: sí, mirad, son mujeres inteligentes, pero lo verdaderamente importante es que saben mantenerse a la moda y atractivas. Parece que se frivolicen sus logros por el hecho de ser mujeres. Sé que muchas se han negado a entrar en ese juego. Deberían ser todas, porque nunca he visto una entrevista con Antonio Muñoz Molina o Juan Luis Arsuaga posando con el último traje de Armani, algo que sí se da en el mundo del deporte. En cualquier caso, las jóvenes no deberían tomar como figura prototípica a mujeres como la tal Katie Price (personalmente no sé quien es), de la que habla ampliamente en uno de los capítulos, una mujer presuntamente sensual (por sus grandes pechos), muy representativa de la época actual, en la que mucha gente cobra fama por el único mérito de contar con un cuerpo llamativo:
"Durante las tres horas siguientes en el estudio, cualquier otro intento de conversación fracasó. Libros, temas de actualidad, televisión y cine: Price se encogía de hombros ante todo. Cuando le pregunté qué hacía en su tiempo libre, se hundió en un silencio de casi un minuto, y sus acompañantes me dijeron que le gustaba pegar cristales Swarovski en dispositivos electrónicos domésticos, «como el mando a distancia».
Quedó muy claro que, salvo que fuera un libro que ella hubiera «escrito», un tema de actualidad en el que ella hubiera participado —como vender la exclusiva de su boda por un millón de libras—, o un programa de televisión que ella hubiera protagonizado, Price no tenía el menor interés por nada. Su mundo consistía únicamente en ella misma, en su gama de productos color rosa, y en el constante semicírculo de paparazzi que fotografiaban detalladamente aquella historia de solipsismo continuo. No era de extrañar que sus ojos fueran tan inexpresivos, no tenían nada en que pensar excepto ella misma. Es como el uróboro, la serpiente mítica engullendo su propia cola toda la eternidad."
Pero a la vez que Moran denuncia la falta de sustancia de este ídolo de masas, dedica elogios desmesurados a Lady Gaga (supongo que le cae mejor), que tampoco me parece un modelo que aporte demasiado a las jóvenes:
"En definitiva, creo que va a ser muy difícil oprimir a una generación de chicas adolescentes que ha crecido bajo esta estrella del pop liberal, cultivada y bisexual que lanza fuegos artificiales desde su sujetador y que fue incluida en la lista de la revista Forbes como la séptima Celebridad más Influyente del Mundo."
Uno de los puntos más interesantes cuando se habla de feminismo es el de la maternidad. No voy a hablar del capítulo dedicado al aborto, puesto que se trata de una decisión estrictamente personal, a la par que dolorosa. Es cierto que usualmente a las mujeres se les presiona mucho en este sentido, recordándoles el tic tac de su reloj biológico, pero también lo es que ser madre no es un presupuesto esencial para ser una mujer completa, sino una de las elecciones más responsables que debe tomar una pareja. No hay que emprender la aventura de la maternidad (y paternidad) si no se está muy seguro de lo que se está haciendo, aunque se tema un arrepentimiento posterior si no se hace a tiempo:
"Al mostrar la fertilidad femenina como algo limitado y abocado a desaparecer pronto, existe el riesgo de que a las mujeres les entre el pánico y decidan tener un hijo "por si acaso"."
Les diré un secreto: muchos hombres son partícipes de los problemas que angustian a las mujeres. También pueden ser discriminados por su aspecto físico o por no haber conseguido estabilidad financiera a lo largo de los años. Hay muchos hombres que sufren por su timidez a la hora de establecer relaciones con el sexo opuesto y a los que se explota laboralmente. Estas deberían ser circunstancias de encuentro entre hombres y mujeres. La lucha del feminismo en la actualidad no debe ser el logro de privilegios por pertenecer a un género determinado, sino por la igualdad estricta y esto solo será posible (y ahí acierta plenamenta Moran) a través de una educación libre de prejucios y de la relación amistosa, desde muy temprana edad, de los dos sexos. El verdadero peligro para las mujeres no se encuentra en el eventual piropo lanzado desde lo alto de un andamio (muy limitados en la actualidad, no por el retroceso del machismo en el sector de la construcción, sino por la escasez de andamios) o por el comentario inapropiado escuchado de un político o en una conversación informal, que es más un problema de quien lo pronuncia que de sus destinatarios, sino en aquellas instituciones, como la iglesia católica, muchas veces apoyadas generosamente por los Estados, que siguen otorgando un papel irrelevante a la mujer en su seno y que deberían ser boicotedas masivamente por éstas. Ni que decir tiene que en la actualidad la denuncia principal debería estar enfocada a la sociedad de esos países musulmanes que invisibilizan a sus mujeres o a fenómenos tan intolerables como el Estado Islámico, que nos retrotraen a los peores momentos de la Edad Media.
Como es bien patente, en occidente se ha avanzado muchísimo en cuestiones de igualdad de género, y es una de esas realidades de las que nos debemos felicitar, puesto que surge de una lucha precedente de muchas mujeres, no exenta de grandes dosis de valor y heroísmo. Todavía queda mucho machismo que atajar, pero es un fenómeno francamente en retroceso, reducto de gente rancia o con taras educativas. Bien es cierto que estamos lejos de conseguir la perfección en esta materia (y quizá nunca se consiga), sobre todo respecto a las alusiones indirectas a una presunta inferioridad de la mujer, pero también es hora de advertir que la verdaderamente oprimida no es la famosa a la que las revistas de moda le juzgan constantemente el vestuario o el aspecto físico y que elige libremente someterse a operaciones de cirugía estética para atajar dichas críticas, sino la mujer que vive la marginalidad de una vida sin oportunidades, por no haber tenido acceso a una educación decente y haberse visto obligado a casarse y a aguantar, por ignorancia de sus propios derechos, a hombres que las anulan a la vez que se anulan a sí mismos. Todo es un problema de educación, sí, pero cuyo origen es el desigual reparto de la riqueza, de vidas frustradas por factores económicos y sociales que nada tienen que ver con las tendencias de la moda del momento, a pesar de que por desgracia no falten casos de violencia de género entre clases sociales de más poder adquisitivo.
Y tampoco está de más recordar que la igualdad no solo es un privilegio, también supone una responsabilidad con el otro, con el débil, con el discriminado, sea del género que sea. Hay que dejar de lado esos tópicos arrojadizos que no resuelven problema alguno y afrontar con seriedad un problema histórico que precisa de la colaboración de todos para ser atajado. No creo que haga falta recordar, a tenor de la experiencia de los últimos años, lo fácil que es perder de la noche a la mañana esos derechos tan duramente conquistados.