Revista Expatriados
La primera vez que oí hablar del Padre Pierre tendría catorce años. Era domingo y estaba desayunando en la cocina. Me fijé en el ejemplar de “Le Figaro” que mi padre se había dejado en la mesa. La portada traía a un sacerdote joven de ojos muy azules. Le rodeaban varios tullidos. Llevaba en los brazos a un niño que apenas tendría un año y al que le faltaban las dos piernas. Y lo curioso es que, entre tanto sufrimiento, lo que más impactaba de la foto era la sonrisa del Padre Pierre. Una sonrisa franca, abierta, de alguien que cree en el amor y en las personas y en todas esas cosas que los curas del colegio nos enseñaban a creer y que abandonamos en cuanto tuvimos las primeras poluciones nocturnas. La sonrisa de alguien de quien querrías hacerte amigo, porque sabes que nunca te fallará, que siempre estará ahí para ti. Sobreimpreso, debajo, el titular: “Un sacerdote francés entre con los refugiados camboyanos.”
En el interior de la revista, el artículo hablaba de las atrocidades del régimen de los khmeres rojos, que había caído dos años antes, de los refugiados que se hacinaban en los campos thailandeses, de los mutilados, de los enfermos… y del Padre Pierre. En ese planeta de desolación, el Padre Pierre con sus 28 años, sus ojos azules y su sonrisa, era la única esperanza, el único atisbo de que todavía podía confiarse en la humanidad. Con mis catorce años, me dije que algún día sería como él.
Sin embargo, los siguientes años los pasé persiguiendo nanás, yendo a conciertos de rock, fumando algún porrito de vez en cuando y emborrachándome los fines de semana. A veces me decía que no debía caer en lo que todos los demás, que la vida era otra cosa y el ejemplo era el Padre Pierre. Pero esos momentos eran fugaces. Bastaba con que la última naná medio desnuda a la que me había ligado me pasase un porro para que me olvidase de mis buenas intenciones. Algún día salvaría el mundo, pero no todavía.
Cuando llegó el momento de ingresar en la universidad, no lo dudé. Logré plaza en empresariales en el INSEAD de Fontaineblau. Mi futuro empezaba a perfilarse: alto ejecutivo en alguna multinacional, sueldo millonario, como coche un Jaguar y un piso de 200 metros cuadradosen el arrondissement que me apeteciera.
Mientras estudiaba la carrera seguían llegándome noticias del Padre Pierre. Había abierto un centro para víctimas de las minas en Battambang. Fotografía suya con Mandela. El Padre Pierre abrazando a un leproso en Calcuta, adonde había ido a ver a la Madre Teresa. Audienciaprivada con el Papa. Conferencia en la Sorbona: “No olvidéis lo que dijo Jesucristo, lo que hiciereis a uno de los más pequeños, me lo hacéis a mí.” El Presidente de la República imponiéndole la legión de honor.
Un año trajo poco antes de las Navidades un grupo de baile camboyano, compuesto en un 50% por tullidos, y recorrió toda Francia. Yo les ví en el Alhambra de Parisy cuando cayó el telón me eché a llorar. No fui el único. Muchos otros lloraron por compasión con esos niños que mantenían la sonrisa a pesar de sus piernas amputadas y su ceguera. Yo lloré, porque me dí cuenta de que la vida me había atrapado. No sería como el Padre Pierre ni cambiaría el mundo. El mundo me había cambiado a mí y aún no tenía más que 22 años. Es duro el día que te das cuenta que eres como los demás. Ambicioso, acomodaticio, egoísta.
El año que terminé la universidad decidí irme de voluntario en verano con el Padre Pierre. Era algo que le debía a mi yo idealista. De alguna manera esos dos meses de voluntariado y entrega deberían redimirme de todo lo que vendría después.
Llegué a Phnom Penh un día de comienzos de julio. Un ayudante del Padre Pedro vino a buscarme con una pick-up para llevarme a Battambang. Por todo el camino vi pobreza, caos y suciedad e intuí que yo no estaba hecho para eso. Me había pasado media vida fantaseando con una generosidad que realmente no tenía. Yo no era como el Padre Pierre. Yo era un niño burguesito que había pretendido ser otra cosa. Era basura y cuando volviese a Francia sería basura bien pagada.
Durante el viaje me imaginé cómo sería mi encuentro con el Padre Pierre. Me volvieron los sentimientos que experimenté a los catorce años y me imaginé sus ojos azules mirándome y diciéndome que no era tan basura después de todo, porque estaba allí, porque muy pocos tienen el coraje para hacer lo que él había hecho.
Cuando llegué a Battanbang, vino a recibirme una cooperante gorda que llevaba una camiseta sudada y que se llamaba Annelise.
- ¿Y el Padre Pierre?
- Está en Mondolkiri, en el otro centro.
- ¿Cuándo volverá?
- Con el Padre nunca se sabe. Fue a enseñar el centro a la mujer de Mitterand.
- ¿Del Presidente?
Me miró con conmiseración, como si se preguntase si había ido para trabajar o para darles trabajo. “¿Tú qué piensas?”, dijo finalmente, después de que su mirada me hubiera rebajado la autoestima varios grados.
Y así comenzaron dos meses de sudar mucho, limpiar heridas purulentas, cuyo sólo olor ya me provocaba arcadas, jugar con niños, que nunca supe si disfrutaban conmigo o me consideraban un adulto insufrible al que había que tolerar, alimentar mutilados enfermos en sus camas, intentando que no se me notase el asco que me daban, comer un arroz que nunca me llenaba y siempre me dejaba un regusto picante en la boca, utilizar la sonrisa como único medio de comunicación, pero no la sonrisa franca del Padre Pierre, sino la del burgués inútil que se siente perdido.
Lo peor de todo fue descubrir que hasta en esos dos meses de entrega había fracasado. Sí, desde el segundo día estuve deseando irme. Me había equivocado. En realidad lo que yo quería era que el Padre Pierre me absolviera de mi egoísmo. Y en todos esos días, no vi al Padre Pierre más que unas pocas veces y de lejos.
El día de mi partida la única que vino a despedirme fue Annelise. “No te ha gustado la experiencia, ¿verdad?” “No”. “No todas las personas se adaptan.” “Llevaba toda la vida queriendo hacer esto y…” “Déjalo. Así son las cosas. Ansías algo. Lo consigues y descubres que no estabas hecho para ello”.
Fuimos caminando en silencio. La pick-up me estaba esperando. Nos dimos un beso en la mejilla. Subí a la pick-up y allí estaba el Padre Pierre.