Algunos pacientes confunden la cabina del audiómetro con un confesionario. Se sientan y, antes de que la enfermera tenga tiempo a ponerle los cascos y cerrar la puerta insonorizada, comienzan su confesión. En la intimidad del recinto, los enfermos cuentan su vida entera. A veces hay una pausa y la prueba empieza, sin embargo, cuando acaba y el paciente sale, aún tiene mucho que contar. En ocasiones ni siquiera es posible empezar, no hay un instante en el que meter baza hasta que el paciente se ha desahogado del todo, son inmunes a las interrupciones.
Ese día rescato a la enfermera en el pasillo, en realidad me encuentro con ella cuando sale de la sala de audiometría. El paciente habla, gesticula, explica y se calla cuando me ve. La cara de la enfermera es un poema. Me entrega la carpeta de la historia sin añadir ni una palabra, cosa rara. Le indico al hombre que me acompañe. Para mi sorpresa, antes de seguirme, saca la cartera para darle una tarjeta de visita a la enfermera. A él se le ve entusiasmado. A ella la noto un tanto apurada.
- No, no, muchas gracias - rechaza.
Cuando el paciente se marcha, viene a contármelo.
- Todo ha empezado porque, para romper el hielo, le he hecho un comentario sobre su acento, llamaba la atención.
- Soy chileno y sexólogo - me ha respondido.
- Me he quedado un poco parada, no me esperaba tanta información. ¿Qué tendrán que ver sus orígenes con la sexología? ¡Ah, qué interesante! - le he comentado - ¿Qué le podía decir? El caso es que no sé con qué cara me ha visto que, a continuación, me ha contado que para arreglar algunos problemas de cierta índole sólo hace falta hablar. Que si la cosa no funciona con el marido, pues eso se arregla con unas indicaciones. Luego se ha ofrecido a darme unos consejos.
No puedo evitar reírme. La escena parece digna de Groucho Marx.
- Sí, sí. Cuando has llegado pretendía darme su tarjeta para concertar una cita. - Se queda callada un momento, con gesto de preocupación. - De verdad que no sé con qué cara me ha visto.