Ricard y yo ya habíamos atravesado el pueblo. Esa noche hacía mucho frío e íbamos arrebujados en nuestros abrigos exhalando nubes de vapor blanco. Casi echo a correr cuando escuche la voz de Ricard. Nunca hablaba a menos que fuese necesario.
– Conchado, esta noche tienes que ser fuerte. Quizá esta noche veas o escuches cosas que no comprendes, pero debes confiar en mí. La causa depende de ello. Tengo que saber que no te dejaras llevar por el nerviosismo de tus compañeros. Tengo la sensación de que el licenciado es un cobarde, y los demás son demasiado ignorantes como para cuestionar sus ordenes.
No contesté inmediatamente. Los engranajes de mi cabeza empezaron a funcionar con furor. Ricard me estaba diciendo lo que quería oír. Pero no le faltaba razón. Eramos una célula dormida, el licenciado era un viejo que no sabía más que soltar discursos, y los demás eran buenos chicos, pero de la clase que es difícil ver con un libro en la mano. Yo estaba deseando pasar a la acción, dar un golpe maestro, pero el licenciado siempre frenaba mis impulsos de ira juvenil.
– Hazme caso, esta noche haz lo que yo te diga, si trabajas bien te dejaré venir conmigo y podrás salir de este pueblo de mierda.
– De acuerdo – Le respondí inmediatamente. Me tenía, pero esa última frase había soltado un resorte en mi. Me había puesto en guardia. Las aburridas clases de espionaje y contraespionaje del licenciado Benitez que yo había aborrecido acudieron a mí en tropel.
La primera lección era que no supieran que sospechabas, por eso ese pronto de acuerdo. Por otra parte, nada tenía sentido, Ricard se había integrado completamente en nuestra célula y con una sola llamada podría destruirnos, pero no lo había hecho. A pesar de todo, algo me decía que no era trigo limpio. En ese momento desee con todas mis fuerzas tener junto a mi el consejo prudente y experimentado del licenciado. Lo único que podía hacer era seguir caminando.
Nuestros pasos nos habían llevado a una suave bajada hacia el río, hacia el puente viejo, por un estrecho camino rodeado de plantaciones de eucaliptos que esperaban ser cortados para arder en los quemadores de las centrales. A medida que nos acercábamos al río, una suave neblina nos comenzó a rodear. Las condiciones no podían ser mejores para hacer algo secreto e ilegal. Mejor para nosotros, en teoría, pero yo cada vez estaba más nervioso.
Llegamos al lugar. La niebla era impenetrable. El camino corría a unos escasos cinco metros del río y había un ramal de tierra que conducía al puente. Nos quedamos de pie en la encrucijada. Las nubes de vapor que exhalábamos ya eran indiferenciables del resto de la neblina. Yo no le quitaba ojo a Ricard de encima. Sabía que los demás nos estaban observando, aunque solo vieran nuestra silueta podría haberles hecho señas de peligro sin que Ricard se enterara. El licenciado Benitez nos había propuesto aprender a hacerlo, pero como no, nos habíamos negado a aprender otra absurda táctica del licenciado.
Esos pensamientos rondaban mi cabeza cuando Ricard silbó. Rogué para mis adentros que los demás no respondieran, pero no, uno a uno, las cinco parejas fueron respondiendo por turno al silbido mientras Ricard se iba girando para localizarlos exactamente.
Ahora sabía donde estaban todos. Estabamos completamente en sus manos.
Cuando los tuvo localizados a todos sacó un spray de su bolsillo y pintó una X fluorescente en el asfalto. Por si mi nerviosismo fuera poco, sumo uno a los detalles sospechosos. Eligió para escondernos unas zarzas justo junto al puente, el lugar idóneo para escapar si llegaba la policía, ya que los coches no pueden cruzarlo.
Nos tumbamos tras las zarzas mirando hacía la carretera. Estábamos completamente inmóviles, y la humedad y el frío comenzaban a calarnos los huesos, pero yo me mantenía caliente y tenso gracias al nerviosismo y el miedo. Lo que peor llevaba era el incesante canto de los grillos, que amenazaba con perforarme los tímpanos y atravesar mi cerebro de lado a lado. Por suerte la espera no duró mucho. Al cabo de poco tiempo comenzamos a escuchar las monótonas explosiones del motor diesel de un camión. El sonido fue aumentando de intensidad, hasta que el camión llegó a la marca y se detuvo. Entonces Ricard, me dio una bolsita de tela y me susurró al oído:
– Entrégasela.
Unas horas antes, habría creído a pies juntillas que aquello era una clave ultrasecreta entre células, pero Ricard había cometido el error de ponerme en guardia. Mientras me levantaba la palpé. Contenía un montón de piedrecillas. Era sin duda un pago. No sabía que hacer, pero tomando como premisa que Ricard no era trigo limpio, me escondí esa bolsa en la manga y saqué mi billetera. El copiloto me estaba esperando al pie del camión. Era un hombre enorme y tenía pinta de pertenecer más a una banda de narcotraficantes que al movimiento. Cuando llegué junto a él, me coloqué de manera que Ricard solo pudiese ver mi espalda y le entregué la cartera susurrandole en un intento desesperado por ganar tiempo que buscara en el forro.
Esos fueron los segundos más largos de mi vida. Mientras el hombre rebuscaba en la cartera sabía que en breves momentos iba a recibir un tiro, lo único que no sabía era si sería de Ricard por la espalda al descubrir lo que había hecho o del hombre que tenía delante en el pecho. Cuando el hombre tiro la cartera al suelo y se llevó la mano a la sobaquera supe que estaba sentenciado, pero su mirada asesina se clavo en mis ojos y me dio el suficiente margen de tiempo como para dejarme caer y escabullirme tras la rueda del camión.
Sonaron dos disparos tras de mí, y luego otros tres y con un ruido sordo vi caer a mi casi asesino desangrándose. Tuve una mezcla de emociones, Ricard me había salvado, pero había demostrado que era un traficante y un violento traicionando así el movimiento anticapitalista y pacifista, dos de sus principios básicos.
No tuve mucho tiempo para acusaciones morales, los disparos fueron respondidos por una escopeta desde la ventana del camión y el tiroteo continuó conmigo en medio. Tras unos segundos, sentí como Magari tiraba de mi para sacarme de ese lugar peligroso. Me llevó al otro lado del camión con tiempo suficiente para ver como Sara Montoya caía del camión con el pecho destrozado por un disparo.
– Señor Conchado, serénese y continúe con el relato.
– Vera usted señor juez, aquello fue muy duro, no quiero rememorarlo. De todas formas, fue en ese momento cuando escuchamos acercarse las sirenas. El resto del relato ya se lo habrá contado la policía. Lo único que me consuela es que nunca pillareis a Magari y a Carmela. Nunca volverán a pisar un lugar habitado, y saben moverse por un bosque mejor que nadie. También me consuela saber que el Licenciado Benitez está consiguiendo filtrar artículos a la prensa y consiguiendo con ello un trato más justo.
– Tiene razón señor Conchado, puede ahorrarse el resto de la historia. Respecto a Benitez tiene razón, pero usted no tiene ni sus contactos ni sus recursos así que yo mismo me encargaré de que sea condenado a muerte
– Tiene razón señor juez, pero al menos habré hecho lo correcto.
– ¿Lo correcto? Está usted loco. Ha desbaratado un golpe maestro del movimiento y provocado la muerte o encarcelación de la mayoría de sus amigos. ¿De que se siente orgulloso?
– De mis principios. De no traicionar a la causa. De no consentir que el fin justifique los medios, pero también estoy orgulloso de algo más tangible. Tengo algo con lo que negociar. ¿Recuerda la bolsita de Ricard? Le diré donde está.
– Señor Conchado, eso es un soborno, no voy a aceptarlo y aunque no hiciera, no podría hacer nada, su sentencia de muerte está firmada.
– Lo que pido es algo pequeño señor, solo quiero que me ejecuten de cualquier manera, menos en la silla eléctrica. Sería una ironía…
Silvestre Santé