Revista Cultura y Ocio
“El Señor os hablaba desde el fuego: oíais palabras sin ver figura alguna, sólo se oía una voz.” Deuteronomio 4, 12.
Los acontecimientos sorprenden al peregrino. Incluso aquí, más de diez años después del primer comienzo, y buena parte del recorrido mesurado con actitud crítica y ánimo de torpedear convicciones añejas. Sin embargo, nada desaparece sino que se recicla, en Eterno Retorno, para quedar dispuesto desde otra comprensión, me gustaría pensar que más completa. Cuanto más comprendo, más amo, porque todo lo comprendido es bueno. Esta frase no es mía, pero es la más bella de cuantas he leído. Tras la renovación de la Pascua, hace ahora justo tres meses, irrumpió un evento al que nos referimos con el titular de “La era de las constelaciones”. Es un evento mental, como todos los que inspiran esta bitácora, prendido con entusiasmo a raíz de la lectura del libro de Jordi Llovet, amarga protesta ante el declive de la educación y de la docencia del corpus de conocimientos que forman el auténtico saber humano, aquél que nos sirve de guía en el camino hacia la felicidad: Historia, Filosofía, Teología, Filología y lenguas clásicas, Retórica, Literatura… Comprender el recorrido de la Conciencia humana descubriendo su sello en el arte, la literatura, el pensamiento, y la tradición espiritual de occidente y de oriente. De ahí procede, como mínimo, un argumento consensuado sobre la conveniencia de recuperar el saber del mundo antiguo para integrarlo en la sociedad del siglo XXI, esa que cuando alude al conocimiento restringe la búsqueda a los potenciales mercados del I+D, microchips, nuevas tecnologías, con lo cual podemos tildarla de poco menos que de blasfema. La “era de las constelaciones” retoma un sueño arcano, el del Conocimiento Universal, la interrelación de los distintos campos del saber, y, a ese conjunto principalmente surgido de la escolástica medieval, le añadimos la Física y Biología liberadas de sus aplicaciones utilitaristas. De ese modo, utiliza un hallazgo del núcleo de la vida (la composición celular, por ejemplo, o el reciente hallazgo en el universo de las subpartículas) y relaciónalo con la tradición depositada en Homero, Horacio, Plotino, Salomón, Moisés, Paracelso, Pascal, Virgilio, Kant, etc. Dibuja tu constelación, yo haré la mía, podremos superponerlas, compararlas, llegar a una raíz común que trasciende las particularidades de la razón de cada uno y de las variables implicadas en cada campo del saber. Sólo un punto de partida…
Durante las últimas páginas he ido desgranando aquello que hasta entonces yo había podido comprender en materia de espiritualidad cristiana y sagradas escrituras. Al hablar de Dios y del “reino de los cielos” me resultó más fácil, para mí y para el lector, darles una significación de carácter psicológico. Decir que ambos son simplemente un estado anímico, y explicar que las figuras literarias o las alegorías utilizadas por los autores bíblicos son un vehículo que traduce lo inefable de las experiencias espirituales al lenguaje humano, resulta más cercano y creíble para el sujeto de esta época vilipendiada por Llovet en su imprescindible ensayo. Desde ese prisma, todo tiene una explicación inmanente, no necesitamos recurrir al mundo invisible, a ese Dios y a ese Cielo que nos aguarda en un mundo trascendente. No obstante, El Zohar, bajo una lectura vivida con este sol particular, en un año de reminiscencias y de vientos favorables, proporciona un hilo, una escalera de Jacob, desde los cuales las categorías de lo trascendente y lo inmanente son dos conceptos a modo de brújula, pero carentes de significado real. Cuanto sucede en la tierra, tiene su correspondencia en el Cielo. Y viceversa. Hay simetría y complementariedad, no hay ninguna oposición entre lo visible y lo invisible. Interrelación, esa es la palabra. Jacob, dormido sobre la piedra de Betel, vio en sueños una escalera que subía al Cielo, y energías que ascendían y descendían a su través. Puerta del Cielo, era llamado el lugar, porque allí confluían los asuntos humanos y los divinos. Jacob, después de ese episodio, luchó hasta el alba contra un “personaje” que era a la vez hombre y Dios, y lo venció. Y así nació Israel, el primer pueblo de la humanidad que descubrió la interpenetración de los mundos (Cielo y Tierra, macrocosmos y microcosmos), codificada en la forma geométrica del hexagrama o Estrella de David. Esta es, obviamente, la leyenda, pero hay que rasgar en el velo de la leyenda y vislumbrar una verdad histórica. A su tiempo.
Y en este punto podemos retomar la discusión o dialéctica en torno a la vía ascética frente a la vía estética. En mi primera juventud tomé actitudes que pocos podían entender, ni yo mismo, sólo pude percibir una especie de fuego interior que me guiaba en contra incluso de los vínculos que pudieran mantenerme cerca de la gente a la que amaba. Utilicé la figura de la diosa Dybelda para referirme a ese estado mental. Detrás de todas las figuras del imaginario, aparece el núcleo que las genera y las sostiene, el Gran Rostro, El Señor, Adonay, la Nada. Puedo decir que dicho fuego estaba hecho de rabia y odio. Pero, en aquellos años, yo tenía que luchar con rabia contra todo lo que pudiera obstaculizar mi entrada en una determinada forma de vivir. Metafóricamente, puedo decir que era la entrada en el “Cielo”. En el “Cielo” que yo particularmente estaba buscando. Mar, montaña, poesía y amistad verdadera. La estética de los paisajes naturales, de la brisa del mar, de las palabras cantadas o enunciadas. Hallar por casualidad, sobre un banco de madera en un parque del este, un librito de cuero rojo con una palabra dorada escrita en la cubierta: ternura. Contenía frases y citas de los sabios de distintos lugares y épocas. Y noches de verano durmiendo junto a los árboles y bajo las estrellas. Este es el Camino de quienes nacen y viven con la sospecha de que su verdadera patria es una patria celeste. Esta estética, por tanto, es la que más se acerca a la vía ascética. Desde los filósofos neoplatónicos, pasando por Francisco de Asís, Marsilio Ficcino, Giordano Bruno, Isaac Newton y los deístas, el pintor Rafael Mengs en el siglo XVIII, coinciden en tomar a la Naturaleza como modelo, reflejo fiel y directo del Cielo, de un mundo celeste e invisible. Todo el arte antiguo y moderno se basaba en esta premisa. De ahí que fuera tanta su belleza y ahora, en cambio, sea tan infumable, al menos en el ámbito de las artes figurativas. Y, dicho sea también de paso, dentro del imaginario posmoderno, los paisajes de la ciencia ficción, esas ciudades hechas de sueños de luz, ingravidez y expansión hacia el infinito del espacio estelar, son como un sustitutivo a la Luz del Cielo, a la liberación del espíritu en un mundo incorpóreo y a la integración en el Todo que es Dios. Se dice que la ciencia ficción alimenta sueños de trascendencia, de explorar el mundo más allá de los límites conocidos, y es cierto, pero puede acabar siendo el seductor paisaje que nos aleja de eso que verdaderamente estamos buscando.
Cuanto hice en mi primera juventud lo hice guiado por un extraño resquemor que abarcaba desde el estómago hasta la mente. Entonces era ateo por autoimposición (jamás fui ateo en realidad), panteísta, navegante del “anima mundi”, anticatólico y fumador de opios orientales. Entonces no podía ni imaginar que todo está en La Torá, que todo está en La Biblia. Pero Dios, parece, escribía a doble renglón, porque Él escribe nuestras vidas. Todavía conservo unas palabras que yo escribí en aquel tiempo, en un folio arrugado, sucio, fecha aproximada de abril del año 2001: “La Conciencia habla con palabras de fuego…”. Era la única certeza que yo tenía.