El gran mito de que el arte debe ser una expresión de la época es una derivación de dos mitos paralelos: el mito del Arte y el mito de la Época, elevados por la irracional teoría del conceptualismo artístico a la categoría de entidades autónomas y extrahumanas, cuya misteriosa e infalible naturaleza irradiaría orientaciones y dictámenes que sólo podrían ser percibidos por los Verdaderos Artistas.
Las recientes declaraciones de Joseph Kosuth, iniciador del conceptualismo y vocero autorizado de sus teorías, ilustran con total claridad la acción de esos mitos: “El artista que está interesado en ser pintor e imita a Velázquez en pleno siglo XXI, no hace arte porque no es auténtico al no estar conectado con su tiempo y su sociedad".
Kosuth cultiva una certeza que desde su punto de vista no admite ni la menor sombra de duda: " Velázquez es impactante. Él fue auténtico cuando pintaba; pero hoy no se puede pintar un Velázquez porque es una imitación, algo falso; culturalmente es una obra completamente muerta, porque el artista debe ser un investigador, estar alerta a lo que acaece en su época, y a través de su obra, sin usar un lenguaje tradicional como la pintura o la escultura, cuestionar el poder político y económico e interrogar a los espectadores”.
En 1960, cinco años antes de que a Kosuth se le ocurriera (a los 20 años de edad) presentar una silla como obra de arte, pero con el mito del espíritu de la época ya fuertemente instalado por las vanguardias, Borges hizo esta sensata reflexión: “Creer que la contemporaneidad, el estar vivos hoy, es algo singularmente meritorio, revela una absoluta falta de imaginación. ¿Esa gente ignora que las horas, los días y los años seguirán pasando?"
Nótese, en primer lugar, el tono de legislador infalible y supremo que campea en las afirmaciones de Kosuth: “Hoy no se puede pintar un Velázquez”, “ el artista debe ser un investigador”, “debe estar alerta a lo que acaece en su época”; “no debe usar un lenguaje tradicional”, “debe cuestionar el poder político y económico e interrogar a los espectadores”.
Lo increíble de esos imperativos tajantes, que pretenden ordenar a los artistas lo que deben y lo que no deben hacer para conseguir la aprobación del Espíritu de la época, es que se apoyan en el dudoso mérito de ser contemporáneos, es decir, de estar vivos hoy, y en la convicción de que para expresar la época en que se vive no hay que usar un lenguaje tradicional como la pintura o la escultura.
No menos increíble es la comprobación de que tanto Kosuth como los textos sagrados de la teoría conceptual niegan sin la menor vacilación la libertad de pensamiento y el libre albedrío de los artistas, cuya actividad, según sus mandatos, debe ser rigurosamente regulada por el Espíritu de la época, encarnado en la frondosa burocracia del arte contemporáneo, que emitirá sus dictámenes desde un claro perfil estalinista.
Otro punto interesante nos remite a los hitos y cualidades que separan a una época de otra: ¿Será esta de hoy la misma época en que Malevich pintó su cuadrado negro (1910) o Duchamp firmó su mingitorio (1917)? ¿Estaremos transitando la misma época en que estallaron la primera guerra mundial y la revolución rusa? ¿Se mantendrá vigente la época en que se produjo el colapso de la Unión Soviética y finalizó la guerra fría? ¿Es posible sostener que la llegada a la Luna, la invención de la Web y los avances de la genética no han señalado un cambio de época?
Enfocando la cuestión desde otro ángulo, podemos afirmar que a pesar de estar inscripta en una época determinada, nuestra vida personal se subdivide a su vez en una sucesión de épocas bien diferenciadas: la añorada niñez (“Ese resplandor que ya se apagó en el mundo”), los empeñosos y esperanzados años juveniles, la discreta madurez y la espera final de lo que sabemos. Si bien es muy válido objetar que en términos históricos esas épocas que jalonaron nuestra vida carecen de interés, no es menos válido señalar su crucial importancia a la hora de intentar una expresión artística.
Sin embargo, las consideraciones basadas en la racionalidad, el sentido común o la libertad de pensamiento no tienen cabida cuando ingresamos en el territorio de los mitos: ¿Qué importancia pueden tener las inclinaciones y aspiraciones espirituales de un simple artista, junto a la omnipotencia del Arte y el Espíritu de la época, instituidos como mitos sagrados, a los que sólo cabe acatar con absoluta devoción?
Ubicados más allá de la razón, los mitos pueden ser aceptados o rechazados, pero de ninguna manera admiten ser sometidos al pensamiento crítico: cuando el cuadrado negro de Malevich, la poesía zaum o transrracional de Jlebnikov (“Goum Goum / Oum Oum / Uum Uum / Paum Paum / Soum Soum / kogo ne zna / Moum Moum / Boum Boum”, etc.), el mingitorio de Duchamp, el concierto de silencio de John Cage y otras proezas de las vanguardias se encaramaron en el Espíritu de la época para impulsar el concepto de arte fuera del dominio racional, se generalizó la convicción de que el arte debía ser inaccesible para ser valioso, y el mito del Espíritu de la Época se transformó en un inexpugnable hecho consumado.
En otras palabras, el mito aplastó a la razón y confirmó la innata tendencia que nos convierte en constructores de mitos.