Revista Cultura y Ocio

Contra el olvido

Publicado el 13 abril 2020 por Trilby @Trilby_Maurier

Nadie se imagina convertido en soldado a los 87 años, pero para librar una guerra solo se necesitan dos cosas: un enemigo y alguien por quien merezca la pena seguir vivo. Así que por el dichoso coronavirus y por Miguel me siento hoy una combatiente más en la trinchera de esta habitación por la que intermitentemente asoma el peligro infiltrado en la ropa y la piel de nuestros cuidadores, que ahora apenas atraviesan el umbral de la puerta y nos preguntan cómo estamos. Se echan de menos sus abrazos espontáneos y el consuelo de sus manos sobre nuestra espalda, pero en esta maldita guerra los gestos de cariño se han convertido en agresiones y el deseo en una amenaza.

Una vez a la semana nos hacen salir del cuarto para desinfectar. Solo entonces vemos a algunos de nuestros compañeros, aunque apenas conseguimos reconocernos tras las aparatosas mascarillas. Las miradas se han vuelto esquivas y desconfiadas, porque además de en soldados, ahora todos nos hemos convertido en potenciales asesinos. Aprovecho para contar disimuladamente cuántos residentes quedamos dispersos por aquel salón, pero cada vez acabo antes. Busco entonces los ojos verdosos de Miguel para empaparme de esperanza. Él siempre me mira con una extraña mezcla de familiaridad y fascinación que me consuela. La verdad es que no sé si me reconoce o cada día soy alguien nueva para él, pero lo importante es que yo sí sé quién soy cuando me mira. Por eso suelo darle la mitad de mi plato de comida y no aparto la vista de su boca hasta que compruebo que se ha tragado sus pastillas para el riego. También le tomo la temperatura a escondidas con el termómetro que se olvidó una de las cuidadoras en nuestra habitación. Para dos soldados seniles como nosotros, cada día sin fiebre es una batalla que le hemos ganado a la muerte, aunque Miguel no sea consciente de estas pequeñas victorias cotidianas. Lo bueno del alzhéimer es que se lleva también los miedos, porque ya no recuerdas ni tus propios fantasmas.

Desde que nos convertimos en compañeros de habitación, apenas se pone triste recordando a su mujer. Tiene una foto del día de su boda en la mesilla de noche y a veces le canta un pasodoble y me invita a bailar. Yo ya no me pongo celosa porque a estas alturas de mi vida, con el colesterol a 230 y la tensión descompensada, una puede tener miedo a muchas cosas, pero no a jugarse el corazón. “¿Los niños estarán bien?”, me pregunta a veces melancólico. Y yo le digo que sí, para tranquilizarlo, aunque no conozca a los hijos de los que me habla ni yo sea la persona a quien él cree ver. Pero luego me sonríe y siento que todo merece la pena. Incluso dejarme ganar al mus. Por eso me aterra que un día puedan llamar a la puerta y separarme de él. El miedo me desvela por las noches y me levanto para arroparlo. Y coloco bien sus zapatillas: las oriento hacia su cama para que pueda ponérselas fácilmente al despertar. Luego me quedo mirándolo ensimismada durante todo el tiempo que mi reuma me permite hacerlo sin dolor. Entonces me doy cuenta de que Miguel me hace sonreír incluso dormido. Y me siento extrañamente viva al final de este callejón sin salida que es la vejez. Y aprieto una vez más su mano contra la mía y le planto un beso en la mejilla con la sensación de que llevo décadas haciendo esto. Como si esta no fuese la única guerra que hemos librado juntos ni la foto de la mesilla me resultase tan ajena…


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