Cerré el libro despavorida, pero el monstruo asomaba aún sus gruesas cejas de espuma sobre el filo de la última página. Empujé la fotografía de Don Amancio hasta enterrarla en aquella improvisada tumba de celulosa que me juré no volver a abrir jamás.
Pero ahora mi hija ha exhumado el cadáver y me pregunta, inquisitoria, qué es eso de “La Biblia” y quién es ese señor que tiene el mismo hoyuelo que ella en la barbilla.