Mis guardias son de alerta, localizadas, lo que significa que me llevo el busca a casa y puedo hacer una vida medio normal, sin andar encerrada en el hospital como en las de presencia física. Esos días llevo el teléfono del hospital como una prolongación de mi cuerpo. Cuando suena, tiemblo. A veces la llamada es para consultar alguna duda, otras veces me toca salir pitando. Primero noto la vibración. Pienso en el paciente ingresado que amenaza sangrado. Miro el número. No es de planta sino de urgencias. Es posible que solo sea una pregunta.
-Tengo un paciente que ha llegado esta tarde por dolor de garganta y dificultad para tragar. Ahora está peor y le cuesta respirar.
-¿Le habéis puesto corticoides? (es la droga milagro, en nuestra especialidad se usa a dosis que hacen temblar a los internistas, pero ante un enfermo ahogado no hay que andarse con miramientos).
-Estamos en ello.
-¿Habla?
-No puede.
-Voy para allá.
Un paciente al que no le entra el aire, no tiene fuelle para hablar, un paciente nervioso que se ahoga de ansiedad suele declarar su angustia por los codos.
25 km no es una distancia desdeñable cuando se trata de un caso grave. Dentro de lo malo, el hospital es el mejor sitio en el que estar.
Cuando llego me esperan todos con impaciencia. Además de los de urgencias, por allí aparecen los anestesistas y los intensivistas. El enfermo está sentado en la cama y muy apurado, no pinta bien. Los de seguridad me abren la consulta, en unos minutos me agencio un fibroscopio.
En la exploración, la laringe está roja y tan inflamada que no se ve hueco para el paso del aire. A veces pienso que hay pacientes que respiran por branquias, que las debieron de conservar durante su desarrollo embrionario, y este es uno de ellos.
-Hay que abrir la traquea- dictamino.
Le explico al hombre la situación. No me cuesta convencerle, cuando alguien se ahoga no suele poner pegas a nada que le haga respirar de nuevo. Los que se resisten no suelen estar tan apurados.
El paciente tiene el clásico fenotipo eslavo, alto, grueso y sin demasiado cuello. La cirugía no va a ser fácil. Para colmo de males no se le puede dormir, la intervención tiene que ser con anestesia local. Necesitaré ayuda, alguien que tire y que seque la sangre. Invito a las residentes de anestesia y de intensivos que aceptan encantadas.
Vamos al quirófano. Mientras pasan al hombre a la camilla preparamos todo. Para empezar ni siquiera es posible acostar del todo al paciente, no aguanta en esa postura. Hay que empezar sentado.
Infiltro la anestesia, primero en superficie y luego en profundidad. Le digo que cuando note molestias, avise. No creo que sea una frase que a nadie le guste oír, pero así son las cosas, no hay elección.
Corto la piel, hago una incisión baja con la esperanza de caer a la altura de la traquea, que no se toca desde fuera. La anestesia borra los planos y no ayuda. La grasa, en abundancia, tampoco.
Localizo la línea media. Separo la musculatura prelaríngea hasta llegar a los cartílagos. ¡Mala suerte! Estoy en la laringe, a la altura de la membrana cricotiroidea. En caso de emergencia me valdría, pero mi intención es hacer una traqueotomía en condiciones. Tengo que bajar más.
Infiltro más anestesia. Meto el dedo por debajo del esternón para disecar los planos al tacto, es más seguro que cortar. La traquea sigue sin tocarse bien, no solo está baja sino también profunda. Voy despacio, con cuidado, si el paciente aguanta, mejor tardar unos minutos que apresurarse y que se ponga a sangrar.
Tengo que tumbarle un poco más, en esa posición la tráquea queda demasiado baja. El anestesista le añade algunas drogas para sedarle mientras le ventila con la mascarilla. Lo recostamos. Agarro la glándula tiroides con una pinza y tiro de ella hacia arriba. Está pegada a la tráquea y con esa maniobra consigo subir los primeros anillos. Hago hueco entre la carne y el cartílago y clampo el istmo de la glándula para cortarlo y ligarlo. Ya tengo expuestos los anillos traqueales. Corto a nivel del segundo anillo. El paciente tose, entra aire, salen sangre y mucosidad. Entre respiraciones y toses suturo la tráquea a la piel para asegurarla y que no se escape. Introduzco la cánula por el orificio. Respiro, creo que a mí también se me había olvidado.
Desde el quirófano, el enfermo va a Reanimación. Por el camino, nos amenaza. Es culpa de la ketamina, la droga que le ha puesto el anestesista, que provoca alucinaciones y pesadillas. A pesar de saber eso, no resulta demasiado tranquilizador.
Al día siguiente me acerco a verle, no sin cierto resquemor, ¿y si no era culpa de la ketamina? ¿Me la tendrá jurada? Para mi inmenso alivio compruebo que el hombre ha vuelto a su estado normal, no solo es dócil sino que es un encanto y muy buen paciente, obediente y colaborador. No le importa el agujero, antes de decidirse a acudir al hospital lo había pasado realmente mal.
Todo evoluciona bien. El enfermo pasa a planta y en unos días retiro la cánula y le doy unos puntos para cerrar el agujero. Está muy agradecido. A pesar de eso, no consigo que deje de fumar.