Revista Arte

Creadores de tiempo

Por Felipe Santos
Creadores de tiempo

"Somos los únicos que creamos tiempo" se dice en la segunda parte de esta obra y, de repente, la frase condensa de forma mágica la idea sobre la que se asienta esta producción de Romeo Castellucci. Se agradece que emerjan lecturas que no la banalicen ni insulten la inteligencia de los espectadores, obligados muchas veces a presenciar propuestas inanes e infantiloides. Hubo un tiempo en que todo lo mozartiano era interpretado con la mirada del Salieri de Peter Shäffer.

La reflexión de Castellucci parte de la noche como elemento central y originario de la vida. Tiene una condición maternal, como lo es el canto majestuoso de la Reina de la Noche. Su oscuridad, cuando se observa, sólo puede ser rota por la luz que viene de estrellas lejanas y por esa mancha que los romanos llamaron Vía Láctea, una suerte de camino de leche, el preciado alimento que necesitan los recién nacidos para sobrevivir.

La noche se contrapone a la luz y al fuego, quizá el elemento más humano de todos, el que Prometeo regala a los hombres como un instrumento casi divino. El fuego da poder y no en vano Luis XIV se hizo llamar el Rey Sol. Toda la primera parte, sin un solo recitado, transcurre en el espacio onírico de una corte similar que vive en una realidad siamesa y diametral. El escenario y sus personajes evolucionan y se mueven como en una caja de música. La luz es blanca, como la de los rostros y pelucas de sus moradores, que evitaban a toda costa que un rayo de sol tocara su piel. Esta íntima paradoja atraviesa la idea escénica de esta producción. Todos los recitativos de esta ópera se intercambian en la segunda parte por monólogos e historias reales como las ciegas privadas de luz y los inválidos arrasados por el fuego, o las lactantes que nutren el tubo de luz que los ilumina al comienzo de la ópera. Todos acaban inmersos en el universo de esta ópera como testigos y víctimas de la batalla que libran la luz y la oscuridad.

Sorprendió que Antonello Manacorda eligiera de salida tempi tan vivos para una escena así, acostumbrados como estaba el público de este teatro al refinamiento y a la atención detallista de los pasajes más líricos, como ocurrió en el Lucio Silla de noviembre del año pasado. Esta aspereza se dejó sentir en algunos números corales, faltos de redondez. No obstante, partir del dúo del primer acto, serenó su discurso y completó una dirección más eficaz que arrebatada.

Gábor Bretz posee un bello timbre, pero es una voz sin proyección, aparentemente más de bajo profondo quela clase de voz que demanda Sarastro, más incisiva y baritonal. Sabine Devieilhe es una Reina de la Noche convincente, más detallista que poderosa. El Tamino de Ed Lyon no fue más que correcto, y la Pamina de Sophie Karthäuser perdió ligereza y se asentó en terrenos vocales más líricos que ligeros. No es un lugar en el que se sienta cómoda la soprano belga. Georg Nigl cantó el Papageno de toda la vida, con sus inflexiones cómicas. También tuvo tiempo para hacer uno de los mejores monólogos de la noche. Nigl es un gran cantante y también es un gran actor. Fue el más sólido, en conjunto, de la noche. Fantástico el dúo con la Papapgena muy bien cantada por Elena Galitskaya.

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Publicado por Felipe Santos

Creadores de tiempo

Felipe Santos (Barcelona, 1970) es periodista. Escribe sobre música, teatro y literatura para varias publicaciones culturales. Gran parte de sus colaboraciones pueden encontrarse en el blog "El último remolino". Ver todas las entradas de Felipe Santos


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