Revista Arte

Crítica del crítico de arte

Por Deperez5
Después de varios años de ejercer la crítica de arte en unos pocos periódicos, revistas y libros, me creo autorizado para afirmar que sin independencia económica no hay ninguna posibilidad de que exista un crítico verdaderamente independiente, capaz de expresar sus ideas con total honestidad. Dicho de otra manera, el único crítico creíble es el crítico aficionado, el que nos comunica sus impresiones y pareceres sobre una muestra artística, un libro, un poema, un film cinematográfico o una obra de teatro sin recibir dinero a cambio, tal como lo haría un simple espectador. La afirmación podría parecer demasiado aventurada, pero se basa en mis propias experiencias, que paso a explicar: en el año 2000 ingresé como colaborador ad honorem en un periódico de arte que se editaba en Buenos Aires, y donde durante dos años se me permitió expresar mis opiniones con total libertad y sin ningún condicionamiento previo, lo que me permitió señalar el gran espacio para el fraude artístico abierto por las corrientes conceptuales y la teoría del ready made, bajo cuya sombra crecieron los fraudes colosales de Richard Serra, Damien Hirst, Jeff Koons, Guillermo Kuitca, Enio Iommi, Gabriel Orozco, Teresa Margolles, Felipe Noé o León Ferrari, para citar sólo unos pocos ejemplos, todos ellos incapaces de dibujar una naranja y orgullosos de su  ineptitud, y el fraude institucional de las grandes ferias y bienales: ARCO, Arte BA, Documenta, San Pablo o Venecia, convertidas desde hace años en risibles depósitos de objetos y materiales que una vez retirados de esos ámbitos nadie puede reconocer como arte. Todo marchó bien hasta que un día el director de la publicación, exultante porque había comenzado a recoger publicidad en Miami, donde le pagaban en dólares, decidió –textualmente- que no quería más críticas negativas “porque alejan a los posibles avisadores”. En ese momento finalizó la colaboración que me había reportado cierta satisfacción espiritual y ningún beneficio económico, y poco tiempo después el modesto tabloide editado en blanco y negro y en papel diario se transformó en la lujosa revista de hoy, en realidad un catálogo de publicidad impreso a color, donde el cien por ciento de las notas y fotografías, incluida la tapa, son pagadas por museos, artistas y galerías de arte, en un transparente canje de elogios por dinero. En esos días pensé que se trataba de un cambio excepcional y exclusivo de esa publicación, pero más tarde comprendí que la desaparición de la crítica genuina era una poderosa ola mundial, cuya lógica no tardó en transformar el talante del periodismo de arte en todos los grandes medios del planeta, borrando de sus páginas los comentarios sobre las muestras de pintura para convertirlos en meros soportes de los comunicados de prensa que genera el arte conceptual. Después de esa etapa me llegaron ofertas para escribir en revistas y libros especializados, tarea que acepté dentro del preciso límite de comentar únicamente las obras pictóricas realizadas con un cabal conocimiento del oficio, o bien los intentos honestos de pintar un cacharro y una manzana para lograr avances en el interminable aprendizaje de la pintura, entendiendo que los principiantes merecen ser estimulados para perseverar en el arduo y complejo proceso de acumular conocimientos y definir el tono personal que llamamos estilo. Ese límite expreso me liberó de la claudicación ética que supone el derrame de alabanzas a ese entretenimiento de esnobs y millonarios que son  las grandes ferias de arte, así como de validar los originales o sucedáneos de cosas tan indigeribles como el zapato de Gabriel Orozco, el tiburón de Hirst, las chapas de Richard Serra, el adoquín de Iommi, los muñequitos de León Ferrari… o el célebre mingitorio de Duchamp, que suele ser presentado como estandarte del “gran cambio” del arte. En este punto vuelvo al tema del comienzo para destacar que debo mi posibilidad de elección, y la libertad de pensamiento que ésta conlleva, propia del aficionado, al hecho de que mi subsistencia nunca se basó en la crítica de arte, sino en mis treinta y cinco años de trabajo como diseñador gráfico en numerosos medios de prensa. Desde esa situación modestamente privilegiada, observo con cierta comprensión y sin demasiada severidad a los incontables colegas obligados a legitimar el colosal fraude artístico de nuestra época, que cierran los ojos y derraman elogios a mansalva para ganarse el sustento. Como decía un delincuente poco afortunado: “Me gustaría tener dinero para poder comportarme con honestidad”. 

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