Revista Cine

Crónica del Festival de la Habana (Día 1)

Publicado el 05 diciembre 2011 por Fimin

A mí el cine latinoamericano no me gusta, me comenta un camarero del bar que está enfrente de los cines La rampa, en pleno centro del barrio del Vedado. El cine latinoamericano es muy… “sentimentalista”  muy que habla de lo que pasa, y para lo que pasa ya estamos nosotros… Fíjate, el cine cubano por mucho que quiera contar otras historias siempre acaba hablando de lo que pasa en Cuba, y lo que pasa en Cuba es muy triste, y lo que pasa en toda Latinoamérica es muy triste, y fíjate (el camarero señala la larga cola que se va formando en la puerta del cine)además hacen un festival que para mí no es otro que “el festival de la tristeza”.
En ese momento, el camarero desaparece para atender a los turistas que, de un momento a otro, se agolpan en la barra para comer.
Sin desearlo, este comentario ha condicionado gran parte de lo que fue mi experiencia en el primer día de festival.    

En las dieciséis salas de las que dispone el certamen se proyectan alrededor de cincuenta películas por día, sin contar las sesiones de cortometrajes y cine experimental, por lo que, entre idas y vueltas, entre guaguas y almendrones, uno puede llegar a ver tres o cuatro proyecciones al día.

Las de hoy fueron dos películas argentinas (“El notificador” y “La vida nueva”) y una chilena (El año del tigre). Sin duda, tres películas que se inscriben perfectamente en la definición que del festival ha hecho el camarero.

La primera, El notificador” (2010) de Blas Eloy Martínez, es, en palabras del  director, una historia en un 99% autobiográfica. El director ha trabajado de esto y conoce los dolores de primera mano; “El trabajo es tan agobiante que hacer una película fue la única manera de salvarme” comenta.

En ella se narra el día a día de un joven oficial notificador del poder judicial. Cada jornada laboral consiste en recorrer la ciudad repartiendo notificaciones de desalojos, juicios, etc… Su vida es monótona, insignificante, sujeta a una estabilidad basada en la puntualidad, los números, dar cuenta de todo, los jefes con sus dictaduras de baldosa, la competencia entre compañeros por ser el más alto de los enanos; en definitiva, la vida de un trabajador que silenciosamente se va enterrando en la mierda al tiempo que rasguña la utópica idea de la huida con el deseo/recuerdo de un tren mientras duerme la siesta en la hierba del parque.

El humor y la ironía entrelineada, acento que pauta una determinada forma de hacer cine en Argentina, son constantes y se agradecen, por lo que, a pesar de tratar un tema evidentemente triste por sus elementos y reflejos con la vida de cualquier espectador medio, entretiene y no hace daño.

La siguiente película, también argentina, esLa vida nueva” (2011) de Santiago Palavecino.

Con una estructura de historias superpuestas que se dan pie la una a la otra, nos encontramos en un pueblo rodeados de burgueses provincianos, allí una pareja en crisis, una pelea juvenil con graves consecuencias, un hombre influyente que construye realidades a su antojo y un músico que vuelve para hacer temblar las piezas del tablero. Como si de un Ingmar Bergman sudamericano se tratase, Palavecino ahonda en las texturas de una moral bombardeada por secretos y rencores, todo bien empaquetado en la aparente tranquilidad de quienes no tienen mayores preocupaciones que el piano afinado, los caballos sanos y el silencio amaestrado.

A diferencia de “El notificador”, aquí no hay ironía ni se pretende, pero aquello que sí parece buscar, eso tan difícil de concretar ficcionalmente en hechos convincentes como lo es la mentira, la relaciones de poder y el vacio de verdad, parecen quedarse a medias, subyugados a una lógica interna que, aun siendo fácil de entender, difícilmente llega a la empatía que se pone en juego en la oscuridad de la sala.

Por último, “El año del tigre” (2011) que, como bien dijo su director, Sebastián Lelio, se enmarca dentro de lo que podría denominarse “la militancia de la ficción” por su carácter documental, ceñido siempre a los patrones de una historia creada.  

En febrero de 2010 un violento terremoto seguido de un maremoto asolo el sur de Chile, convirtiendo el paisaje ateo en pasajes propios de la biblia. Manuel cumple condena en una cárcel que, tras el terremoto queda destruida, y así se le abre las puertas a una libertad que más tarde se revelara como una nueva condena.

Grabada poco después del terremoto, Lelio utiliza escenarios naturales para rodar la historia de un viaje que, como bien sabemos desde “La divina comedia” de Dante, es un viaje interior, el viaje a los abismos de la experiencia humana,  el viaje a los monstruos y fantasmas de una vida mutilada por la misma naturaleza y las posteriores explicaciones como arañazos en el aire.

Un proyecto lleno de buenas intenciones pero también ambicioso, ya que no es fácil estar a la altura de las ruinas y la destrucción, y más cuando estas son reales. No es nada fácil encajar una historia en un contexto como ese, donde solo es cuestión de encender la cámara para que las texturas inunden el ojo, y en este caso, la ficción de Lelio no parece mimetizarse con lo documental del trabajo. Su ficción apenas añade un poquito al dolencia pero no la conduce, es decir, por momentos parecen más interesante los paisajes que lo que le podría estar sucediendo al protagonista pero bueno, al igual que con la historia del camarero con la que inicie este texto, sobre gustos no hay nada escrito.


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