Revista Comunicación

¡Cualquier otra cosa menos periodista!

Publicado el 30 mayo 2009 por Trilby @Trilby_Maurier
Desconozco qué clase de afectación inspiradora imprime en la ilusión de un niño una idea de profesión futura. Las experiencias de la infancia contribuyen, sin duda, a esa necesidad de querer proyectarse en la posteridad, de modo alguno, portando determinadas características que los niños observan en los adultos o en el mundo que gira vacilón e inconmensurable sobre sus pequeñas y, al tiempo, grandes cabezas.
Pedir, pido disculpas, ya de antemano, porque sí: no tengo ni idea de qué misterioso día esa niña que llevo amordazada dentro de mí, decidió ser tal o cual cosa. ¿Periodista? Claro que quise serlo, pero, para delicia del personal, dejo constancia de lo que también ocupó un espacio en mis ensoñaciones: actriz, bombera, fotógrafa, abogada, profesora, doctora, poeta, cocinera, marinera, costurera... y así toda una retahíla, prolongada en un larguísimo etcétera. Eso sí, nunca anhelé ser astronauta, ya por entonces eso de volar me debía de encrespar los pololos.
Al final pasan los años casi por inercia y, en estos momentos, apenas llego a ser capitana de un barco que va en constante deriva, fragata de verborreas que se va anegando de palabras vacías. Y debe ser por ese misterio irreparable (que uno siempre se queda a medias ser algo) por lo que la gente alrededor se apresura en decirte lo que debieras haber sido y no fuiste. Yo sé que he escogido (y mal), matizarían muchos. La primera, mi madre, que compadeciéndose de mi ser, preconizó la hambruna que llenaría mis días si elegía la denostada profesión periodística. “¿Por qué no haces enfermería, mujer? ¡O fisioterapia! Mejor te irá” –me azuzaba melosa, con ese chantaje emotivo que sólo sabe fabricar una madre. Yo, que de inseguridades siempre anduve surtida, apelé a mi admiración por la biología y decidí marcar en mi primera opción para la Universidad, la profesión mejor remunerada de la rama sanitaria. Todo un alarde de integridad. ¿Pero qué hacíamos con aquello del periodismo? Siempre ahí presente, punzando el estómago, como un insufrible cólico, una úlcera que siempre anima la vida gastrointestinal en un guateque de perversos ardores imposibles de mitigar. La respuesta vino de la mano de mis mediocres notas de bachillerato, que me dieron la oportunidad de acabar donde nunca me había planteado: en una tierra de olivos, inmersa en una carrera que jamás había pensado para mí.
No contentos con mi elección académica, algunos amigos seguían insistiendo “¿y tú por qué no hiciste psicología? Hubieses sido una buena profesional”. Si la premisa para serlo es ser un personaje un tanto desquiciado y enajenado, sin duda, hubiese sido la mejor psicoanalista de todos los tiempos. Rióme yo de Sigmund... Posteriormente, llegaron los reencuentros con los compañeros de la escuela. Saludos formales y preguntas de cortesía “¿Y tú qué tal? ¿Qué estás estudiando?”. Admito que muchas veces estuve tentada a mentir, vistas las reacciones que despertaba entre los presentes. Al que no tenía que explicarle el objetivo de mi carrera, la asociaba plenamente con el periodismo y comenzaba a distanciarse de mí paulatinamente, con pasos tímidos hacia atrás, como queriendo esquivar la presencia de aquella hiena sedienta de noticias y chismorreos que comenzaba a ser yo para ellos. La estampida estaba asegurada y allí me quedaba, con la carrera que no tiene nombre para sus licenciados (¿acaso debemos hacernos llamar comunicólogos?), con mi deformidad académica esperando un poco de comprensión. ¡Cualquier otra cosa menos periodista!
Entre tanto, avanzaron los años sin dejar de inspirar en la gente todo un surtido de profesiones que debiera haber hecho: Quedarme con los niños una tarde y ser más payasa e infantil que ellos, me ponía de inmediato en el listón de las grandes maestras que se han perdido de su designio. Defender causas perdidas y pleitos pobres, provocó el espanto de algunos, que me veían ya como sindicalista frustrada o abogada de oficio. La carencia de intérpretes para nuestros proyectos audiovisuales y mi siempre disposición al juego de las máscaras me convertía en una actriz en potencia que debía plantearse unos estudios superiores. Mi abuela, empecinada, seguía creyendo que yo había nacido para trabajar en una sucursal bancaria... Tan dispares facetas que concluyo: es pura esquizofrenia profesional lo que una sola persona puede llegar a inspirar.Y no crean que aquí se escribe el final. Algunos siguen insistiendo en que tendría que haber sido una gran letrada, o una política regeneradora. "Funda un partido. Yo te votaría". Afirman ingenuos, intentando ver en mí una Rosa Díez a la gallega (supongo, que por lo que comparto de ajada y vinagrosa con esa sabrosa salsa). Pero probablemente, con todo mi respeto, puede ser que se equivoquen todos. Algunos confunden mi vehemencia, mi afán de crítica, mis enfatizadas y absurdas defensas de ciertas patanerías que se me ocurren, con una suerte de oratoria partidista… Si me permiten una confesión: preferiría ser toro en el ruedo y morir a cuatro patas con plena dignidad.
Así nos va arrastrando el tiempo y yo sigo en mi barco a la deriva, sabiendo mucho de nada y nada de todo. Al final periodismo. Burlón y cínico, me esperaba al final del camino. No sé si lo único que llevo de vocación, lo tengo que encontrar en la palabra equivocación, esa sintonía que identifica mi debilidad hacia una profesión con la que me he casado “pronto y mal”. Porque sí, en estos momentos siempre llegan mis dioses espectrales y, especialmente uno, cuyo nombre no voy a repetir por no resultar aburrida, aparece para aliviarme. Porque da igual cómo haya llegado hasta aquí, si a nado entre las olas, o como un pájaro alón. El caso es que ando imbuida por las letras de aquellos que siguen reservando un hálito de dignidad y excelencia sobre esta profesión y, a pesar de la enfermera-abogada-profesora-astronauta que el mundo se perdió (queda patente: siempre somos más lo que no somos que lo que finalmente elegimos ser) he caído sobre las páginas de un periódico, como una polilla cegada por la luz del inconformismo, pasmada de curiosidades, airada contra los servilismos. Pero tampoco quiero moralinas, ni discursos estratosféricos, no entiendo del buen hacer y ni siquiera soy capaz de orientar mi barca hacia el puerto. Esto es más bien una carta abierta a mis familiares, amigos y conocidos. A todos los que he fallado por quedarme donde no debiera, amarrada como un mono a la liana del árbol informativo. Esgrimo mis disculpas que espero acepten, con el mismo cariño que profeso en estos versos de arrepentimiento... ¡Mas no hay tal cosa! No puedo engañaros. Los que de verdad sois queridos (¡gracias!) sé que os habéis resignado a aceptarme tal y como vengo, con mis elecciones erróneas y mi porfía. Sin ponerme jamás trabas... Alguno me animáis, encima. Tenía que escribirlo: "no he sido nada más que otra cosa". Mil perdones por el sufrimiento, por ese etcétera de posibles profesiones que habéis colgado de mi sombra y nunca dejarán de ser lo que son: nada en mí. Os dejo aquí la nota: sigo caminando, (a veces más bien renqueo) y suelo ahogarme entre palabras, sin saber dónde escupirlas ni en qué dirección. Sólo con una certeza: anhelo poder afrimar algún día que, como aquel, fui periodista “por mí y ante mí”, sin más vanidad que la que responda a una voluntad por no pertenecer a nadie, y que nadie espere nada de mí. A todos, gracias, de veras, por los consejos... pero siempre tuve un poco tapiada la escucha y raquíticas la lógica y la sensatez. Me dispongo a rematar admitiendo mi patología, sobre la que, además, recae el colmo de todos los males. Y es que, para este "virus del periodismo" no existe remedio, ni vacuna.

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