Revista Cultura y Ocio

Cuando Durruti tomaba café en el Dindurra

Publicado el 20 noviembre 2013 por Aranmb

De la muerte del uno se hacen 77 años hoy, el mismo día que el otro cierra sus puertas en una clausura que amenaza ser definitiva. Hubo un tiempo, tan lejano como ambos, en que sus nombres se asociaron irremediablemente, sin que ello causase especial extrañeza a los gijoneses: todo el mundo se reunía en el Café Dindurra. ¿Por qué no iba a hacerlo, también, Buenaventura Durruti?

Antes
Gijón, sobre 1900. El Dindurra, aún en obras

Si algo tuvo hasta ayer mismo el Dindurra fue el don de ser lugar de reunión de grupos tan dispares como numerosos. De ahí su éxito. El nuevo café Dindurra abrió sus puertas en 1901, tan sólo dos años después de que se construyera el edificio que lo alberga, el 21 de junio, con pantagruélica inauguración y decoración abigarrada - El Noroeste, al día siguiente, criticó “el peluche que sirve de marco a los espejos y adorna las puertas del salón, pues su tono obscuro desluce los colores claros  ligeros del decorado”…-,

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y desde el primer día ofreció helados de primera calidad y una carta de platos que bien podía pagar tanto el modesto como el de postín. Veintidós años después, cuando Buenaventura Durruti llegó a esta tierra, el Dindurra seguía ofreciendo -y lo seguiría haciendo durante noventa años más, hasta ayer- un lugar discreto y tranquilo de reunión, donde, en lo que a política se refería, todos los gatos eran pardos. Un sitio perfecto, pensará el lector, para tramar conspiraciones. Y no se equivoca: fue en el Dindurra, en sus sillones acolchados y frente a una taza de su café, donde se trazó el plan que acabaría con el atraco a la sucursal del banco de España de Gijón.

La historia se conoce bien. El 1 de septiembre de 1923, poco antes de las nueve de la mañana, un grupo de pistoleros irrumpieron en la sucursal gijonesa del Banco de España,

Instituto
donde los empleados preparaban las nóminas que iban a entregar, precisamente, aquel día. A Luis Azcárate Alvarez, el director del banco, le descerrajaron un tiro mortal y, con un botín de 565.525 pesetas de las de la época, echaron a correr como alma que lleva el diablo hacia la calle Begoña, donde les esperaba el coche en el que huyeron -eso se supo después- a Oviedo. Un tiroteo acabaría, más tarde, con la vida de uno de aquellos pistoleros que, según se supo, se hacían llamar Los Solidarios, y que, capitaneados por Durruti, habían trazado un plan casi perfecto. Y lo habían hecho ni más ni menos que en el Dindurra.

En la imagen: gente agolpándose en la calle Instituto, frente al Banco de España, tras el atraco. 1 de septiembre de 1923

“A Durruti, el capitán de la banda, podría denominársele el hombre fantasma”, afirma La Prensa en una de las entregas que, a modo de folletín, publicó narrando las andanzas de la banda por la villa de Jovellanos. “Está en todas partes”. No les faltaba razón. El 11 de julio de 1923, Durruti arribó a Gijón después de haber sido arrestado el día 1 en Madrid y haber pasado, en ese pequeñísimo lapso de tiempo, por San Sebastián, Barcelona y Zaragoza. No estaba solo. Le acompañaba El Catalán, de nombre Eusebio, el pistolero que morirá en Oviedo, tras el atraco, a manos de la policía; y le esperaba, con los brazos abiertos, Aurelio Fernández Sánchez “el Jerez” o “el Asturiano”, hospedado en un establecimiento de la plaza del Conde bajo nombre falso y que hará las veces de guía de la ciudad. “El Frontón que existe en la carretera nueva que conduce a Somió es también lugar que visitan diferentes veces. En la playa, en la calle Corrida, en cafés y teatros… por todas partes andan. No se ocultan.” Y el Dindurra, por supuesto, que enamora a Buenaventura Durruti desde el primer día en que lo llevan allí. Será él el que, semanas después, a su vuelta a Gijón tras una escapada para conocer a ciertos contactos en La Felguera, proponga volver.

Torres

Captura de Torres Escartín. Oviedo, septiembre de 1923

Para el día 29 ya están en Gijón todos los Solidarios: Buenaventura Durruti “Boina”, Gregorio Martínez Gazán “Toto”, Rafael Torres Escartín, “el Catalán” y  el “Jerez” desde las mesas del Dindurra, que visitan cada día, estudian el terreno y organizan todo lo necesario. Torres Escartín será el encargado de conseguir un coche con un chófer de confianza que les favorezca la huida después de ejecutar el atraco. Los consigue, a ambos, en el ovetense garaje España: un hermoso coche gris, conducido por Florentino Acebal, a cambio de cien pesetas. Y, entre tanto, también el ocio: “Les gustan los pasteles y los

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dulces”, informa, incluso, el diario, “coinciden todos en una pastelería” ; Óscar Muñiz, en su recomendadísima novela “La pólvora y la sangre”, llega a imaginar la presencia de los anarquistas en un club de vida licenciosa, en el que la visión de una mujer haciendo aquello que muchos años más tarde se llamará topless perturba sobremanera al organizadísimo y poco amigo de fiestas Buenaventura Durruti.

“Sigue avanzando”, en fin, “el mes de agosto”, dice La Prensa del 1 de marzo, y “al regreso de un paseo por Begoña entramos en el café Dindurra. Vemos muchas caras conocidas, muchas.” No podía ser de otra manera. “¿Quiénes son los que están en aquella mesa? ¡Este hombre se encuentra en todas partes! Durruti: ahí le tienen ustedes con varios amigos. También está el del guardapolvo” -se refiere a Torres Escartín- “y ese otro pequeño, moreno, no cabe duda que es el amigo inseparable de Durruti. Justo: es el Toto. Los otros no son de los que acuden con frecuencia a conferenciar con aquellos en el portal de la casa donde se hospedan Durruti y Aurelio el Jerez” Del otro lado, un sindicalista simpatizante con las ideas de los Solidarios, al que el paso de la historia ha borrado el nombre, coincide con ellos en esas mesas del Dindurra en la que el lector se habrá sentado también dos, tres, cuatro, decenas de veces; mira a todos lados y les dice que el atraco no debe ser tan pronto como esperan. “No sacaréis nada”, afirma, rotundo. “Id el día 1. Ese día pagan las nóminas  y llega el dinero, a primera hora de la mañana, a la sucursal. A carretáes.” Y Durruti pega un trago al café en el que sería el más dulce de sus recuerdos gijoneses, afirmando con la cabeza. Los anarquistas hacían, en aquellos momentos, historia, historia de España, de Asturias, de Gijón y del Dindurra, también, el mismo al que ahora mata el peso de esa historia, al que mata la desidia de este país tan rácano para con los símbolos que le vieron crecer.

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Al que mata la desmemoria a la que todos y cada uno de los gijoneses deberíamos oponernos rotundamente. Porque Durruti tomó café en el Dindurra, es cierto; y porque lo hicieron también nuestros abuelos y tatarabuelos, porque en él se hunden las raíces de nuestros recuerdos, de nuestra ciudad y de nuestra historia. Porque en una de sus mesas, un día de hace noventa años, se tramó el atraco que puso en jaque a las autoridades asturianas y, exactamente en el mismo lugar, se hicieron parejas, se rompieron otras; mi bisabuelo asistió a reuniones esperantistas y mi padre estudió la carrera, porque yo también quiero seguir respirando el mismo aire que respiraron Durruti y tantos otros y porque, en definitiva, los sitios compuestos de mil millones de historias nunca deberían dejarse morir. Por todo eso.

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