Me parece que este cuento viene muy bien en estos días de Mundial.
Desde que el Maestro descubrió el fútbol, su enseñanza cambió. No es que cambiara lo que decía, que Él siempre defendió lo mismo y su pensamiento no varió un ápice desde el principio hasta el fin. Fue más bien el tono de sus discursos lo que cambió.
Recuerdo una tarde que estábamos sentados junto al camino que va a Nazaret. Habíamos comido bien y nos estábamos amodorrando. Eso a Él le molestaba, porque decía que la mies es mucha y los obreros son pocos y si encima esos pocos obreros se duermen, el trigo va a quedar sin cosechar. Como tantas otras veces, en circunstancias parecidas, nos empezó a exhortar a que estuviéramos alertas y dijo: “En verdad os digo que no debéis dejar que el Maligno os meta un gol”. Como nunca le habíamos oído expresarse de esa manera nos quedamos un poco perplejos, todos menos Pedro, que siempre estaba atento a ganar puntos con el Maestro. “Eso, siempre hay que estar ojo avizor en la portería”, dijo Pedro. “Tú me has entendido”, le sonrió el Maestro. Eso me sacó de quicio. También Le habíamos entendido nosotros, pero no íbamos de pelotas.
Si al principio sus referencias al fútbol consistían en comentarios circunstanciales, poco a poco fue a más. Tal vez un mes o dos después de la anécdota que acabo de contar, fuimos al Mar de Galilea, a una aldea donde servían unos pescaditos fritos de chuparse los dedos. Al Maestro le gustaba mucho el agua y en cuanto veía un lago o un río se le ponía la mirada soñadora y empezaba a filosofar. A nosotros nos encantaba esa faceta del Maestro. Su voz era suave y verle con sus ojos normalmente tan profundos, clavados en la lejanía, como si observasen una realidad a la que los demás no teníamos acceso, nos hacía pensar que realmente ese Reino de Dios de que tanto nos hablaba estaba a la vuelta de la esquina.
En aquella ocasión, tras regalarnos con varias raciones de pescaditos y unas cuantas jarras de vino del que sobró de las bodas de Caná, el Maestro puso esa mirada soñadora y todos nos quedamos en silencio, fascinados con sus ojos.
- Voy a contaros la parábola del delantero pródigo.
- ¿No era el hijo pródigo?- le cortó Tomás que siempre se creía que sabía más que nadie.
- He dicho el delantero pródigo- respondió el Maestro recalcando cada sílaba, al tiempo que le echaba una de esas miradas incendiarias, que sólo Él sabía echar. Sus ojos, que de ordinario eran tan dulces, podían convertirse, si hacía falta, en dagas que te atravesaban. Érase una vez un delantero que jugaba en un equipo de primera división. Era un buen delantero, pero también era un hombre arrogante, que creía que lo sabía todo. Un día le dijo a su entrenador: “Devuélveme mi ficha. Estoy cansado de entrenar tanto. Quiero jugar en un equipo donde se me estime y no se me tenga concentrado tres días a la semana”. El entrenador, que era un hombre justo, le concedió la libertad. El delantero fichó por varios clubes de segunda división y a base de no entrenar fue perdiendo calidad. Así llegó un día en el que se encontró jugando en primera regional y toda su paga era un bocadillo de chope que le daban al final del partido. “¡Qué tonto he sido!”, pensó. “En mi primer equipo hasta los masajistas vivían mejor que aquí viven los delanteros. Regresaré y pediré perdón a mi entrenador. Cuando el entrenador le vio aparecer contrito a la puerta del estadio, salió a recibirle y volvió a incluirle en plantilla. Los otros delanteros, que no habían roto sus contratos con el club, protestaron: “¿Por qué a éste que se fue le tratas igual que a nosotros que hemos sido fieles?” El entrenador respondió: “Porque a éste le habíamos perdido y ahora lo hemos recuperado para la alineación”. ¿Habéis entendido la moraleja de la historia?
- Maestro,- preguntó Juan- cuando el delantero dijo que se quería marchar, ¿por qué no le traspasaron a algún equipo que lo quisiera? Habría sido mejor para todos.
- En las parábolas no hay traspasos, sólo moralejas- respondió con ese tono levemente exasperado que le venía cuando no entendíamos algo. Ese tono nos indicaba que era mejor que nos callásemos.
Por esos días vino a Galilea el Hispalis F.C. y se programó un partido amistoso con el Club de Fútbol Nazareth. El Maestro no se lo quería perder, porque en el C.F. Nazareth jugaban un par de primos suyos y en su infancia Él había jugado con los alevines. Yo, que seguía sin apreciar el fútbol, no veía interés a ese partido: el Hispalis era el campeón de la liga romana, mientras que los nazarenos a duras penas se mantenían en la división regional palestina. Pero me mandaron a comprar las entradas y las compré, aunque me parecía que la tarde hubiera estado mejor aprovechada si ese dinero nos lo hubiéramos gastado con algunas malas samaritanas.
El partido comenzó como cabía esperar. A los cinco minutos los romanos metieron un gol y durante los cuarenta minutos siguientes marcaron a razón de una vez cada diez minutos. Llegamos al descanso perdiendo cinco a cero. Tomás sugirió que para lo que había que ver, que mejor nos fuéramos a curar leprosos. El Maestro le recriminó: “Hombre de poca fe. Bienaventurados los que confían, porque de ellos será el segundo tiempo.”
Comenzó el segundo tiempo y de pronto un delantero del Nazareth se metió por la banda, dribló a un par de defensas romanos y chutó desde veinte metros. El estadio casi se vino abajo de júbilo. ¡Habíamos metido un gol a los temidos romanos!
- Tanta emoción me ha abierto el apetito- dijo el Maestro.- ¿Habéis traído algo para comer?
A nadie se le había ocurrido. Únicamente Juan había traído un bocadillo de sardinas, que su mujer se lo había metido en el zurrón justo antes de salir. Un poco a regañadientes se lo pasó al Maestro. Éste lo cogió, lo partió en dos, dio una mitad a Juan y en su mano siguió habiendo un bocadillo entero, que volvió a partir. Era increíble. En el terreno de juego los nuestros no paraban de meter goles y en las gradas el Maestro no paraba de distribuir medios bocadillos de sardinas.
El C.F. Nazareth ganó al final dieciseis a cinco. Salimos del estadio coreando a su entrenador. Mateo, que ya por entonces andaba pensando en escribir una historia con todo lo que estábamos viviendo al lado del Maestro, me dijo: “Hoy hemos visto el milagro de los goles y las sardinas.”
Le dije que como título para un cuento no lo acababa de ver. Se molestó y ya no me dirigió más la palabra en toda la noche.
Estábamos cerca de Jerusalén, cuando el Maestro nos preguntó: “¿Quién dice la gente que soy Yo?” Él de sobra sabía que era un personaje polémico. Nosotros a menudo no le decíamos ni la mitad de lo que la gente pensaba que era y por eso aquella pregunta nos puso en una situación incómoda.
- Unos dicen que Elías- comenzó a decir Juan, que era muy ocurrente.
- Otros que Jeremías o alguno de los profetas- seguí yo, que le había cogido la idea a Juan y quería continuarla.
- Y vosotros, ¿quién decís que soy Yo?- Ahí sí que nos había pillado. Para responder a eso había que mojarse y saber por dónde iban los tiros y eso con el Maestro a veces era imposible.
- Señor, Tú eres Cristiano Ronaldo- dijo Pedro, que no es que se apuntase un tanto con esa respuesta, sino que hizo toda una goleada.
- Esa respuesta no ha venido de ti, sino que te la ha inspirado el Presidente de nuestro club, que está en los cielos. Pedro, sobre ti edificaré mi club. Tú serás su capitán. Juan será el guardameta. Tomás y Andrés estarán en la defensa- Y así fue repartiendo los puestos hasta que llegó a mí: Y tú, Judas, serás el masajista. Por ahí supe que todavía no me había perdonado la vez que, mientras el sanaba al paralítico en la piscina de Siloé, yo me estaba trajinando a María Magdalena en la posada de Raquel.
Para la Pascua judía se iba a celebrar un campeonato en Jerusalén y el Maestro insistió en que fuéramos. Yo intenté disuadirle: “Señor, no vayamos. Sabes que los romanos te tienen ganas, porque piensan que compraste al árbitro cuando el Nazareth le ganó al Hispalis. Y tienes a los saduceos y a los fariseos de uñas, desde que se rumorea que quieres crear un nuevo equipo y fichar a los mejores jugadores del Mediterráneo, empezando por ese Saulo de Tarso.” Pero el Maestro no era hombre que rechazase un plan que tuviese ya decidido. “Es en Jerusalén donde tenemos que jugar el partido decisivo” y con esas palabras ya no hubo más que discutir.
La entrada en Jerusalén fue apoteósica. La mayor parte de los hinchas de la ciudad salieron a recibirnos. “Campeones, campeones, oe, oe, oe”, gritaban a todo lo largo del recorrido. Nos hacían la ola y nos tiraban confetti. Un grupo de marjorettes, traídas especialmente de Saba, se nos unió y anduvo abriendo paso. Aunque el Maestro y los demás parecían muy satisfechos, a mí tanto entusiasmo me daba miedo. La masa es muy cambiante. Hoy se enfervoriza contigo y mañana te crucifica.
Los días en Jerusalén los pasamos concentrados cerca del Jardín de los Olivos, entrenándonos para el partido que jugaríamos el viernes. La moral era muy alta, pero yo seguía con mis recelos. Me olía que algo se estaba preparando.
El jueves por la noche celebramos la última cena antes del partido. No sé en qué estaría pensando el Maestro, pero nos dejó tomar vino. Habló de cuestiones de táctica y de lo que deberíamos hacer si él se lesionaba y había que seguir el partido sin Él.
Tras la cena, salimos al jardín. La luna estaba casi llena y olía a romero. De pronto oímos ruido en la puerta y cuando nos quisimos dar cuenta, teníamos ante nosotros a una cohorte de legionarios romanos armados hasta los dientes. El Maestro era tan popular, que no necesitaron de ninguna indicación para saber quién era de nosotros. El centurión le ató las manos con una correa de cuero. El Maestro no se resistió. Al contrario. Con esa voz tan dulce que a veces tenía, se dirigió a nosotros y nos dijo: “No temáis. Tened fe. El segundo tiempo nos pertenece.” A mí el aviso me llegó tarde. Ya había fichado por otro equipo.