Revista Ilustración

Cuando la mañana aún es niña

Por Davidrefoyo @drefoyo
Cuento publicado en la revista Barandales en marzo de 2017. Barandales es una de las revistas dedicadas a la Semana Santa de Zamora con mayor solera, todo un referente en cuanto a publicaciones temáticas se refiere. Me solicitaron un cuento y me apeteció participar, es un escaparate perfecto para reivindicar mayor presencia de la mujer en una celebración tradicionalmente machista. Publico aquí este relato para que no se pierda en la ciudad de Zamora y para que pueda leerse en condiciones, debido a un error en la maquetación.
Cuando la mañana aún es niña
La foto está tomada de abc.es
Fue una madrugada de un 18 de abril, en Zamora. Viernes Santo y cumpleaños de su abuelo. Ninguno de los dos habíamos pegado ojo aquella noche. No acompañamos al Yacente por Santa María la Nueva como el año anterior. Tampoco descansamos lo suficiente. Nerviosos. Incapaces de ocultar una ilusión desbordada: nuestra primera procesión de la mañana juntos.
Había tratado de inculcarle el respeto por la tradición. Quería que aprendiese a paladear el silencio de las hermandades sobre los adoquines del casco antiguo. Comíamos sopas de ajo durante el invierno y visitábamos el Museo de vez en cuando, pero esto era diferente: nuevo para nosotros.
Dos túnicas negras se mantenían en liviano equilibrio sobre el sofá. Dos cruces con algunas mellas apoyadas contra la pared. La mía, más grande y pesada, era del abuelo, que dejó de procesionar con el cambio de siglo. Tal vez a la espera de un nieto que tomara el testigo. Una cruz esbelta y rígida, de maderas nobles que pesaba lo suficiente como para descifrar el significado de la palabra penitencia. La otra cruz, sin embargo, me perteneció cuando la Semana Santa se reducía a desfilar en la Congregación y a pasear de la mano de mis padres.
Compartimos el desayuno. Un Cola Cao caliente y unas galletas. Nunca tomo leche caliente salvo en la madrugada de Viernes Santo. ¿Por qué? No lo sé, pero es algo que siempre ha llamado la atención en mi familia. Entre galleta y sorbo nos miramos, con una leve sonrisa nerviosa asomando por las mejillas. Estábamos seguros de que se trataba de un día muy especial.
Nos colamos dentro de las túnicas y empezamos a sentirnos auténticos congregantes. Su madre ajusta el bajo de la tela con un imperdible. Yo le ayudo a colocar el cíngulo y el decenario. Le explico qué es cada cosa y a qué lado debe llevarlo. Cada Viernes Santo dudará, como hemos hecho todos, pero esta también es una parte más del ritual. Coloco las almendras en el interior de una bolsa. Le cuento, como si no lo supiera ya, cómo entregárselas a la gente. Cómo se sujeta la cruz. Cómo mirar a través de los orificios de la capucha para no caerse en la entrada de Santa Clara. Y sonríe. Y no me dice nada, pero por dentro, me está llamando pesado.
Es la primera vez que noto su infantil hartazgo y me gusta el papel de padre pesado. Mi padre fue pesado conmigo y mi abuelo lo fue, años antes, con él. Estoy a punto de ceder el testigo. Nos hemos hecho mayores –le digo a Fany. Y ríe. Viejos –añade. Se dice viejos. Y carcajeamos cómplices, disfrutando de un instante , me responde con cierto tono condescendiente.  como sean mis descendientes. Nos hemos hecho mayores, le digo a mi pareja. Y rioíntimo, pasional.
Esto no es una fiesta –le digo. Ya lo sé, papá, -me responde con cierto tono condescendiente. Y avanzamos por la calle San Andrés hacia la Iglesia de San Juan. Muchos hermanos por el camino nos sonríen, más despiertos que cualquier otro día del año. Algunos nos preguntan si es nuestra primera vez. Con emoción, asentimos. Y seguimos avanzando bajo nuestras capuchas, que apenas nos cubren la frente, preparados ya para empezar el desfile.
Ni el Miserere o la reverencia de la Resurrección. Ni el silencio de las Capas Pardas o el Jerusalem de la Buena Muerte. Para mí –ahora, nosotros- el momento culmen, el máximo apogeo de nuestra semana de pasión ocurre a las cinco en punto de la madrugada del Viernes Santo. El sonido del Merlú rasga la madrugada y da paso al primer redoble de tambores de la banda de cornetas. El ruido puede escucharse desde el extrarradio.
Volvemos a mirarnos y aprieto su hombro con un gesto seco cargado de sentimiento. Observo, consciente de que los niños primerizos, a esa edad, están más pendientes de descifrar los códigos internos del desfile. Apenas existo. Se asombra al paso del Cinco de Copas o La Verónica, momento que aprovecha para preguntar: ¿Ahí cargas tú otros años? Sí. ¿Has visto qué bonita la llevan? –le digo. Y mueve la cabeza, afirmativamente.
Nos colocamos en la fila, lejos del tumulto de las primeras posiciones. No quiero que nada pueda estropear este bonito momento. Tranquilos, hermanos, que vamos a salir todos, se oye, bajo el atronador eco de la Marcha de Thalberg y las voces. Siempre las voces, mitad ebrias, mitad lúgubres. Vamos –le digo- y, poco a poco, danzamos cubiertos de riguroso luto, uno tras otro, por la Plaza de Sagasta camino de las Tres Cruces.
No hay una sola mirada más abierta bajo la túnica. Observa todos los detalles como si fuese a guardarlos bajo llave. Camina en silencio, despacio, y trata de acompasar sus pasos al ritmo de los tambores. A veces mira hacia atrás, buscándome, pero sólo le digo que mire hacia delante, que tenga cuidado de no caerse. No ofrece almendras. No reconoce a nadie. Apenas puede asumir lo que está viviendo y trata de gestionar la emoción lo mejor que puede.
Hacemos fondo en la Plaza de Alemania y sé que esa sensación de frío ya nunca se le olvidará. El río Duero dibuja un clima seco y punzante, un frío que se clava dentro y que no puedes contrarrestar con nada. En ese punto, los pasos se suceden, uno tras otro, mientras esperamos nuestro turno para seguir avanzando. Pensamos en las sopas de ajo y en acomodarnos sobre un bordillo mientras desayunamos por segunda vez. Me pregunta el nombre de ese Nazareno caído bajo una cruz. Señala aquella figura con cara de pocos de amigos que desnuda a Jesús. Quiere saberlo todo.
Su curiosidad no tiene límites en este amanecer luminoso y penitente. Sorbe las sopas como si no las hubiera probado nunca antes, pero estas sopas de ajo son nuevas. Nunca le habían sabido tan ricas a pesar del picante, del exceso de agua, de la mala calidad del pan. Callados: ambos intuimos lo que queremos decirnos.
Y volvemos a la fila y un sol espinoso se cuela por entre las cruces de nuestros hermanos. Observa la reverencia y alguien comenta, desde el público, que era más bonita antes, cuando La Soledad recorría la calle y el resto de imágenes le rendían pleitesía. Bajamos la Amargura, La Marina, Santa Clara –bien, peldaño superado, no como tu padre en aquella húmeda mañana de 1987- hasta la Plaza Mayor.
Sus ojos denotan cansancio, lo sé porque yo también lo noto. La procesión está a punto de terminar, pero el sol mañanero aún tiene ganas de hacernos sufrir un poco más. Disfrutamos de la vuelta a la Plaza, de los bailes certeros y preciosistas de los cargadores, de la música instrumental con Mater Mea como máximo exponente. Y mueve sus pies, en el sitio, tratando de emular a esos hombres que son solo pies negros bajo la mesa tallada.
En el Museo nos espera su madre, con una sonrisa henchida en el rostro. Nos besamos. Nos abrazamos los tres. Ahora, ya eres congregante -le digo. Y Claudia, nuestra pequeña hija Claudia, se siente protagonista. De vuelta a casa pregunta: Papá ¿Y por qué antes no podían salir las niñas? Trato de explicárselo, sin perder demasiado tiempo en el asunto, pero creo que no lo entenderá nunca. Y su madre y yo pensamos que es mejor así.

Volver a la Portada de Logo Paperblog