
Cuando yo era pequeña, en Los Molinos, había en el centro del pueblo, en una casa de toda la vida, una mercería que se llamaba La Favorita. Me encantaba ir, acompañar a mi madre al comienzo del verano a comprar allí un millón de cosas que yo ni sabía que existían, ni para qué servían, ni mucho menos era consciente de necesitarlas. Cosas misteriosas, la goma de la tapa de la olla Magefesa, un mango de sartén, cremalleras especiales, boquillas para las mangueras, tela de tergal para hacer vestidos, relleno de cojines, cucharas de palo, insecticida de hormigas, tapa juntas etc. Traspasabas la puerta, el sol de verano quedaba atrás chocando contra el blanco de la pared y te adentrabas en una cueva oscura y fresca con un mostrador gigante y estanterías atestadas. (En las tiendas nuevas se ha perdido el encanto del batiburrillo caóticamente ordenado, todo lo que hay es todo lo que ves, no hay espacio para la sorpresa ni para el descubrimiento, ni siquiera para la búsqueda, un aburrimiento). Soñaba con, de mayor, trabajar allí, que el tendero de cara sonriente, tono complaciente y ojos claros me enseñara el código secreto para encontrar todas y cada una de las cosas que mi madre y mi abuela le pedían. Todo lo que comprábamos en La Favorita, casi todo, eran trozos, apaños, partes de un algo, nada servía para nada por sí solo, todo debía juntarse, pegarse, usarse, coserse a otras partes, para ser útil.
Cuando era tan pequeña que ni siquiera soñaba con ser mayor, había serenos en Madrid. Por supuesto no lo recuerdo pero mi madre siempre cuenta cómo el sereno les ayudaba a subirnos a casa, dormidos como ceporros, cuando llegábamos de viaje. Mi padre, mi madre y el sereno nos acarreaban hasta nuestras camas.
En mi trabajo no arreglo nada, no encuentro tesoros, no ayudo a nadie. Ojalá supiera arreglar algo, aunque fuera una raqueta de ping pong.