Nick Leeson necesitó tres años para hacerle a su banco un agujero de 827 millones de libras y llevarle a la quiebra. Toshihide Iguchi le hizo a su banco un agujero un poco mayor, 1.100 millones de dólares, y le hizo pupa, pero no lo mató. Para hacer esa hazaña precisó de 11 años. ¿Cuál de los dos tuvo más mérito? Muchos dirán que Leeson, porque hay que ver la que montó en sólo tres años. Para mí, el mérito lo tiene Iguchi, porque ya hay que tener narices para ir a tu trabajo cada día durante once años, sabiendo que estás sentado encima de un agujero de millones de dólares que tú has generado. Imaginémonos, cada vez que su jefe le llamase al despacho, "Iguchi-san, venga aquí un momento", e Iguchi pensando que ya está, que ya le han pillado, pero no resulta que el jefe se aburría y sólo quería charlar sobre la liga de beisbol. Imaginémonos a Iguchi en cada comida de Navidad, cuando al final el jefe le diese un abrazo con toda la sinceridad que confiere el sake y le dijese: "Buen trabajo, Iguchi. El año que viene le subo el sueldo", e Iguchi pensando: "La adrenalina es lo que nos va a subir a los dos, cuando te enteres de la que he liado."
Iguchi entró a trabajar en la sucursal neoyorquina del banco japonés Daiwa en 1977. En 1980 fue ascendido a gestor de cartera. Su trabajo consistía básicamente en comerciar con bonos del Tesoro norteamericano. En 1983 demostró que prometía: perdió 70.000 dólares en una operación y decidió ocultar sus pérdidas para no perder cara, bueno, la cara y el empleo. Y ocultó muy bien sus pérdidas, porque el banco le ascendió de categoría, colocándole en un puesto en el que Iguchi tenía que controlar a Iguchi. Inteligente, ¿verdad? Lo mismo haría el Barings años después con Leeson con resultados espectaculares.
¿Cómo conseguía Iguchi ocultar sus pérdidas? Muy sencillo. Iguchi custodiaba los bonos del Tesoro del banco y los de sus clientes por medio de una cuenta, en la que se acumulaban los intereses de los bonos y los resultados de las operaciones de compraventa de los mismos. Cuando Iguchi empezó a perder dinero, decidió vender bonos de la cuenta para cubrir sus pérdidas y falsificar los balances de la cuenta para que la venta efectuada no quedase reflejada. Luego estaba el problema de cuando un cliente quería vender los valores que Iguchi custodiaba y que, a lo mejor, hacía tiempo que había vendido, o cuando había que pagar a los clientes intereses de unos bonos que hacía años que no existían. La única solución era la huida hacia adelante: falsificar recibos, falsificar balances, falsificar lo que hiciera falta. En total se calcula que Iguchi debió de falsificar más de 30.000 documentos de toda índole. Al final debió de pensar: "Si llego a saber que robar era tan complicado, me hago honrado."
Como ocurriera con Leeson, Iguchi falsificaba tan bien, que al final se pasaba. No es que maquillase el agujero que iba creciendo por momentos, es que encima daba la impresión de que estaba levantando una montaña de ganancias. Iguchi se convirtió el el chico listo de la oficina en Nueva York y nadie le tosía. Para rematar, era un adicto al trabajo, siempre al pie del cañón, apenas cogiéndose vacaciones. El lado oscuro de tanta dedicación era que debía de estarse diciendo: "Como me aleje más de cinco minutos de mi despacho, seguro que viene algún capullo abre los cajones, descubre mis tejemanejes y la lía." En la banca a los honrados los despiden antes, pero al menos se pueden ir tranquilos de vacaciones.
A partir de 1993 su trabajo,- el oficioso, no el oficial-, se hizo más complicado, porque Daiwa separó las funciones de operador de bonos de las de control de las cuentas. El 13 de julio de 1995 Iguchi finalmente se cansó y escribió una carta de treinta páginas (resulta increíble que después de tanta falsificación aún le quedase tiempo para escribir una carta tan larga) al Presidente de Daiwa, contándole a lo que se había estado dedicando los últimos 11 años. Para mí que quería tomarse unas vacaciones un poco más largas de lo habitual y decidió confesar. Resultó que lo de ocultar cagadas estaba más extendido en el banco Daiwa de lo que parecía, porque le dijeron que se estuviese calladito, mientras ellos trataban de arreglar las cosas. El 18 de septiembre, cuando pensaron que habían hecho un apaño aceptable, avisaron a la Oficina de la Reserva Federal de EEUU y se montó.
A diferencia de Barings, Daiwa no quebró como resultado de las hazañas de Iguchi, pero debió de haber momentos en los que sus directivos se preguntasen si no habrían estado mejor desempleados y tranquilitos en sus casas, que no en sus puestos aguantando el temporal. La Reserva Federal norteamericana se cogió un buen rebote al saber que Daiwa les había estado ocultando el asunto durante barios meses. En noviembre de 1995 le dió a Daiwa 90 días para que pusiese fin a sus operaciones en EEUU, es decir, para que se deshiciese como pudiera de activos que ascendían a 3.300 millones de dólares y de 15 oficinas. Y después de eso, en febrero de 1996 Daiwa tuvo que acceder a pagar una multa de 340 millones de dólares para que a las autoridades norteamericanas se les pasase un poco el enfado. El golpe para la reputación de Daiwa fue tremendo y llegó a haber rumores de que se tendría que fusionar con el Banco Sumitomo. Standard & Poors le rebajó el rating de A a BBB, más o menos la misma fiabilidad que los banqueros nigerianos que me escriben por internet para ofrecerme suculentos negocios. Daiwa tuvo que renunciar a sus planes de internalización y concentrarse en Japón y el vecindario asiático.
A diferencia de lo que ha ocurrido últimamente en Occidente, los altos directivos de Daiwa sí que tuvieron que sufrir por su negligencia en controlar a Iguchi. Algunos se jubilaron anticipadamente. Los que se quedaron aceptaron recortes en sus sueldos de entre el 10% y el 30% durante seis meses y renunciaron a sus bonificaciones. En 2000 once de los máximos responsables del banco en aquella época fueron condenados por un tribunal japonés a pagar 775 millones de dólares de indemnización.
¿Y qué fue de Iguchi? Su carrera ha sido similar a la de Leeson, aunque el orden ha variado un poco: divorcio (Leeson, o mejor dicho su mujer, dejó este asunto para después del encarcelamiento), cárcel y descubrimiento de su vocación de escritor. Mientras que lo más notable que Leeson hizo en la cárcel fue contraer un cáncer de colon (¡hay esas fiestas en las duchas de la penitenciaría!), del que se recuperó, Iguchi se dedicó a socializar. Hizo amistad con el fundador del grupo racista la Hermandad Aria, con un asesino de la mafia, con un líder de Hamas y con varios miembros de los Latin Kings. Me imagino las conversaciones tan apasionantes que debían de mantener: "¿Qué es más efectivo, una puñalada al corazón o a la yugular? ¿Cómo haces para pegar un tiro en la nuca cuando está oscuro?" Ya mencioné que, Iguchi, como Leeson, descubrió que nada propulsa mejor la carrera de un escritor en ciernes que haber quebrado un banco. La memoria de su vida se convirtió en un número uno de ventas en Japón. Escribió la biografía del fundador de la Hermandad Aria y un libro titulado "Mi educación de mil millones de dólares". Si eso fue lo que le costó a Daiwa que Iguchi aprendiera que falsificar documentos y mentir está mal hecho, ha sido la beca más cara de la historia. Pero parece que Iguchi algo aprendió. A continuación transcribo algunas frases del epílogo del libro, que me han parecido interesantes:
"... Uno no tiene que ser demasiado ambicioso y codicioso para caer en la trampa. La mayor parte de los criminales financieros están obsesionados por la codicia y generalmente no se preocupan por la cantidad de daño que hacen. Los denominados brokers granujas tienen la motivación opuesta. No les mueve la codicia, sino que puede que estén intentando minimizar el daño. Irónicamente, el daño a menudo puede ser mayor, porque opera en un área donde los procedimientos de control han quebrado...
Cuando los medios de comunicación me pusieron la etiqueta de "broker granuja", estan diciendo que yo era una manzana podrida de entre miles de manzanas sanas. Daiwa simplemente había tenido la mala suerte de que yo, la manzana podrida, fuese su agente (...) Aunque se critica a las compañías por su fracaso en tener los controles internos adecuados, se procesa a los agentes por haber causado las pérdidas (...) El problema es que ningún broker granuja piensa que va a perder mil millones de dólares, porque todo comienza con una pequeña pérdida, normalmente menos de 100.000 (...) La dirección debe asumir toda pérdida de operaciones no autorizadas como propia y no hay que dejarles que se consideren víctimas. Mucha gente que leyó mi libro en Japón sostiene que brokers como Yamada, Mizuno, Takagy y yo fuimos víctimas de la falta de controles eficientes en Daiwa.
Ser broker es un negocio duro. Para hacerlo bien, a menudo uno ha de ir en contra de la naturaleza humana. Al hacerlo, uno ha de ignorar su voz interior y adoptar un curso que parece autodestructivo (...) Supone una enorme disciplina hacer esto un día sí y otro también (...) Es un mundo sin piedad (...) A causa de su naturaleza y de las presiones psicológicas a las que los brokers se ven sometidos, lo menos que un empleador puede hacer es no darles la oportunidad de realizar actividades no autorizadas. Sentencias severas no les disuadirán de tirar los dados una vez más si pueden, cuando lo sopesan contra la desgracia de perder su empleo. Por otra parte, si culpabilizamos a la dirección, les obligaremos a poner en marcha controles efectivos, de manera que no oiremos de más casos de brokers granujas..."
Y queda por responder la pregunta del título de la entrada: cuando un banco japonés quiebra, ¿quién se hace el harakiri (financiero)? Aquí se lo hicieron los directivos, que se redujeron los sueldos durante una temporada y luego tuvieron que pagar una indemnización importante. Me gusta más que el sistema occidental, donde, cuando un banco quiebra, el harakiri financiero se lo hace el pobre contribuyente que simplemente pasaba por ahí.