Revista Historia

Cuatro cosas de Auschwitz

Por Nesbana

Hace meses, aprovechando la estimulante tarea que tenía por delante –dar unas cuantas clases de prácticas en 4º ESO sobre el nazismo y el fascismo italiano– comencé a leer El oscuro carisma de Hitler, de Laurence Rees, obra sobre la que ya dije varias cosas. Su introducción consiguió atraparme: la motivación del autor por emprender decenas y decenas de entrevistas a criminales de guerra para lograr comprender el fenómeno del totalitarismo en la Alemania de estos años me llevó a sumergirme en esta y otras obras suyas. Afirmaba en la introducción que no podía comprender cómo la personalidad de Hitler había llevado a cometer tales atrocidades; pero pronto lo aclaraba: “Yo no estaba hambriento; humillado tras perder una guerra; desempleado; asustado por la violencia que imperaba en las calles; no me sentía traicionado por las promesas incumplidas del sistema democrático en el que vivía; aterrorizado por que mis ahorros se desvanecieran en un desplome de la banca; y quería que me dijeran que todo ese caos era culpa de otro”. Culpa de otro, por supuesto: de los judíos, de los comunistas, y un largo etcétera de “no personas”, de infrahumanos. Traté de motivar a mis alumnos con esa introducción como motor de un historiador para comenzar una investigación, y haré lo mismo próximamente con mis alumnos ya oficiales cuando llegue tal tema.

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Todo ese caos era culpa de otro. Algo que, por otra parte, es bastante frecuente en nuestra sociedad actual sin necesidad de irnos a los años 30 del pasado siglo. Pero esa frase me llevó meses después a leer Auschwitz, obra comentada hoy en diversos medios por el 70 aniversario de la liberación del campo de concentración y exterminio. Sin pretender hacer sombra al profesor Serna y su magnífica reseña, me permitiré el lujo de recomendar esta obra de nuevo citando algunos fragmentos. Los historiadores pecamos muchas veces de ser malos –o nulos– en comunicación para el gran público, así que insistiré en ello uniéndome a los múltiples artículos periodísticos que pueblan la prensa de esta semana.
“Sé que el presente libro tiene mucho de perturbador”. Así comienza Auschwitz. Los nazis y la “solución final”. Es perturbador, inquietante pero muy sugestivo; tiene una capacidad de narración increíble rescatando la información y las citas de sus múltiples entrevistas, tanto a víctimas como verdugos, y todo ello lo hila de una forma magnífica mientras involucra al lector a sumergirse en la barbarie, a sentir cómo vivieron y pensaron unos y otros, a comprender sin enjuiciar, y a valorar el contexto histórico. Comprender cómo la ética situacional puede resultar criminalmente peligrosa es, quizás, el motor de esta obra.
Una y otra vez el autor insiste en la idea de que las personas que se encargaron de estas ejecuciones eran ciudadanos normales, de esos que te puedes encontrar en el autobús y que pueden parecer unos buenos padres y unos vecinos ejemplares. Gran sorpresa fue para él este descubrimiento cuando esperaba encontrarse a criminales malévolos y endemoniados; y, sin ser así, la mayoría tuvieron muy claro que no se arrepentían de sus hechos, que habían actuado bajo el ideal del momento y al servicio de un Estado y de unas convicciones profundas.
El sistema de Kapos que se implementó en Auschwitz provino de Dachau, creando un sistema de cargos entre los reclusos con la finalidad de lograr un control más potente. “Las autoridades del recinto nombraban a un prisionero de cada barracón (…) que tendría un poder casi omnímodo sobre el resto de reclusos (…) Ellos harían, en mayor grado aún que los guardias de la SS, insoportable la vida dentro del campo de concentración, al adoptar un comportamiento arbitrario en su relación diaria con los demás internos”. Himmler expresó sobre ellos: “En el momento en que dejemos de estar satisfechos de él, dejará de ser Kapo y volverá a unirse al resto de prisioneros. Sabe perfectamente que éstos lo matarán a golpes la primera noche tras su regreso”. El miedo, la amenaza y la necesidad de preservar la propia vida se antepusieron a cualquier resquicio de humanidad sobre quienes eran reclusos como ellos.
Además de la brutalidad que estos cargos infligían y de los trabajos forzosos para las empresas archiconocidas que aprovechaban la mano de obra del campo, el Bloque 11 resonaba como otra de las estructuras más temibles. Tenía el mismo aspecto que los demás barracones de ladrillo rojo, pero tenía una función diferente como relata el testimonio de Jerzy Bielecki, que sobrevivió a este lugar de tortura y asesinato. Fue condenado en este bloque por estar enfermo e incapacitado para trabajar y su castigo consistió en ser colgado de una viga con las manos atadas por detrás de la espalda. Resulta curioso de este testimonio, más que el método de tortura, la variedad de soldados de la SS que podía haber en el campo: el mismo Bielecki habla del sádico que apartó la silla sobre la que estaba levantado, y del compasivo que lo ayudó a bajar. Comprender cómo era cada uno de ellos podía ser clave para lograr la supervivencia.
El autor también hace referencia a otros campos de exterminio anejos a Auschwitz para completar el relato de terror. En julio de 1941 Himmler ordenó la aniquilación total de los judíos de Polonia y, viendo la falta de infraestructura de Auschwitz, confió en la capacidad de otros tres campos polacos para tal efecto: Belzec, Sobibor, Treblinka. Sus nombres han pasado a la cultura común como sinónimos de terror por ser el lugar de ejecución de 1.7 millones de personas.
Sin embargo, fue Auschwitz, el campo hoy conmemorado, el que superó toda estadística llegando al millón cien mil personas que dejaron su vida allí. Fue en 1944 cuando se dieron la mayoría de muertes en este campo, momento en que las infraestructuras de exterminio industrial –y de alejamiento moral de la muerte– alcanzaron sus cotas máximas de efectividad. En su mayoría fueron judíos los allí exterminados, y concretamente judíos húngaros. La obra sirve también para fijarse en ciertos colectivos, más allá de este, que habitaron el campo: gitanos, con sus privilegios iniciales para poder vivir en familia, y Testigos de Jehová, cuyos testimonios son sorprendentes por la entereza de su fe, la colaboración con las familias nazis debido a su confianza absoluta en la divinidad y su providencia, y el cierto aprecio que llegaron a tener por parte de generales de la SS por sus buenos cuidados a sus hijos.
El resto es bastante conocido y la prensa se hace eco de ello. Las marchas de la muerte, una vez el Ejército Rojo se aproximaba en enero de 1945, incrementaron el nivel de mortalidad del campo en los traslados forzosos hacia Austria o Alemania. Muchos de ellos fueron a Bergen-Belsen, en la Baja Sajonia, conocido por las escenas filmadas tras su liberación, y la nula organización del campo, abandonado, con ausencia de toda dignidad humana.
Más allá de todo esto, insisto en mi recomendación de esta obra por alumbrar otros aspectos que quizás sigan siendo oscuros para la mayoría de las personas: los asesinatos de antiguos nazis por la Brigada Judía británica, sin ninguna garantía jurídica; la segunda condena a la que se vieron sometidos los judíos liberados por encontrar sus casas ocupadas; las deportaciones que Stalin ejerció tras la guerra a calmucos, tártaros y chechenos, acusados de colaboración por su negativa a aceptar la noción de “preso político”; y la impunidad con la que quedaron muchos de los miembros de bajo rango de la SS. Indica Rees que de 6500 personas colaborando con este exterminio entre 1940-1945, solo fueron 750 castigados. Sin embargo, hoy los protagonistas son los pocos supervivientes que quedan de los 7000 que lograron salir de aquel infierno con vida.


Cuatro cosas de Auschwitz
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