Revista Opinión

Cuento: Yolanda Tours 2.0

Publicado el 17 marzo 2015 por Tomás Michel

 

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Este era su segundo intento. Una vez más se veía frente a frente con el canal de la mona, mas esta vez venía preparado. Se le escurría de la rendija de la boca, una sonrisa pícara, llena de sabiduría de la vida —por no decir malicia de la calle—. Ahora no sentía miedo y desconcierto, solo ansiedad. Contaba con que en este round saldría airoso, y de manera colateral conseguiría su gran anhelo.

Desde lejos, podía prestar oídos al ruido de unas turbinas viajar por el cielo. Al percatarse, Julito no pudo evitar entrar en exalto. Escucha a Pacheco decir “Apaga el GPS aunque sea por cinco minutos, no vaya a ser y nos registren en el radar; ya tu sabes que si nos cogen con to’ éste dulce, nos van a dar veinte años en la federal.” Poco pasó para que pudieran ver el avión de pasajeros de Jet Blue sobrevolarlos, y seguir hacia su destino, que aparentaba coincidir con el de ellos.

Sus tres hermanas ya habían partido. Días antes llamaron para notificar que todo había salido bien y que habían llegado sanas y salvas, pero que se quedarían en Mayagüez hasta nuevo aviso. La Guardia Costera, había encontrado la Yola en la orilla de la playa, y ahora andaban buscándolos por todos los alrededores. El suceso había salido en las noticias de las cinco de la tarde, y ahora todo el mundo sabía.

Él sin embargo, seguía intranquilo, pues pronto iba a ser su propio viaje. Esa misma tarde había pagado su “ida sin vuelta” hacia Puerto Rico, o al menos eso creyó.

A Julito desde hace un tiempo para acá, la cosa se le había puesto color de hormiga. No podía evitar portar la cara de perro con ropa, que no paraba de quejarse. Mientras se limpiaba la cota que se le formaba en el cuello, a inconciencia del viento, que levantaba con cada ráfaga el tierrero de las calles sin pavimentar, y que los pliegues de piel sudorosas atrapaban sin más remedio; se quejaba. Se quejaba de la inclemencia del sol, de lo atosigante del calor, de la luz eléctrica que tenía cuatro días que no venía —luego de un apagón. También lo hacia del estancamiento económico, del gobierno corrupto, del estado elitista y de aquel país que lo vio venir al mundo a pasar las mil y una. Se quejaba, ya no quería estar allí.

Se chupaba un helado de fundita de batata con coco, para apaciguar el hambre. No quería llenarse demasiado, pues ya era hora. Se despidió de su mujer, sus dos hijas y de la fritura que los había estado sustentando hasta ahora. Tomó su mochilita y se perdió en los montes de Miches.

Eran treinta pasajeros en total. La yola se encontraba armada y pintada flotando en un lago, empalizado por un frondoso manglar. El mal olor que provocaba el acido sulfhídrico era escandaloso, pero ante el nerviosismo que preponderaba a modo colectivo, tal asfixia se tornaba trivial. Julito y los demás solo pensaban en el preámbulo de su periplo.

Una camioneta Daihatsu llegó al monte, cargando dos motores en la parte de atrás, escondidos con una carpa azul. Tres hombres a modo de diligencia se dispusieron a desmontarlos y a colocarlos en la embarcación siguiendo las indicaciones del capitán. Éste cuyas credenciales lo eran estudios de náutica en la Universidad de la Audacia, tras años de practicar la pesca, y ahora transportación turística freelance, con respecto a lo legal. Este centinela tenía un porte de tigre de la peor calaña, pero seguro era producto de la mala vida y no del delinquir.

Prendieron los motores recién llenados de gasolina. Julito desde ya pensaba en las remesas que aún no había tan siquiera enviado a sus dependientes. Posiblemente tendría que trabajar construcción, como le contaban algunos conocidos. Luego de todos haber subido con cautela al navío, prenden los motores y este empieza a moverse lentamente, sobre aquel cuerpo de agua tan fútil y disimulado. Todos se miraban las caras, pero nadie decía nada. Parecían vacas encaminadas hacia el matadero, con ojos grandes y saltones. Cada quién sacaba sus propias conclusiones, de cuales fueron las razones que llevaron a sus compañeros de viaje hasta allí. Tratando de imaginarse las historias detrás de cada uno de ellos. Julito sin embargo, no miraba a nadie, solo podía ver un conjunto de pies y brazos. Padeció prosopagnosia momentánea, producto de la intranquilidad del momento.

Habían llegado a la desembocadura. Trataban de mantenerse casi invisibles —como si tal cosa fuese posible con esa cantidad de personas. Una mujer, al caer en cuenta de lo que estaba apunto de atravesar, dijo que la dejaran en la costa “Mi vida vale más, que lo que sea que me está esperando del otro lado”. Algunos de los desgraciados que seguían abordo trataron de convencerla de lo contrario, para que no perdiera el dinero que pagó, pero mirar aquel oscuro horizonte de las seis de la tarde, le dio la fortaleza para ser resoluta.

Pasó poco para que se adentraran en altamar. La yola se movía más de lo que muchos estómagos agradecieron, a pesar de que la marea estaba soportable. El agua comenzó a colarse por entre las rendijas de aquel hacinamiento flotante, y los pasajeros la sacaban como podían. Usaban envases plásticos, botellas, cubetas. Como consecuencia, algunos comenzaron a sentir la inseguridad de no tener nada firme debajo de sus pies y Julito no era la excepción.

La zozobra se hacia más evidente, y ahora de madrugada, la corriente se comenzaba a avivar. El capitán entonces avisó que se estaban acercando al canal de la mona. De aquel lugar había muchas historias, misteriosas e inclementes; imprecisas. Algunas mujeres comenzaron a llorar, pues ya dieron por sentada su muerte. Como si hubiesen visto las inscripciones en un dintel que dijera “¡Oh vosotros los que entráis, abandonad toda esperanza!”. Varios sufrieron de vértigos y todo tipo de mareos, y algunos otros entraron en estado de fight or flight.

El agua se tornó turbia, tal si días de lluvia provocaran una ingrata turbulencia de corrientes antagónicas. Transportadoras de sedimento incesante, en un caos de remolinos que forcejeaban en enemistad apocalíptica. Estaban frente a aquel titán abstracto, que podría volver cualquier descuido fatal; el alma de Julito se hacia consciente de su finitez. Atrapado en las aguas calientes de un negro mar, espejo de penumbras que no tenían ni principio ni final.

La yola patinaba y el motor chillaba. La fuerza que ejercía el canal contra el movimiento de aquella barcaza era grave. El agua se metía ahora de manera más abrupta. Todos sacaban vasos y vasos a borbotones. Algunos temblaban y no por frio. Otros vomitaban el agua que habían tomado, pues no tenían nada solido en sus estómagos. El capitán, al ver el panorama dijo “La yola no va a aguantar el viaje, hay que devolvernos.”

La multitud se alborotó y todos comenzaron a discutir. Se podían escuchar voces gritando “¡Vamono’ de aquí, o no vamo’ a morir to’!”, “Yo no me bajo hasta que no lleguemos a Puerto Rico”, “Yo no puedo perder mi dinero.” Pese a estar en medio de la anarquía y la incertidumbre, que solo la organizaba el menester de sacar agua de la yola, —que llegaba ahora hasta las pantorrillas de los pasajeros— todos sabían que debían volver.

Comenzaron a dar la vuelta de manera prudente, sin confrontar mucho los remolinos de agua. Las tablas ya se hamaqueaban de manera individual. En el ovalado horizonte se colaban los destellos de un amanecer débil y lejano, y Julito no podía sacudirse la sensación de haber palpado la muerte.

El sol salió y comenzó a hacer su labor. Las pieles se oscurecían, se quemaban, se descueraban. Los dolores de cabeza arremetían. Muchos dormían no por sueño, si no por desfallecimiento luego de una noche agotadora y de batallas campales. Pasaron horas y horas en el sube y baja de las aguas. La costa de Quisqueya, llega a hacerse visible, pese al mirage que causaba la evaporación del agua. Estando a unas cuantas millas de distancia de la orilla, entra en escena un barco de la guardia que andaba en los alrededores. Como si hubiese sido puesto allí por acto de brujería. El capitán alertó a los pasajeros, que se despertaran, a los cuales se le fueron los malestares de manera milagrosa. Los motores se encendieron a toda velocidad, de un golpe áspero, rogando a Dios que el poco combustible que quedaba diera para tocar tierra.

Las sirenas se hicieron audibles. La persecución se apodero de la tranquilidad marítima. El grupo de indocumentados fallidos, tuvo que tirarse al agua faltando un buen tramo hasta la orilla, el cual tuvieron que completar nadando. Algunos se dieron por vencidos y optaron por quedarse flotando a esperar por su esposamiento, otros ni siquiera hicieron el intento de tirarse al agua. Quince llegaron a la playa incluyendo a Julito y fue entonces que empezó el “corre corre” hacia los extensos matorrales de solo Dios sabe donde.

Corría, y miraba hacia atrás. Tenían contra la arena a varias mujeres, que eran las más lentas, y que por defecto no podían cargar ni sus propias vidas luego de la travesía. Vio como las iban esposando. Vio a algunos hombres correr, pero después de un rato solo veía plantas y arboles.

Corrió por horas, hasta que se hizo de noche. Solo podía escuchar el crujir de las aves retumbar en un eco de precedencia anónima. Dada la noche salió hacia una avenida, de esas que están más por decoración, pues casi nadie recorre. Al cruzarla pudo divisar un pueblito en medio de la nada. Sin fuerzas para hablar llegó hasta una casa de madera en donde vivían dos viejitos. Tocó la puerta y al ver que le abrieron, sé dejo caer al piso con desfallecimiento grato. Rápido, acudieron en su socorro. La dama centenaria —a juzgar por sus arrugas— le empezó a preparar una sopa, mientras el viejo, con fuerza de caballo, lo cargó hasta una cama, que por lo general usaban sus nietos cuando los visitaban de la capital.

Julito pasó tres días con una fiebre, como si se hubiese tragado el cono invertido del infierno, y este intentara escapar a través de sus poros. Su tono pasó de ser mestizo a morado oscuro. Botaba los cueros como si fuese una iguana mudando de piel y las peladas que tenía entre sus piernas del nadar tan estrepitoso, le provocaban tal agonía, que el blanco de sus ojos se convirtió en rojo cajuil. Reposó en esa villa de chivos una semana, hasta que pudo recuperar las fuerzas. Entonces tomó una guagüita voladora que le llevara hasta El Ceibo. Habiendo llegado a su casa en Miches, luego de haber lamido la muerte, hizo una cruz con el culo jurando no volver al mar.

 II

Este era su segundo insensato intento y recordaba el primero tan detallado, como si hubiese sido ayer. Habían pasado veinte años ya, desde aquella tarde en el ochenta y nueve, en el que hizo el peor negocio de su vida —pensaba. Uno cuyo recibo de compra, no le servía para devolución, si no para dejar lacerada su memoria con la crueldad de la mala ventura.

Pacheco le había planteado un negocio viable, y a él le tenia confianza. Eran cuñados después de todo, eran familia. Sabia que Julito siempre quiso irse del país y era exactamente lo que necesitaba.

—Cuñao.

—Dime a ver Pacheco.

—Oye lo que te voy a decir, pero no preguntes mucho. Hay un viaje pa’ Puerto Rico, cómodo; sin pasadera de lucha.

—Mira muchacho, yo no quedé con gusto de estar bregando con eso.

—Pero y ¿Tú no disque te querías ir de aquí?

—Si Pero—

—Unos jefes míos, quieren que le lleve un cargamento a puertorro. Ni yo se lo que es. Ahora mismo hay una lancha nítida, escondida en la playa, ready to go. Te dije a tí por que eres de confianza, pero tenemos que irnos ahora mismo, y no puedes decirle a nadie que te vas. Nos van a dar un par de pesitos. ¿Entonces?

—Dale “fuimonos” —afirmó con cara de severidad, mas sin sobrepensarlo—.

Estaba sentado, cómodo, disfrutando del paisaje marítimo. Tenia un brazo fuera de la lancha, para sentir el agua que salpicaba. Miró hacia atrás por unos segundos, tratando de examinar que transportaban. La forma de los empaques daba indicio de cocaína, aunque simple y llanamente, no le interesaba comprobarlo. Julito se reía para sus adentros. Pacheco le dijo nuevamente “Apaga el GPS que la señal lleva mucho tiempo activa”. Este procedió. Examinaba el acabado de la embarcación con sus palmas, era hermosa, se notaba costosa, al parecer fibra de vidrio. Jamás pensó verse montado en tal pieza. Entonces entendió que la situación en la que se encontraba se le salía de las manos y por muchos nudos. Mas pese a la posibilidad de desastre, siempre sintió seguridad. Desde chiquito le oraba a la virgen de la Altagracia, la cual sabía tenia predilección con él, pues aún seguía vivo, y era esta patrona quien no lo dejaría caer.

Iban cortando el agua por horas. Poco a poco se tornaba turbia y la corriente se avivaba. El temple que había ganado a base de haber visto más de lo que había querido, se vio afectado por una taquicardia hija de la adrenalina. Sabía donde estaba, una ves más se vieron las caras. Pacheco notó como la lancha empezaba a chillar por encima del agua. Miró a Julito con ojos de desconcierto y le metió a toda velocidad a los motores. Con dificultad brincaba los remolinos, pero la estructura de la embarcación era fuerte. El canal se mantuvo en lucha constante con aquellos individuos, hasta que poco a poco salieron de la contienda, navegando sin mirar atrás.

Una vez en la costa de aguadilla, un camión los esperaba. Era de madrugada y el cantar de los coquíes era un distractor para Julito. Comenzaron a sacar los paquetes de la lancha y a montarlos en el vagón del camión. Se montaron y arrancaron, dejando la lancha atrás. Pacheco le dijo a Julito “Te vamos a llevar hasta la autopista de Juana Diaz, de ahí cada quien sigue su rumbo. Aquí tienes tu parte.” Le pasó mil dólares en efectivo en una bolsa negra. Julito sacó un celular de sus bolsillos e hizo una llamada a su hermana mayor “Llegué… Tarde pero seguro.”

 

—Tomás G. Michel


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