La luz del despertador está rota, se recuperó durante unos días pero esta mañana ha vuelto a las andadas. Podía esperar a que sonara para levantarme pero ¿y si no me volvía a dormir? ¿Cuánto tiempo iba a estar dando vueltas y más vueltas en la cama? Ante la duda he estirado el cuello para leer la hora en la pantalla del teléfono de la mesilla. Según su lectura, faltaban unos minutos para que saltara la alarma. Mejor sacudirse la pereza y empezar a funcionar.
La casa estaba a oscuras. He cogido mi reloj de pulsera y, ¡oh, sorpresa!, el inalámbrico me la había vuelto a jugar. Lo había puesto en hora dos veces en los últimos dos días. Quizá la primera vez me faltase algún paso pero estaba convencida de no haber cometido ningún fallo en el segundo intento. No contaba con que el aparato tuviese ideas propias. Al parecer mi ajuste no le gustó y, al dejarlo de nuevo en el pedestal, recuperó su horario original, con una hora de adelanto sobre el oficial. ¿Quién no se alegra al descubrir que dispone de tiempo extra?
Volver a la cama no tenía sentido, me arriesgaba a despertar a House. Sólo su despertador posee el valor suficiente para cumplir esa tarea cada mañana. Una vez soltados los primero gruñidos del día, y cuando los cajones del pobre armario han recibido su dosis matutina de golpes, es seguro acercarse al bello durmiente para darle el beso de buenos días.
El espejo del baño mostraba unas ojeras de impresión. Con tanto tiempo por delante ¿por qué no probar algún truco para disimularlas? De repente se me encendió una bombilla en el cerebro. A esas horas lo más sensato habría sido apagarla pero, entre sueños, todas las ideas parecen buenas, así que ¿por qué no?
¿Dónde había leído yo que la cúrcuma desvanecía las manchas y daba luminosidad a la piel? Después de usarla en la cocina me consoló averiguar que, al menos, tenía un uso cosmético. Una lástima que no me acordase del resto de los ingredientes de la mascarilla. Tendría que improvisar.
¿Miel, aceite, limón? No, definitivamente no lo recordaba. No era cuestión de montar un laboratorio a esas horas de la madrugada y me decanté por algo sencillo. Puse un buen montón de polvos de cúrcuma en la palma de la mano y le añadí un chorro de crema hidratante. Lo mezclé bien. El color era algo fuerte pero no tanto como para disuadirme de mis propósitos. Más feliz que una perdiz me unté bien aquel preparado por el rostro. Froté a conciencia para que hiciese efecto. En el espejo mis ojeras dejaron de ser el rasgo más llamativo.
La cúrcuma es el ingrediente que le da al curry su intenso color amarillo. Mi piel se tiñó igual que los alimentos. No había razón para preocuparse. Una buena dosis de limpiadora seguro que obraba el milagro definitivo. Por desgracia mis cremas no han sido bendecidas con poderes mágicos y el tinte se quedó donde estaba. Una segunda limpieza no mejoró mucho más las cosas.
Menos mal que las mujeres disponemos de un arsenal de productos de maquillaje. Sin duda iba a necesitarlos todos. Empecé por el corrector. En vez de maquillaje, opté por una BB cream. Craso error, demasiado ligera. Todo lo arreglaría una buena capa de polvos. Quizá una segunda capa... Bajo la luz del baño se veía algo mate pero no tenía mala pinta. Faltaba el colorete, seguro que así terminaba de contrarrestarlo. Máscara, pintalabios... Era hora de salir.
La entrada en el ascensor fue triunfal. El foco me iluminó de pleno, lo sé porque me vi en el espejo nada más abrir la puerta. Si no hubiese sido por la hora, habría dado media vuelta para regresar a casa. Me armé de optimismo. Quizá fuese culpa de la bombilla. Esperaría a emitir un dictamen hasta verme bajo la luz natural. El momento de la verdad llegó en el primer semáforo.
Definitivamente hay excepciones para todo, incluso para el uso del burka, y sin duda habría agradecido tener uno a mano en el trayecto al hospital. No me miré más en el espejo retrovisor, ojos que no ven..., pero mis manos en el volante, teñidas del mismo tono amarillo que mi cara, delataban mi hazaña.
Entré al hospital por una de las puertas laterales, subí por los escaleras encomendándome a todos los santos para no cruzarme con nadie. En la consulta, unas gasas empapadas en la solución hidroalcohólica del lavado de manos (que también las despelleja) devolvieron a mi piel su palidez habitual. ¡Ufff! Delante de los pacientes mejor parecer un fantasma que un Simpson.