Nos gusta compartir. No compartimos cualquier objeto o idea, ni compartimos con todo el mundo. Aunque hay veces que nos encontramos con cuestiones que difícilmente pensaríamos que se pueden compartir. La Isla de los Faisanes es una de ellas.
El acto de compartir supone una experiencia muy gratificante para quienes lo practican.
Nos gusta compartir alegrías, noticias, satisfacciones, vidas, sueños, coches, casas o experiencias, aunque también compartimos penas, sinsabores y decepciones. Y si hay una razón que justifica el éxito de las redes sociales, esa no es otra que la posibilidad que nos brindan éstas de compartir vivencias y noticias con todos nuestros amigos y conocidos.
Pero siempre existe algún objeto o pensamiento que jamás compartiríamos, o personas con las que no estaríamos dispuestos a compartir nada.
Por ejemplo, España y Francia son dos países que se profesan una gran rivalidad desde hace muchísimo tiempo, por lo que resulta difícil pensar que puedan compartir de forma pacífica algún territorio.
Sin embargo, tenemos el ejemplo de Andorra, un principado de soberanía compartida. Existe una doble jefatura de Estado, que ostentan el Obispo de la Seu d’Urgell y el Presidente de Francia, denominados copríncipes, aunque en este caso podemos decir que es un país casi independiente, con instituciones propias y completa autonomía en su gobierno.
Y existe otro enclave donde también funciona la soberanía compartida entre ambos países, y desconocido para gran parte de la población. Se trata de una pequeña isla en la desembocadura del río Bidasoa, situada a la misma distancia de la ribera española que de la francesa.
Ambos estados comparten la jurisdicción sobre la isla desde la firma del Tratado de Bayona de 1856, siendo el territorio en condominio más pequeño del mundo. Si bien ambos países son copropietarios de la isla durante todo el año, a efectos prácticos han determinado ir traspasándose la administración de la misma cada 6 meses.
Esta isla, llamada Île de la Conference o Île de l’Hôpital por los franceses, o Isla de los Faisanes por los españoles, es un pequeño islote con una superficie actual de unos 2.000 metros cuadrados.
A primera vista podría parecer que se trata de un pequeño terruño sin valor ni importancia alguna, y sin embargo, ha servido de útil enlace entre ambos países a lo largo de la historia.
Pero cuando cobró un verdadero protagonismo fue tras la Guerra de los Treinta Años. Las dos primeras potencias del mundo en aquel entonces, Francia y España, llevaban enfrentadas un cuarto de siglo. Dicha guerra concluyó con la Paz de Westfalia, firmada en 1648, y tras la cual España se sentía bastante agraviada por las condiciones impuestas.
Por ello, España y Francia se habían vuelto a enfrascar en un nuevo conflicto. Pero tras otros diez años más de batalla, ambos países estaban al borde de la bancarrota y el pueblo comenzaba a pasar hambre y a rebelarse contra sus monarcas.
Luis XIV de Francia y Felipe IV de España tenían claro que debían dar por concluida su contienda. Era el momento de firmar la paz y cerrarla con un nuevo tratado, en el que no hubiese vencedores ni vencidos.
El problema era fijar un sitio donde reunirse. Había que encontrar un lugar neutral, y además, se tenía que respetar la condición de que ninguno de los soberanos debía abandonar su reino, lo cual constituiría una especie de deshonra.
Así que esta pequeña Isla de los Faisanes, equidistante de ambos países, y sin nacionalidad definida, cumplía con todos los requisitos para convertirse en el escenario de las reuniones, ya que era considerada territorio neutral desde el siglo XVI.
Ahora bien, estaba claro que el sitio no era digno de la importancia, el boato y ceremonial que requería tan alto destino. Así que había que acondicionar la isla, y edificar una construcción a la altura de tal evento, así que ambos monarcas encomendaron dicha misión a dos personas de su más absoluta confianza para tal fin.
Por la parte española, Felipe IV designó como encargado de los preparativos a su Gran Aposentador de Palacio, que no era otro que el pintor Diego de Velázquez, mientras que Luis XIV delegó dicha misión en el capitán de los mosqueteros del rey, el ilustre D’Artagnan, al que más tarde haría famoso Alejandro Dumas.
Seguramente que entre los dos personajes se debieron repartir los distintos aspectos de la organización que requería el encuentro, encargándose Velázquez de la decoración y la etiqueta, en tanto que D’Artagnan se centraba en la seguridad y la organización del evento.
Se construyeron dos puentes idénticos desde las dos orillas del Bidasoa, un pabellón dividido en dos partes exactamente iguales, y una sala de conferencias separada por una línea en el suelo que hacía de frontera, y que no debían traspasar las partes.
Entre el 13 de agosto y el 7 de noviembre de 1659 se produjeron 24 encuentros entre los primeros ministros de ambos países: Luis Méndez de Haro y el Cardenal Mazarino. En esta ronda de conversaciones, en las que las delegaciones se veían las caras sentados en mesas simétricas situadas a ambos lados de la frontera dibujada dentro del salón, se negociaron todos los pormenores de lo que sería el Tratado de los Pirineos.
Por el mismo, España cedía a Francia el Condado de Artois, algunas plazas fuertes en Flandes, Luxemburgo y la región del Rosellón, de tal forma que la cordillera de los Pirineos quedaba fijada como frontera natural definitiva entre ambos estados, mientras que Francia se comprometía a devolver a España el Franco Condado y ciertas posesiones de Italia.
Pero el tema más importante de todos fue la decisión de unir en matrimonio al rey Luis XIV con la infanta María Teresa, hija mayor de Felipe II y heredera al trono español, retratada por Velázquez en su obra las Meninas.
De esta forma se constituía una fuerte alianza entre las dos dinastías, los Austrias y los Borbones, sellada con el compromiso de una dote de 500.000 escudos de oro a favor de Francia, a cambio de que Luis XIV y sus descendientes renunciasen a los derechos sucesorios al trono de España.
Ahora sólo quedaba que los reyes rubricasen el preacuerdo al que habían llegado sus primeros ministros, estampando la firma en el documento, y que Felipe IV entregase la mano de su hija al rey francés. Para ello se citaron unos meses más tarde, en mayo de 1660.
La comitiva francesa llegó puntual a la cita, pero la española se hizo de rogar, llegando con quince días de retraso, tras un viaje de mes y medio desde Madrid.
El 3 de junio tuvo lugar en la Iglesia de Nuestra Señora de la Asunción y del Manzano de Hondarribia la boda por poderes entre María Teresa y Luis XIV, actuando Luis Méndez de Haro en representación del Rey Sol, en una ceremonia íntima y sobria. Enseguida se comunicó tal celebración al monarca francés, que aguardaba en la otra orilla.
Al día siguiente se organizó un encuentro entre la infanta María Teresa y el rey Felipe IV con Ana de Austria, hermana del rey español y madre del rey francés Luis XIV, en el pabellón construido en la Isla de los Faisanes.
Se saludaron emotivamente los familiares, eso sí, sin atravesar la línea que delimitaba la frontera. Y, aprovechando dicho encuentro, se asomó a la puerta el rey Luis XIV, tratando de pasar desapercibido. Tenía ganas de comprobar si el retrato que le habían facilitado de la heredera española se correspondía con el natural.
Parece que el monarca quedó horrorizado con el traje y el peinado de María Teresa, pero no con el resto del conjunto, así que determinó que su matrimonio no iba a representar una carga muy pesada de llevar, sino que, muy al contrario, María Teresa mostraba aptitudes suficientes para conseguir que se olvidase de su amante parisina, Maria Mancini.
La infanta se percató de su presencia, y también le reconoció por los retratos que le habían facilitado, a pesar de que él se había presentado de incógnito. Tampoco le disgustó a María Teresa el sacrificio que debía hacer por su país.
Así que el 6 de junio ambos séquitos se reunieron en el salón de la isla, luciendo sus mejores galas y rivalizando en trajes y complementos, y los dos monarcas rubricaron el Tratado de los Pirineos, formalizando así el acuerdo de paz, alianza y amistad entre las dos familias y los dos países. Eso sí, sin que ninguno de ellos traspasase la línea fronteriza, excepto la infanta, que la cruzó para reunirse con su esposo un día más tarde.
Los responsables del acontecimiento cumplieron fenomenalmente con su cometido. D’Artagnan consiguió que no hubiera ningún tipo de incidente durante la celebración del mismo, y Velázquez pintó un extraordinario lienzo con todo lujo de detalles sobre dicho episodio histórico, aunque la preparación del evento le ocasionó tal agotamiento que fallecería poco después de regresar a Madrid.
El 9 de junio tendría lugar la boda religiosa, en la iglesia de San Juan Bautista, en la ciudad francesa de San Juan de Luz, entre la infanta María Teresa de Austria y el Rey Sol. En cuanto a la dote, Felipe IV no llegaría nunca a pagarla, motivo por el cual años más tarde los Borbones reclamarían sus derechos sobre el reino español.
Y por lo que se refiere a la Isla de los Faisanes, recuperaría definitivamente su habitual tranquilidad, aunque seguiría sirviendo de forma esporádica como lugar de intercambio de rehenes y mercancías entre ambos países. No en vano, su nombre no proviene del hermoso pájaro, sino de una incorrecta traducción de la expresión francesa ‘l’île des faisants’ (la isla de los negociadores).
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