Revista Cultura y Ocio
Acabo de hacerme con un libro del que nunca había oído hablar, pero que me enamoró desde el título: Historia del diablo. Siglos XII - XX, de Robert Muchembled. Como es una adquisición reciente, no he tenido tiempo de leerlo, pero ya lo he hojeado, y promete. Por ejemplo, hoy más temprano estaba echando un vistazo a sus páginas cuando de pronto me he topado con una frase extraordinaria, agudísima... que deslumbra, precisamente, por ser tan clara, sencilla y obvia: "El diablo es siempre un producto de su tiempo". Aprovecharé, pues, que aún tengo esta lectura como pendiente para dar un par de vueltas a esta sentencia, como quien va preparando el terreno. Siempre me ha fascinado todo lo que se relaciona al demonio y sus allegados (el Infierno, los gnósticos, las visiones, la alquimia, la nigromancia...). Desde mis años más oscuros, cuando todavía me enorgullecía (¡me enorgullecía!) de ser cristiano, y más lejos aún, desde mi más tierna infancia, todo lo que tuviera que ver con el asunto me atraía enseguida, con una sensación que, ahora no me cuesta nada reconocerlo, tenía (y tiene) mucho de morbo. Interés intelectual también, claro, pero eso es una novedad: cuando, con ocho años, sabía que mi libro favorito era el Apocalipsis de San Juan, no había interés analítico, científico, filosófico ni teológico alguno. En cambio, me fascinaban esos paisajes oscuros, grotescos, tan parecidos a lo que después encontraría en los cuadros de El Bosco. Los niños no piensan en escribir libros. Ahora, que sí había algo que me acuciaba, que me quemaba las entrañas y me producía no malestar, sino una profunda preocupación, un dolor agudo, y que yo encontraba en cada una de las páginas a lo largo de las cuales San Juan relata su visión del fin de los tiempos: el problema del Mal, la posibilidad de la salvación, la condena del mundo. ¿De verdad estaban ya escritos los nombres de los condenados en los libros? ¿No debía preocuparme de que mi destino pudiera ser el destierro en la Segunda Muerte? ¿Qué podía hacer yo? El problema del diablo, en los tiempos antiguos, estaba directamente relacionado con el problema del Mal. Claro que, en aquellos tiempos, Bien y Mal todavía se escribían exclusivamente así, con mayúsculas, y sus definiciones correspondían a una ley absoluta, dada por un libro que recopilaba los libros sagrados, que supuestamente inspiró una paloma, y que encierra, entre todas sus santas contradicciones, el sentido de la vida y de la muerte. Pero corrían otros tiempos, y hoy por hoy las cosas han cambiado mucho. De hecho, empezaron a cambiar con la Ilustración, cuando los pensadores post-cartesianos de Francia decidieron que ya estaba bien de cuentos, y que era hora de limpiar un poco de supersticiones al mundo. El demonio, sin embargo, no es tan fácil de matar, y sabe más por viejo que por diablo. Francia misma sería el escenario en el que decidiría montar algunas de sus más extraordinarias representaciones, empezando por los años de Terror que siguieron a la Revolución, pasando por los pensadores libertinos al estilo Marqués de Sade o Restif de la Bretonne, y de allí hasta llegar a casos tan ambiguos y excéntricos como el de un Baudelaire, que lo celebraba con una cruz en el pecho y una pipa de opio entre los labios, sonriente. Mientras tanto, en Alemania, Satanás tomaba un nombre nuevo, Mefistófeles, y nos sonreía y gastaba bromas desde las páginas de Goethe. Entre el siglo XX y lo poco que vamos malviviendo del XXI, creo que el diablo se ha convertido ya en algo distinto: en una manifestación de nuestros propios fantasmas. Eso, creo yo, es lo que pensaba Faulkner cuando decía que el artista es un ser guiado por demonios. Ahora que el Bien y el Mal ya no llevan puestas las mayúsculas, sentimos la amenaza de las minúsculas, las que sentimos cerca, pero que no podemos ver claramente, porque no tienen contornos definidos y absolutos, ni Ley que nos diga hacia dónde volver la cabeza. El hombre, en su soledad, bajo ese cielo vacío y silencioso, tiene que aprender ya no sólo que el Infierno son los otros, como decía Sartre, sino que está en todos lados: en las calles, en la soledad de una habitación vacía, en los espejos, en la oscuridad que queda cuando uno cierra los párpados, detrás de cada palabra. "Un estado del alma", lo llamó Juan Pablo II en el Concilio Vaticano Segundo; yo prefiero llamarlo "uno de tantos gajes del oficio de andar vivo". El diablo, pues, visto a la luz del correr de los años... y un poco apresuradamente, dicho sea de paso. Ahora, queda la duda: ¿y qué si se trata de una presencia corpórea, como nos lo aseguran la tradición y las películas? Francamente, no lo sé. En todo caso, yo lo invitaría a tomar unas cervezas.