“Confesad y seréis colgado”
Christopher Marlowe, El judío de Malta
Uno de los motivos básicos para convertirse en un impostor, es decir, para falsear la propia identidad social, es el de ocultar una falta previa. Dejaremos en este escrito de lado otros importantes motivos, como los de ganar dinero o prestigio, para ocuparnos sólo del afán de ocultar un crimen o transgresión anteriores.
La relación entre crimen y mancha es muy estrecha: si hemos realizado una acción que los demás juzgan ilícita, inapropiada o pecaminosa, corremos al punto el peligro de vernos humillados o castigados por el grupo. El individuo contrae entonces una mancha producida por el crimen que acaba de cometer.
A fin de dotar a mis consideraciones de una mayor claridad, utilizaré en adelante la palabra ‘crimen’ en un sentido extramoral, como aquel acto o hábito que la sociedad, con razón o sin ella, entiende peligroso para su seguridad. Pensemos en la definición que ofrece el derecho romano de las crimina como acciones que ponían en peligro la convivencia. La justicia de tal atribución aquí no nos afecta; bástenos con saber que el crimen, al igual que el delito (al modo en que crime retiene en la lengua inglesa el significado latino de “delito”), implica la creencia general de que la acción o el hábito transgrede alguna norma y, por ello, merece castigo. El antropólogo Ashley Montagu nos será aquí de utilidad:
“Un crimen es lo que la sociedad escoge definir como tal. Algo que puede ser considerado un crimen en una sociedad puede no serlo en otra. Y crímenes que en una sociedad tienen una gravedad mayor que en otra, en otras sociedades pueden ser equivalentes. En ese sentido, en la Alemania del siglo XVIII se consideraban crímenes equivalentes el adulterio, la homosexualidad, el incesto, el concubinato, la poligamia y la sodomía. Pero sea lo que sea lo que una sociedad pueda o no considerar como un crimen, todas las sociedades definen al crimen como un acto cometido en violación de una ley prohibitiva o de un acto omitido en violación de una ley prescriptiva. De ahí que sea la sociedad la que define al criminal y no el criminal quien se define a sí mismo”.
En efecto, tanto el crimen como el pecado o el delito pueden, desde el punto de vista sociológico, ser casi cualquier cosa. La definición de crimen en un buen diccionario de ciencias normativas sólo nos podrá remitir a su rastro funcional, nunca dispensar un contenido material, el cual cambia de una cultura a otra. En ciertos lugares el delincuente será el maltratador de su esposa, pero en otros será la mujer en vez de aquel: Anastasia Nzé, funcionaria y esposa del Gobernador Civil de una provincia de Guinea, fue apedreada en público hace unos años por haber puesto una demanda de divorcio contra su marido, que le había infligido malos tratos. Anastasia resultó legítimamente golpeada según la norma inmemorial de su etnia. Buena esposa mientras mantuvo silencio, se convirtió en desvergonzada al repudiar a su cónyuge en una sociedad donde el repudio es prerrogativa masculina. En tal sentido, cualquier excepción de la norma corre el riesgo de dar en anormalidad culpable. John Stuart Mill advirtió bien esta proclividad al crimen de la acción espontánea: “Pero el hombre, y aún más la mujer, que puede ser acusado de hacer ‘lo que no hace nadie’, o bien de no hacer ‘lo que hace todo el mundo’ es el blanco de un comentario tan denigrante como si hubiera cometido un acto moralmente perverso”.
La necesidad de ocultarse del penetrante ojo social una vez el sujeto transgrede ciertas normas resulta muy clara en el asesinato, uno de los crímenes más graves. En Markheim, Stevenson describe la sensación que experimenta el asesino sentado junto al cuerpo de la víctima: “Las sólidas paredes podían volverse transparentes y revelar sus acciones como las colmenas de cristal revelan las de las abejas”. La transparencia es el primer peligro que acecha al homicida. En Crimen y castigo, Raskolnikov se convierte en fugitivo no bien mata a las dos ancianas, momento a partir del cual será un simulador haciéndose pasar por quien no cometió el crimen. Cuando alguien lo mira por la calle, siente que lo están reconociendo como autor de la espantosa acción. Pronto huirá de la policía como de la verdad. La mancha de su crimen se extiende como una grieta en el cemento del muro cuando se ve empujado a mentir a los más próximos para terminar convirtiéndose en su propio confesor. Ese momento de soledad absoluta en que cualquier amigo podría convertirse en delator ejerce una atroz presión sobre su conciencia. El juez de instrucción Petrovic le pronostica que el asesino terminará por entregarse, como así sucede al final. Ello significa: como en la prueba lógica de la reducción al absurdo, toda hipótesis falsa acaba por destacarse, al modo de una mancha, del conjunto de blancas verdades que conforman la estructura enunciativa. En ese mismo momento, la falsedad será descubierta por contraste. El crimen puede encubrirse durante más o menos tiempo, pero nunca sepultarse para siempre.
Ralph Waldo Emerson, poniéndose también de parte del grupo esta vez desde un optimismo antropológico, ha descrito la parte positiva de la mancha escandalosa que deja el crimen, y de cómo aquella lleva a la mentira, y esta al aislamiento: “No existe la ocultación. Comete un delito, y la tierra se hará de cristal. Comete un crimen, y será como si una capa de nieve cayera sobre el firme, tal como se revela en los bosques invernales la huella de cada perdiz y cada zorro y cada ardilla y cada topo. No puedes retirar la palabra dicha, no puedes borrar la huella...”.
La mancha individual, sea producto de una acción delictiva, egoísta o simplemente expresiva, lleva de forma cuasiautomática al engaño y al secreto. Los criminales de guerra han de vivir ocultos en países lejanos con nombre falso como impostores, pero hasta los rateros más modestos tienden a hacerse con un alias; como escribió Samuel Johnson, lo que obliga al delincuente a cambiar de nombre es el peligro de ser quien es. Allí donde hay un secreto, hubo antes una falta a las exigencias de la moral común, relación de causa a efecto que viene a indicar el dicho inglés Wherever there is a secret there must be something wrong (donde hay un secreto, algo debe de andar mal).
Pondremos para ilustrar la necesidad de la impostura a partir del escándalo de la mancha, un caso relatado por Soljenitsin: el del socialdemócrata ruso Anatoli Fastenko, quien, tras fugarse de las cárceles zaristas en 1906, consiguió huir del país gracias a un pasaporte falso y a una identidad inventada, la de un tal Makarov. Al llegar por tren a la frontera austriaca, Fastenko hubo de entregar el pasaporte a la policía para que lo examinara, junto a los de otros cuarenta pasajeros. Cuando, una vez revisados los pasaportes, un funcionario empezó a repartirlos gritando el nombre del propietario respectivo, Fastenko se dio cuenta de que había olvidado su falso nombre, Makarov. Ante el peligro de que lo descubrieran y lo devolvieran a Rusia, el impostor hubo de pensar rápido. Ideó entonces una treta, la de hacerse el dormido, que le terminaría valiendo la libertad: “Oyó cómo repartieron todos los pasaportes, cómo varias veces dieron el nombre de Makarov, pero aún no estaba seguro de que era él. Por fin, aquel dragón del régimen imperial se inclinó sobre él y le tocó con educación en el hombro: ‘Señor Makarov, tenga, por favor, su pasaporte’”. La mancha de la individualidad delictiva no sólo se limpia haciéndose pasar por otro, sino también por cualquiera, en especial cuando ese cualquiera termina transfigurándose en el dueño del único pasaporte no reclamado.
La estrategia de omitirse en el anonimato procede de esta relación necesaria entre falta del individuo y señalamiento del grupo.
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Toda mancha moral constituye una señal para los otros. Ahora bien, para que el delito sea castigado es preciso que el grupo identifique esa mancha. Tras lo cual llegará el señalamiento, es decir, la acusación: ya en el sumerio Código de Hammurabi la acción física de señalar a alguien con el dedo es el término correlativo para nuestra acusación y representa la incoación del proceso moral o jurídico.
De ahí la urgencia de señalar al sospechoso. Quizá el propio infractor incurra en una acción fallida que lo traicione. Quizá termine confesando su culpa. Quizá otros lo descubran y luego lo delaten. Considerada ex parte post, la mácula obedece a una marca de la pieza de caza (el “dar caza al delincuente” de la jerga policial). Encontramos el ligamen semántico entre mancha y señal en el francés tache, el castellano tacha o el catalán taca (mancha), procedente del latín vulgar tacca, a su vez este del germánico takke (señal): una vida sin tacha (une vie sans tache) es una vida impecable o sin mancha que señalar.
Que la falsedad y la impostura proceden en este ámbito del déficit delatado por la mancha se ve bien en la etimología latina de ‘mentira’: tanto mendacium (‘mentira’) como mendax (‘mentiroso’) provienen del sustantivo mendum, que significa error o errata, también defecto físico, de donde mendosum: “lleno de faltas o defectos”, y mendose: “defectuosamente”. En castellano, el Diccionario de Autoridades (s. XVIII) recoge ese significado: “Mentira. Se llama también la errata o equivocación que se hace en los escritos, o en lo impreso”. Enmendar una errata, pues, no difiere tanto de corregir una conducta desaconsejable, y de ahí el propósito de enmienda.
Uno de los pasajes más lúcidos del arte narrativo de Dickens nos muestra a un anciano a quien acaban de robar su pañuelo en plena calle. Al volverse y ver corriendo a Oliver Twist, lo juzga equivocadamente responsable del hurto. No bien el anciano grita “¡Al ladrón!”, los ojos de los transeúntes se alzan como atraídos por el campo de fuerza de un imán y sus piernas emprenden una inesperada persecución en pos del muchacho. Pero no sólo persiguen a Oliver los ciudadanos anónimos, sino los mismos ladrones, que ven en su incorporación al grupo la forma más eficaz de pasar desapercibidos y se transforman entonces en unos impostores de la normalidad social persiguiendo al supuesto infractor: “Tan pronto como oyeron las voces y vieron correr a Oliver, comprendieron muy bien lo que sucedía, y salieron con presteza, gritando también: ‘¡Al ladrón!’, y uniéndose en la persecución como buenos ciudadanos”. Un tendero deja su mostrador y sale en pos del muchacho, también el lechero deja a un lado su cántara, el panadero su cesta y el mandadero sus paquetes… “Corren todos en tropel, sin orden ni concierto [...] ¡Al ladrón, al ladrón! Cien voces recogen el mismo grito y crece cada vez más el tumulto”. Este señalamiento colectivo del transgresor, como si fuera una oscura mancha en la blanca pared comunitaria, y la furia subsiguiente desencadenada en la caza, así como la alegre incorporación de cada cual al grupo perseguidor, desempeña un papel determinante en la conciencia de lo colectivo. Cuando el ratero antes oculto en el seno de la incolora mayoría se singulariza y queda marcado ante sus ojos (¡Al ladrón!), la mayoría se transforma en un grupo que acorrala al señalado. “Hay siempre en el alma humana”, afirma Dickens, “una pasión por ir a la caza de algo”.
La función del castigo en grupo (dar palizas, torturar, linchar…) parece vincularse a elementos rituales que refuerzan los lazos internos al propio grupo, aunque este cristalice en un momento dado entre perfectos desconocidos. Es lo que Elias Canetti denomina una “muta de caza”; un pequeño número de hombres excitados que experimenta un poderoso sentimiento de unidad de grupo acorde con sus movimientos de cercar y dar alcance al transgresor que pretende castigar o al animal que desea abatir. La acción de acusar a alguien (de “marcarlo” al señalar su mancha) resulta determinante en el devenir de la jauría humana y ejerce una gran influencia en la conducta de la propia presa. Cuando el sujeto de una acción punible se ve señalado por el dedo de la moral común, al punto se estremece. El yo experimenta la sensación de verse sorprendido con el mismo temblor que experimenta la presa un instante antes de ser cazada. En su capítulo de El ser y la nada sobre la existencia del prójimo, Sartre escribe sobre quien se siente de pronto observado: “Lo que capto inmediatamente cuando oigo crujir las ramas tras de mí no es que hay alguien, sino que soy vulnerable, que tengo un cuerpo susceptible de ser herido, que ocupo un lugar y que no puedo en ningún caso evadirme del espacio en el que estoy sin defensa; en suma, que soy visto”.
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Cuando el sujeto siente que su crimen deja una mancha indeleble en la blancura del lienzo colectivo; cuando sabe que ha cometido una grave falta a ojos de los demás y quiere escapar al castigo subsiguiente, entonces sólo le queda ocultarse y disimular la marca del señalamiento.
Tal es la importancia de esta mentira defensiva que constituye el principal motivo que impulsa a un niño a fingir aun antes de haber aprendido a hablar: “Un chiquillo miente a su manera al dejar de jugar con el bolso de su madre cuando ella vuelve a la habitación. Cuando un niño rompe algo, es siempre culpa del hermano, de la hermana o del gato. El niño miente para evitar que se le considere desobediente, incluso malo. Miente para que no dejen de quererle. Miente porque está ansioso de ser aceptado por los que quiere. Cuando no aceptamos sus errores, le obligamos a camuflarlos. Entonces los considera como defectos que tiene que ocultar. Miente para no mostrarlos y para evitar ser castigado”. Y también miente, ya antes de la pubertad, cuando sabe que los demás se burlarán de él si revela un problema familiar.
Asimismo la sociedad adulta promueve la impostura al juzgar ciertas características personales como defectos y tratar estos como estigmas de la persona: pensemos en el hecho de haber sido internado en un manicomio, un presidio o un orfanato. El estigma que ocasiona tal experiencia ya resulta perceptible en el hecho de que las palabras que los nombraban han sido sustituidas por otras más políticamente correctas: ‘clínicas de salud mental’, ‘instituciones penitenciarias’ o ‘centros de acogida infantil’.
La necesidad de secreto puede originarse sin delito ni falta ni deformación física alguna, sino en la simple ruptura de la tradición, de manera que defender la verdad puede también comportar un estigma en toda regla, como bien muestra el hecho de que Charles Darwin admitiera en su autobiografía que cuando consiguió demostrar el poder explicativo de la evolución de las especies no se sintió victorioso, sino por el contrario, “como un asesino”. Que la idea más fértil de la historia de la ciencia evoque en su creador el sentimiento de ser un criminal resulta quizá la mejor ilustración, en línea con la nómina de sabios y científicos condenados por herejía a lo largo de la historia de la Iglesia, de que el sentimiento de culpa constituye la cara interna de la acusación normativa y un reflejo de la moral social. La subsiguiente apelación al secreto de una verdad vergonzosa la dio la esposa del obispo de Worcester. Cuando este le contó a su esposa que el biólogo T. H. Huxley había declarado en público que el hombre descendía de los chimpancés, la señora exclamó: “¡Desciende de los chimpancés! Querido: Esperemos que no sea verdad; pero, si lo es, esperemos que no lo llegue a saber nadie más”.
Del mismo modo, también la conducta individual que compromete los intereses familiares se ha guardado casi siempre en secreto, y en punto a amores prohibidos rige el principio Qui non celat amore non potest (quien no oculta no puede amar), desplegado en la época feudal por las reglas del amor cortés:
Una de las primeras reglas del juego amoroso era la obligación de la discreción y el secreto. Los amantes debían disimular, retirarse ambos [...] en medio del tropel de familiares, como una célula más privada [...] Cuando, vueltos a la razón, Tristán e Iseo preguntan al ermitaño Ogrin cómo reintroducirse en las ordenanzas sociales, éste les aconseja ante todo que se purifiquen por la contrición [...] y luego, cuando se hallen de regreso en la corte, que disimulen, simplemente: “Para borrar el deshonor y el mal encubrir, preciso es un poco y bien mentir”. Y, en adelante, la mentira. [...] Así lo prescribe en su tratado Andrés el Capellán: “Quien quiera conservar su amor por largo tiempo intacto, velará ante todo porque no llegue a oídos de nadie, y deberá mantenerlo oculto a los ojos de todos”. Por ello, “los amantes no han de dirigirse mutuamente signo alguno salvo si están seguros de hallarse al abrigo de cualquier trampa”.
El amor contrario a las reglas y conveniencias sólo prospera en secreto. De ahí que la ética japonesa del samurai establecida por el Hagakure Kikigaki en el siglo XVIII prescriba el amor secreto como forma última y perfecta del amor: “Consumirse de amor durante la vida, morir de amor sin haber pronunciado el nombre amado: ese es el verdadero amor”.
Cada vez que una ley o una regla se oponga a una fuerte tendencia humana, y no sólo al amor, sus afectados buscarán una salida mediante el disimulo o el engaño. Cuando un país admite la entrada de trabajadores, pero no de sus familias, se está sirviendo en bandeja una invitación al fraude y la impostura, como ocurrió en Estados Unidos con la Ley Nacional del Origen de 1924, la cual prohibía entrar en el país a las esposas de los inmigrantes chinos: “Se permitía la entrada de los maridos”, relata Evelin Sullivan, “porque significaba mano de obra barata; pero las autoridades sabían qué sucedería si se permitía a sus mujeres reunirse con ellos: niños amarillos. Como respuesta, los inmigrantes chinos compraban documentación falsa. Las esposas se reunían con sus maridos haciéndose pasar por sus hermanas y ambos, incluidos los niños que tuvieran, aprenderían a vivir con el secreto, mintiendo para que las autoridades no les descubrieran”. En la España de los últimos años, la falsificación de documentación y otras triquiñuelas legales (matrimonios de conveniencia destinados a la legalización del extranjero sin papeles, contratos de trabajo fraudulentos o recibos falsos de alquiler) han aflorado de forma tan natural como abundante ante una legislación restrictiva.
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Los impostores no son sólo los demás, especialmente en los casos más extremos de falsa identidad, sino, hasta cierto punto, también cada uno de nosotros. Pues el secreto sobre uno mismo forma parte de la estructura de la administración de la identidad personal que toda sociedad ha producido, de una u otra forma, ante la necesidad de ocultar la parte más desacreditable de nuestro pasado.
El secreto no siempre permanece bajo control consciente. El sujeto puede olvidar la causa de su desazón debido al carácter personal del trauma y su posterior ocultamiento: una niña sometida a abusos sexuales puede olvidarlos durante largo tiempo para venir a recordarlos bruscamente, ya adulta, con ocasión de unas imágenes que lo evocan; confesarlo a las personas cercanas, incluyendo el marido o la madre que todavía vive, o guardárselo para siempre es el dilema que entonces debe afrontar. Sobre la base quizá errónea de que ella fue responsable de lo sucedido, la mujer experimenta el recuerdo como inconfesable. Tales sentimientos de culpa prolongan el daño causado por el abuso sexual con el pesar del secreto vergonzoso.
El disimulo permanente de aspectos básicos de la personalidad difícilmente puede saldarse sin pérdida. En líneas generales, una intimidad demasiado onerosa para ser compartida constituye un tormento que reaparece de forma intermitente en la conciencia causando un dolor difícil de sobrellevar. Debido al peso insoportable del secreto absoluto, se producen dos fenómenos concomitantes: el de la transferencia del secreto a un amigo o conocido que no deseaba participar en él, y el de la transferencia del secreto a un perfecto desconocido. Por el primero, el dueño del secreto anuncia con las palabras “Guárdame el secreto” o “Hay algo que nunca he contado a nadie” que se dispone a confesar al conocido una intimidad más o menos comprometedora. Con ello no solo calma su conciencia, sino que también convierte al conocido en cómplice en caso de que el secreto oculte algún delito. Asimismo los regímenes de opresión y las agrupaciones criminales incorporan a los neófitos haciéndoles cómplices de una violencia cuyo secreto les une a partir de ese momento: un asesinato o una violación en común unirá para siempre bajo un pacto de silencio tanto en un cuerpo de policía torturador como en una banda paramilitar.
El segundo fenómeno es el de la transferencia del secreto a un desconocido. Pasajeros que coinciden por primera vez en el compartimiento de un tren o internautas que chatean casualmente bajo seudónimo en la Red cuentan a absolutos desconocidos aspectos delicados de su vida que jamás revelarían a sus allegados. Hacen del oyente casual una especie de efímero, pero eficaz contrafuerte del secreto pesaroso. Esta camaradería súbita tan frecuente viene promovida por instituciones de encuentro entre desconocidos como el pub inglés tradicional. Así ha descrito sus relaciones internas un aficionado de otros tiempos: “A pesar de ser camaradas, ninguno de nosotros sabía nada de la vida de los demás. Nos conocíamos sólo por sobrenombres, y únicamente cada cual sabía a dónde iba tras despedirse por la noche. Nos reuníamos sólo para poder mostrarnos tal cual éramos, durante un rato; para despojarnos de las capas que, por necesidad, habíamos de adoptar en medio de la sociedad civilizada; para hablar de cosas del día; a veces para ser muy groseros unos con otros; y por un rato a todos nos iluminaba la luz fascinante de la individualidad humana”. La frecuente actitud que lleva a contar secretos a los extraños revela una necesidad de escape, como señala el psicólogo James W. Pennebaker resumiendo su experiencia como terapeuta: “Gran cantidad de personas escriben en diarios y cartas sobre sus pensamientos y sentimientos más profundos, pero no revelan a sus amigos más cercanos, aquellos con los que tienen un trato diario, su faceta más cercana. Es frecuente que la gente revele aspectos íntimos de sí mismos en aviones, autobuses y trenes a completos desconocidos”. Pennebaker sugiere que estas conductas encuentran su explicación en la autodefensa orgánica:
Guardarse o inhibir deliberadamente nuestros pensamientos y sentimientos puede constituir una ardua empresa. Según pasa el tiempo, la inhibición va minando de manera gradual las defensas del organismo y, como otros factores que producen estrés, puede afectar a la función inmunológica, a la actividad del corazón y a los sistemas vasculares, incluso al funcionamiento bioquímico del cerebro y al sistema nervioso. [...] La confesión, ya sea escrita o hablada, puede neutralizar muchos de los problemas de la inhibición. Más aún, el escribir o hablar sobre hechos que nos inquietan puede influir en nuestros valores básicos, nuestros patrones diarios de pensamiento, y nuestros sentimientos acerca de nosotros mismos. Resumiendo, parece que existe algo parecido a un impulso a la confesión.
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La impostura se asocia, por último, con el chantaje y la delación. Ambas posibilidades surgen cuando un desconocido averigua por cuenta propia la mancha largamente ocultada por el infractor, antes de que esta haya pasado al dominio público. Y resulta muy difícil que a lo largo de toda una vida nadie descubra ciertos secretos. En la trigésimoquinta de sus Máximas capitales Epicuro advierte respecto a la relación entre secreto prolongado y miedo permanente: “El que de una manera secreta infringe algo [...] no debe creer que pasará desapercibido, ni aunque de momento pase desapercibido diez mil veces. Pues hasta el final no se sabe si logrará pasar desapercibido definitivamente”. Quien oculta un secreto comprometedor teme verse descubierto y luego castigado. Uno de los ámbitos de experiencia en que persiste en el sujeto ese temor a la invasión de su yo más íntimo es el de la revelación inconsciente de secretos. La reserva teme traicionarse a sí misma en los estados febriles o bajo el efecto del alcohol o las drogas, pero también al soñar en voz alta, al modo en que Goethe experimentaba verdadero miedo a revelarse en sueños, tal como cuenta su biógrafo Marcel Brion: tras una noche de enfermedad en que había sido velado por el joven Heinrich Voss, inquirió a este con voz ansiosa lo que había podido decir durmiendo. Voss cuenta en una carta haber visto tanta zozobra en lo ojos de Goethe que, aun cuando este hubiese hablado en sueños -cosa que no hizo-, lo habría negado para evitarle mayor inquietud.
La relajación de la censura consciente durante el sueño explica la creencia popular según la cual una mujer puede descubrir la infidelidad o los simples devaneos de su marido si aguarda a que este caiga en un sueño profundo. Se dice que, tomando entonces su dedo corazón, podrá averiguar el caso que la inquieta preguntándole al oído. El marido responderá con toda veracidad y luego, al despertar, habrá olvidado lo que dijo.
Por ese miedo al desvelamiento, el infractor y el delincuente resultan susceptibles de chantaje o delación. El chantajista o delator ha de ser el único que conozca la mancha del sujeto. La fuerza del primero reside en la amenaza de darla a conocer a los demás; la del segundo, en contar lo que sabe sin el aviso de la amenaza. Pues todo chantaje y delación nace de una norma (legal o moral) transgredida por un individuo que al punto se convierte en vulnerable. Quien no puede ocultar sus rasgos desacreditables, deberá someterse al rigor impuesto por la mayoría. Quien consigue ocultarlos deberá vivir a solas con su secreto, pues el aliado a quien decida confiar su verdadera identidad podrá convertirse con el tiempo en su delator o chantajista. De ahí la soledad del delincuente y también del precursor; de ahí el aura heroica que difunden los delincuentes largamente buscados y la imagen criminal que transmiten los precursores largamente incomprendidos.
Miguel Catalán González