La noche en Santo Estevo. Foto: AJR, 2019.
Han sido sólo seis días, pero la intensidad siempre se mide de una forma ajena al reloj y los calendarios. En torno al acontecimiento central que nos traía a la tierra de los antepasados (el enlace de Elena y Carlos) se han anudado otras muchas circunstancias, casi todas ellas encaminadas en la dirección de los afectos que dejan huella y sirven para darle al mundo y a las cosas un significado, si no definitivo y del todo gratificante, sí esclarecedor y lleno de ternura. Toda una luz de íntima claridad en medio de la barahúnda mohosa de los noticiarios y frente al borroso desdén con que a menudo parecen mirarme últimamente, además de algún pariente torpe, las luces del ocaso. Salgo de una tierra que, pese a ser madre de interminables diásporas, no logra salir de su ensimismamiento, tal vez porque no confía en que ahí afuera haya nada digno de verse. Y según me despido de los nuevos guardianes de piedra de Santo Estevo, ya viejos amigos míos, me voy rumiando («remexendo na cachola») si no será esa una lección aún por aprender. Imos indo. ...