Revista Cultura y Ocio
La refutación de los cuatro motivos por los que la vejez puede parecer miserable es a lo que, esencialmente, Cicerón dedica su espléndida De senectude. La única obra latina, según afirman algunos estudiosos, exclusivamente consagrada a los ancianos. Cicerón lo hizo a la manera griega, mediante el Diálogo y se sirvió de la autoridad del gran Catón para exponer sus argumentos.
Pedro Olalla, en su fascinante De senectute politica, también recurre a un modo griego, en este caso al género epistolar. Partiendo del hallazgo de unos versos de Safo, en unos fragmentos de papiro reutilizados para amortajar una momia de Egipto, un Ático del siglo XXI (es decir, el propio autor) remite una misiva al gran pensador latino, con quien mantiene un agudo diálogo.
Pero su epístola no es solo una extraordinaria apología a la vejez, como algunos apuntan, sino que se sirve de ella para mostrarnos la versión degenerada de nuestra actual democracia. Aborda en su libro temas como el de la corrupción política, el de la precariedad bajo la que vive gran parte de la sociedad, el de la necesidad de más cooperación ciudadana, el del servicio que prestan hoy los ancianos, el de la igualdad de género, la urgencia de un cambio de mentalidad y de actitud por parte de los ciudadanos, entre otros muchos temas esenciales.
Pedro Olalla expone su sabio ensayo filosófico consiguiendo que nuestra atención se detenga en cada una de sus noventa páginas, tanto por la lucidez que muestran sus argumentos como por la belleza de su prosa, en la que intercala preciosas leyendas, como la que reproducimos a continuación:
"Por esas esquirlas, como si se tratara de una escena pintada sobre un ánfora rota, conjeturamos que la Aurora se enamoró del apuesto Titono, y que, para poder gozar eternamente de su amor y de su compañía, llegó a rogarle a Zeus que lo hiciera inmortal. El soberano olímpico accedió, y Titono fue dispensado de la muerte, pero no quedó libre del tiempo y la vejez. Así que, año tras año, envejecía al lado de su joven esposa —eternamente joven—, sintiéndose atrapado en un destino extraño y trágico, ajeno a los mortales tanto como a los dioses. Consumido y decrépito, acabó recluyéndose en su lecho, donde continuó menguando, y donde, cada noche, seguía visitándolo la compasiva Aurora, a la que no podía hacer llegar más que un quejido arrancado con esfuerzo de sus abatidas entrañas. Un dios —no sabemos quién fue— se apiadó de él y lo mudó en insecto, en adusta cigarra, que desde entonces gime con desgarro y vive de las gotas de rocío que la Aurora derrama como lágrimas. A esto se añade un autor del tiempo de Nerón —entretejiendo el mito de Titono con el de la Sibila cumana— que aquello que repite con cadencia tenaz la voz de la cigarra (¡Mori…, Mori…, Mori…!) no es otra cosa que una súplica para que su muerte no siga demorándose."
Todo un hallazgo que leí hace meses y que hoy comparto aquí.