Revista Cine
Hubo una época en la que cuando ibas a ver una película el aspecto formal y aparente no era el único aliciente para el espectador: tiempos en los que los efectos especiales estaban al servicio de una trama a contar, sumisos a ella, por increíble que pueda parecer a algunos; y los guiones no se afanaban en exponer de la forma más diáfana posible un mensaje sencillo: los guionistas daban por sentado que el público atendía los diálogos y se contaba con que su inteligencia -la de ambos, público y guión- iba a coincidir y, ocasionalmente, incluso llegaría a ser fuente de una agradable conversación post-visionado.En esa época, no todas las películas eran buenas: las había incluso malísimas y desde luego que muchas otras, vistas con ojos adolescentes, toman un cariz distinto cuando ya las arrugas adornan las frentes supuestamente pensantes y, revisadas con un puntillo de nostalgia, se descubren como productos que ya quisiera uno ver en cine de estreno cada sábado.Michael Winner es un cineasta que sin poseer un talento especial sí ha sabido producir y dirigir bastantes películas que han tenido cierto reconocimiento comercial, la mayoría de ellas con temáticas de corte violento, algunas excesivamente maniqueas, especialmente las que rodó con Charles Bronson.A primeros de la década de los setenta ya existía lo que podríamos denominar el subgénero por excelencia del western, llamado de diversas formas pero todas apuntando al finiquito del género cinematográfico por excelencia que por otra parte sigue vivito y coleando.Dentro de las supuestas constantes del western agónico están la violencia desatada y la complejidad de los caracteres como si fuesen novedades, pero ahí es donde seguramente el apetito de Winner se fijó para decidir producir y dirigir él mismo un guión escrito por Gerald Wilson recreando una trama mil veces vista en películas del oeste pero dotándola de unos detalles que le otorgan profundidad, dureza e inusual tratamiento de las relaciones entre las gentes que viven en tierras duras e inhóspitas.La película, titulada LAWMAN (En nombre de la ley, 1971) gira toda ella alrededor de la figura de Jared Maddox (Burt Lancaster), representante de la ley en el pueblo de Bannock, allá por el lejano oeste.Un buen día, cuando casualmente el sheriff estaba en unas diligencias fuera del pueblo, el ganadero Vincent Bronson (Lee J. Cobb) y sus vaqueros pasan por Bannock celebrando haber hecho un buen negocio con sus vacas y, copa de más y tiro de sobra, organizan un tiroteo ebrio del que resultan cristales rotos, incendios de tiendas y, ailás, una muerte accidental por una bala perdida que un idiota -y no el diablo- cargó en un revólver mal empuñado.Pasados unos meses, Maddox se presenta en el pueblo de Sabbath, donde residen Bronson y sus vaqueros.Seguro que el amable y asiduo lector recordará cómo nos detuvimos a contemplar el principio de The Tin Star, la estupenda película de Anthony Mann que ya comentamos entre todos hace muy poco: pues bien, Winner rinde un clarísimo homenaje a ese western clásico en su inicio: Maddox llega hasta la oficina del sheriff de Sabbath cargando un muerto a lomos de otra cabagaldura, y ese muerto es conocido por todo el pueblo, pero el sheriff no es ningún novato: es el veterano Cotton Ryan (Robert Ryan) que cuando lee la lista que Maddox trae consigo, advierte que va a haber problemas.Maddox pretende llevarse consigo a Bannock a Bronson y todos sus vaqueros para presentarlos ante el Juez. Lo malo es que Sabbath es casi que propiedad en exclusiva de Bronson y todos, incluido el sheriff Ryan, cobran su sueldo del bolsillo del hacendado ganadero que vive en su apartado rancho.Este planteamiento de la trama, presentado escuetamente en los primeros minutos de la película, casi junto con sus títulos de crédito, podría dar lugar a una de tiros y peleas con acción a raudales, buenos y malos, maniqueísmo barato y ruido en colores.Pues no: sin renunciar a los tópicos formales del género, los diálogos enriquecen la historia que se nos presenta y lo hacen sin tomar partido por nadie, adoptando una lejanía ideológica que es de agradecer por estimulante: hay unos hechos que hemos visto antes de los títulos de crédito y sabemos que esos vaqueros han delinquido pero no podemos empatizar totalmente con los modos de Maddox por mucho que esté al servicio de la ley: diríamos que se emplea demasiado a fondo: se excede: mucho.Los tres personajes principales son descritos de forma breve y concisa pero no a grandes trazos: detalles de su carácter van apareciendo dispersos entre los diálogos secos, rudos, cortantes. Alguna escena incide en nuestra atención ofreciendo claridad en el camino a la comprensión del personaje: así, cuando Bronson (estupendo Lee J. Cobb) le explica al joven Crowe el resumen de su vida ante la tumba de sus amigos y parientes, termina asegurándole que se malfíe de quienes le digan que los apaches son mala gente: luchó contra ellos, les robó las tierras, pero, al fin, les respeta: a su edad, ya sólo quiere paz: está harto de luchar.A su servicio, Ryan ofrece el tipo de pistolero que por fin ha encontrado un pueblo tranquilo y prefiere lidiar con argumentos, ya que ha logrado sobrevivir. Le toman por cobarde, pero no le importa: ha alcanzado su sabiduría, la que le mantiene vivo. Su placa de sheriff le hace colega de Maddox: pistoleros al fin y al cabo, armas letales al servicio de una ley impuesta por el que manda: la mirada de Ryan (fantástica la composición de Robert Ryan) reconociendo en Maddox el peligro que él mismo representó hace años y sin sentir nostalgia del pasado es más que elocuente.Maddox es de una pieza: o lo parece; pero le sobra crueldad y le falta piedad. Sus actos al servicio de la ley llegan a repugnar. No es, desde luego, ningún héroe; tampoco un villano. Sabe que la comunidad entera de Sabbath está contra él y sus designios: por eso acude a la iglesia, a preguntar al pastor: sabe que es el único que no mentirá. No dudará en matar de la peor forma, pero tampoco vacilará en perdonar una vida joven y atrevida con una advertencia:"tú eres un vaquero que lleva una pistola para matar serpientes y yo llevo la pistola para matar hombres: no importa quien sea más rápido: yo te mataré". Es de una pieza, pero con muchas aristas.A poco que uno se fije, esta película del artesano Winner bebe fuentes clásicas y también ha servido a algún otro un poco más moderno que, seguro, la paladeó en su momento.Para muchos puede ser una sorpresa hallarse ante un western casi desconocido, que no brilla en los anales cinematográficos ni listas de lo más ni anaqueles de premios y comprobar que, oído al parche, esas gentes que pueblan la pantalla ni son de una pieza ni lo pretenden y decidirse desde un rasero ético moral a cualificar a alguno es una hazaña que no puede despacharse en un minuto ni mucho menos.Es muy cierto que el guión podría haber sido un poco más amplio y que su brevedad por momentos queda en cortedad, pero ello sin duda se debe a razones economicistas: no olvidemos que la figura del productor coincide con la del director y que buena parte del exiguo presupuesto se lo llevaría un enorme Burt Lancaster que borda el papel ofreciendo un Maddox vacío de cualquier sentimiento, fija la mirada en el cumplimiento de su tarea legal.Winner se dedica a rodar con total economía de medios visuales, sin florituras si exceptuamos la moda del zoom, con vigor y sequedad acorde con la violencia que por momentos se desata: violencia que él sabe remarcar y resaltar acertadamente pues el contacto físico apenas tiene lugar; acciones en las que la mirada fulmina almas y las balas corazones; hay más violencia en la mirada que humo en el cañón del revólver mortal.En poco más de hora y media, Michael Winner desgrana una historia que, acabada, ofrece la posibilidad de entablar una buena conversación ya que no tan sólo existe complejidad en los personajes principales: varios de los secundarios están también muy bien apuntados en sus caracteres por el guión de Wilson, al que, por faltarle, lo que le faltan son diálogos un poco más extensos pero no, desde luego, buenas ideas a exponer, porque en la palestra deja unas cuantas.No es pues esta película únicamente un western de sesión doble, que es como yo la conocía hace años: es un plato a degustar con calma y el oído muy atento.