Revista Opinión
El 11 de septiembre de 2001 se ejecutó en EEUU un autogolpe de Estado dirigido y fraguado desde Wall Street, que fue llevado a cabo con la complicidad de los sectores más reaccionarios de la política norteamericana y los servicios secretos de ese país.
El golpe respondía a la estrategia diseñada a principios de los años noventa por Karl Rove, el principal ideólogo neocon. Mientras trabajaba en la Administración de George Bush padre, Rove recibió el encargo de plasmar un proyecto de dominación global del mundo que asegurara la hegemonía norteamericana para una centuria. Karl Rove tomó como referencia al Imperio Romano: "Los EEUU son el Imperio Romano contemporáneo", escribió, y dibujó una política militar que asegurara a EEUU el control del petróleo y las materias primas. En ese contexto, EEUU debía estar preparado para afrontar conflictos bélicos hasta en tres escenarios simultáneos (lo que suponía un monstruoso crecimiento del gasto militar, que obviamente sería detraído de otras áreas del presupuesto público, significativamente de las políticas sociales). Controlar los recursos energéticos del mundo en resumen, equivalía al previo control militar norteamericano de amplias zonas geoestratégicas, empezando por Oriente Próximo y países claves en Asia central.
Pero antes se necesitaba crear consenso nacional en torno a esa política imperial. Ese fue el papel de los atentados del 11-S: convencer a los norteamericanos de que no existía ootra posibilidad de sobrevivir que llevar a cabo lo que se los poderes públicos comenzaron de inmediato a proponerles.
El 11-S fue por tanto la espoleta que llevó el plan neocon de la ficción a la realidad. Su principal consecuencia política fue la Patriot Act, verdadero remedo de las Leyes de Nuremberg por su carácter fundacional de un nuevo orden político interno y su condición de instrumento para perseguir a cuantos rechazaran adherirse al consenso político neocon, explicitado en los "valores" transmitidos por la Cruzada Antiterrorista Mundial. El recorte a las libertades públicas en el seno de EEUU fue brutal.
En el terreno militar, el instrumento de esta política fue la operación Justicia Infinita, rebautizada unos meses después como Libertad Duradera, que condujo a la invasión de Afganistán, a la que se adhirió la OTAN. Pero todo el plan se vino abajo en Irak. Naciones Unidas y algunos países europeos se negaron a refrendar la descarada invasión, que mostraba sin tapujos el juego de Washington. Para colmo el Ejército de EEUU nunca vio con buenos ojos el despliegue operativo que se le exigía, y además alimentaba serias dudas sobre la capacidad de quienes comandaban el tinglado político. La guerra de Irak se empantanó en una lucha que cada vez se asemeja más en su desarrollo y futuro desenlace al Vietnam de los años sesenta, y que ha terminado por contagiarse en peor a Afganistán. El nivel de incompetencia y chapucería de la banda dirigida por Dick Chenney (al casi deficiente mental George Bush hijo le mantuvieron siempre al margen de la toma de decisiones), hizo el resto. Finalmente las grandes corporaciones -los verdaderos inductores y beneficiarios del 11-S- han ido retirando de escena a los juguetes rotos, que al cabo no dejaban de ser empleados suyos colocados al frente de la Administración norteamericana por delegación.
Diez años después, del sueño neocon de dominación imperial no queda casi nada. Quebrada y desaparecida la industria productiva norteamericana, reventado el Casino financiero por la codicia de quienes lo manejan, hundido el prestigio del ejército norteamericano en guerras que no puede ganar, desasistida su diplomacia por la desafección de unos aliados -especialmente los europeos- escandalizados por la manipulación y ahora ensimismados en sus propios problemas, y con un pueblo norteamericano en proceso de despertar de la alucinación patriótico-imperialista en que le sumieron a partir del 11-S, se hizo necesaria la llegada de Barack Obama para comenzar a poner orden y recomponer el país. El estallido de la burbuja financiera hizo el resto, aunque para colmo de males terminó por atar las manos del reformista Obama y creó el ambiente propicio a la aparición y crecimiento del Tea Party.
De todos modos y dada la emvergadura del desastre que han protagonizado y la irritación popular generada por su gestión, las única cartas que les quedan en la manga a los neocons para recomponerse políticamente a corto y medio plazo son el Tea Party y, si se me permite la broma, José María Aznar. No parecen instrumentos de mucho fuste, francamente, con los que lanzarse de nuevo a la conquista del poder. Más que nada porque la sociedad norteamericana no está compuesta por una mayoría de imbéciles ni de criminales, aunque haya habido momentos en esta última década que visto desde fuera de EEUU así lo pareciera.
En la foto que ilustra el post, Zbigniew Brzezinski, Consejero de Seguridad Nacional de EEUU (1977-1981), examina en presencia de Osama Ben Laden armamento entregado por la CIA al grupo Al Qaeda en Afganistán durante la lucha contra la ocupación soviética en ese país.