Revista Salud y Bienestar

Del libro "A ambos lados": Emocionante capítulo sobre Matilde, enferma renal y diabética

Por Ana46 @AnaHid46
libro ambos ladosEstoy leyendo el libro "A ambos lados" de Lola Montalvo, y unas páginas del mismo me han parecido muy adecuadas para mi blog ya que guarda mucha relación con el tema que trato y sé, a ciencia cierta, que a mis seguidores os va a encantar. Además, podréis comprobar el talento de la autora. Por ello, he pedido permiso a Lola para copiarlo. Os aconsejo que lo léais.
Al final del relato adjunto los enlaces, por si queréis comprarlo, descargarlo o leerlo on-line.
Matilde apagó el móvil. Su hijo vendría a recogerla en media hora. En su neceser llevaba el informe del médico y, metido en una pequeña nevera portátil, los bolígrafos de la nueva insulina que le habían pautado durante su estancia en el hospital. Quizá esta vez fuera posible regularle los niveles de glucemia que desde hacía unos meses se habían descontrolado hasta el aburrimiento, como si el azúcar de su sangre tuviera vida propia y hubiera decidido amargarle la existencia.
   Le habían diagnosticado diabetes tipo II hacía unos diez años, cuando rondaba los cuarenta. Su madre había padecido la misma enfermedad y se había muerto antes de llegar a los sesenta, ciega y con las pierna arrasadas, carcomidas, por las úlceras. Cuando supo que padecía ella también el mal que la había arrebatado a su madre de una forma tan horripilante se pasó un día entero llorando, incapaz de arrancar de su ánimo un inmenso y frío terror ante la posibilidad de morir como lo hizo ella, entre enormes sufrimientos.
   El médico de cabecera se imaginó que podría padecer diabetes cuando le contó, en una de sus visitas rutinarias, que padecía una serie de síntomas inespecíficos y vagos tales como sed intensa, ganas constantes de orinar y unos profusos sudores que la empapaban y la obligaban, en ocasiones a lavarse y cambiarse de ropa. Matilde creía que aquello era fruto de los nervios o que todo se resumía a los preliminares de una menopausia precoz. Recordaba haberle indicado otros síntomas sin aparente importancia; esperaba que el médico le sonriera y le soltara una perorata tranquilizadora cuando se tropezó con su gesto grave y circunspecto al tiempo que rellenaba con ilegible letra una petición de análisis de sangre y orina.
   -Esto se lo hace mañana a primera hora. No olvide cenar ligero y venir a sacarse sangre en ayunas.....
   -Si, ya sé como debo venir, no se preocupe. -tomó la hoja con el corazón encogido-. ¿Tan preocupante es lo que le he contado?
   El médico le miró fijamente a los ojos. Lo que le iba a decir iba en serio de verdad.
   -No la voy a engañar. Su madre tenía diabetes y por los síntomas que me explica puede que usted también la tenga, sobre todo teniendo en cuenta que ya en sus embarazos tuvo diabetes gestacional. Existe la posibilidad de que me equivoque pero, dado lo que me cuenta y sus antecedentes personales y familiares, creo que no. Con este análisis lo más probable es que salgamos de dudas.
   El médico le entregó los papeles y Matilde los miró sin ver.
   -Entréguelos en el mostrador y que le den el frasquito para la orina. Ya sabe usted cómo se debe recoger. Los análisis no son urgentes, la verdad, pero creo que deben tener cierta preferencia y así lo he reflejado, por eso se los debe hacer mañana sin falta. Espero que el resultado esté en unos siete días, de todos modos dígale a Petri que le indique cuando puede pedir cita para verme otra vez ya con los resultados de los análisis. Mejor, que le de la cita ya.

    Matilde se dirigió hacia la puerta. La lengua se le secó hasta semejar lija; la sentía pegada al paladar. La posibilidad de padecer diabetes le ocasionaba una angustia sin límites. Aún tenía fresco en el corazón el rastro que le dejó el sufrimiento de su pobre madre hasta que se murió. El médico captó el rictus de pánico que había enmudecido a la siempre parlanchina Matilde, una de las pacientes que mejor recibía por su actitud optimista y por su contagiosa simpatía. No podía impedir cierto regusto de culpabilidad al haberle adelantado un diagnóstico que no estaba aún confirmado por un resultado específico.
    -Matilde -ella se giró con los ojos nublados por el miedo y la angustia-, no vaya a estar dándole vueltas a la cabeza hasta que lleguen los resultados. Quizá yo estoy en un error -Matilde asintió en una muda aceptación a sus palabras, pero el rictus de su gesto denotaba lo contrario-. Pero, aunque fuera cierto y tuviera diabetes, los tratamientos han cambiado mucho y no tiene por qué ser todo tan nefasto ni a usted irle tan mal como le fue a su madre. En estos años los tratamientos han mejorado muchísimo...
   Matilde salió de la consulta y dejó al hombre con la palabra en la boca. Dobló las peticiones de analítica, se las metió en el bolso y se dirigió a la salida del centro de salud. Tenía que hacer unos recados y realizar unas compras, pero se fue directa su casa. Por la tarde los haría o quizá mañana. No, al día siguiente no se haría los análisis. Ella no tenía nada de nada y menos aún diabetes. Se sentía estupendamente y no iba a dejarse asustar por el médico. Por unos síntomas banales ese mequetrefe no podía darle ese mazazo. ¡Diabetes, ni más ni menos! Ese médico no tenía ni idea.
Su madre sufría palpitaciones, mareos; una vez, incluso, perdió el conocimiento y la encontraron caída en el pasillo de casa... algo más serio que indicaba que realmente estaba enferma. Pero ella no.
Ella sólo tenía ciertos sofocos, orinaba demasiado, hambre...
Intentó rebuscar en su memoria qué otras cosas le habían motivado la necesidad de consultar a su médico de cabecera. Decidió no pensar más. Sin duda el que busca encuentra y si seguía hurgando en su memoria seguro que se acordaría de algo, algún otro estúpido detallito que, lo más probable, es que no tuviera ninguna relación. Lo último que necesitaba era asustarse. Sus hijos la necesitaban mucho en estas semanas. Acababan de empezar el último año de instituto y estaban agobiados ante la carrera universitaria que afrontarían el curso siguiente. Su marido, Juan, había conseguido trabajo como portero de una finca y estaba muy nervioso ante el hecho de realizar una nueva tarea tras dos largos años de inactividad y paro forzoso. Ella no podía dejarse llevar por el temor; lo único que le sucedía, lo que realmente le estaba pasando era que se sentía excesivamente presionada por su situación familiar, por las novedades, por las expectativas de un incierto futuro.
   Nada más. No le sucedía nada más.
   ¡Diabetes, ni más ni menos, qué majadería!


      Cuando llegó a casa escondió las peticiones de análisis en el cajón de su cómoda, en su dormitorio. No tenía ganas de escuchar la perorata de Juan si descubría que el médico le había mandado unos análisis y no se los había hecho. Antes de cerrar el cajón no pudo evitar echar un vistazo bajo los pañuelos . Allí, envuelto en una funda negra de imitación a piel, había un aparatito no mayor que una tarjeta de crédito y una caja grande, casi sin usar, de tiras reactivas. Allí reposaban ambos objetos desde que los usó la última vez con su madre, hacía ya más de dos años, y su utilidad no era otra que determinar la glucemia. Con el corazón galopando como loco en su pecho, cerró el cajón con un estruendoso golpe que le hizo respingar y salió escopetada de su cuarto. No debía perder un segundo más; debía hacer la comida o se le echaría la hora encima.
   Tras la comida se quedó transpuesta mientras veía un documental sobre el Sahara en la televisión. Se despertó sobresaltada. Un pringoso sudor le bañaba todo el cuerpo; sentía las manos húmedas, pero frías y un incontrolable temblor las hacía moverse casi con voluntad propia. El corazón le palpitaba por todo el cuerpo y no consiguió enfocar la vista hasta pasados unos minutos que aumentaron su temor y su angustia.
   <<¡Esto no es normal, no, no lo es!>>
   Consiguió ponerse en pie con mucha dificultad y se dirigió al cuarto de baño. Sentía unas enormes ganas de orinar y le costó evitar que se le escapara un poco de orina antes de poder sentarse en el inodoro. Cuando terminó se lavó las manos y la cara y bebió un largo sorbo que no consiguió apagarle la sed ni refrescar el desagradable sabor que le enranciaba la boca.

   Estaba sola en casa. Tras el almuerzo los chicos se habían ido a jugar al fútbol y Juan había ido a hacer unos recadillos para la finca. Algo más aliviada, Matilde comprobó que el pulso volvía a recuperar un ritmo casi normal y que el sudor se le iba secando.
   <<Quizá todo ha sido debido a una pesadilla que ya no recuerdo. Sí, ha tenido que ser eso>>. Decidió prepararse una infusión de manzanilla que siempre le producía un efecto milagroso, a ver si esta vez le quitaba la sensación que le oprimía el estómago.

   Pasaron varios días, pero Matilde no terminaba de encontrarse bien. Los síntomas iban y venían cada vez con más frecuencia e intensidad. Ella lo achacaba todo a que el médico le había metido el miedo en el cuerpo y siempre había una parte de su cerebro dándole vueltas al asunto. Entre una cosa y otra, habían pasado ya más de dos semanas desde que había ido a la consulta. Sabía que no podía dar la espalda por más tiempo a esta situación. Debía decidirse de una puñetera vez.
   Una mañana de lunes se levantó temprano, preparó el desayuno para los chicos y para su marido, pero ella no tomó su acostumbrado café con leche que tenía la virtud de despejarla y prepararla para las siempre arduas e ingratas labores domésticas. Cuando Juan cerró la puerta de la calle tras él y ella le dijo adiós desde el balcón, se fue directa a su dormitorio. Abrió el cajón de su cómoda y saco la petición de analítica que le había rellenado el médico hacía ya una eternidad. Con enorme aprensión, levantó los bonitos pañuelos blancos de batista bordada y sacó el estuche negro y la caja de tiras reactivas que descansaban al fondo del mueble. Comprobó la fecha de caducidad de las tiras con la esperanza de aplazar tan incómoda decisión si ya estaban fuera de fecha. Comprobó con una extraña mezcla de alivio y desilusión que solo hacía dos días que habían caducado. Sabía a ciencia cierta que eso no significaba nada, el resultado que obtuviera sería totalmente fiable. Otra cuestión muy distinta sería si llevara caducado un mes o más, pero por un par de días podía cumplir su objetivo más inmediato de una forma adecuadamente fiable.
   Tomó todo y se dirigió al cuarto de estar. Ya tenía preparado algodón y suero fisiológico. Con manos sobradamente expertas colocó las pilas del aparato, comprobó el código y se aseguró que era el mismo que portaban las tiras. Sacó una de su envoltorio de plástico, la insertó en la ranura adecuada y el aparato respondió con un pip, que a Matilde le resultó ensordecedor en la soledad de su casa. Se limpió el dedo corazón con un algodón impregnado en suero, se apretó la yema y se pinchó con una lanceta. Una enorme e intensamente roja gota de sangre manó al instante. La limpió con un algodón seco y apretó más fuerte; otra gota de sangre salió al momento, entonces acercó la tira reactiva que absorbió la cantidad precisa de muestra y el aparato nuevamente pitó. Matilde sentía que se iba a ahogar; el corazón le atenazaba la garganta y no conseguía meter suficientemente aire en los pulmones. Sólo debía esperar doce segundos, pero para ella fueron casi doce años.
Por fin, el aparato cerró el asunto con otro estridente pitido. Matilde miró la pequeña pantallita sabiendo lo que vería antes de que su cerebro terminara de interpretar las cifras. Cerró los ojos con pasmo al corroborar que su médico estaba en lo cierto. En ayunas, tras casi doce horas sin haber ingerido nada de alimento excepto agua, su sangre portaba una cantidad de glucosa casi imposible. Se secó el dedo con movimientos bruscos. Pensó en repetirse la prueba pero inmediatamente desechó la idea; para qué negarse a la evidencia. En su fuero interno sabía cuál iba a ser el resultado y había sido una estúpida por negarse ante lo evidente. Con gesto cansado recogió la mesa y tiró a la basura todo lo que había utilizado. Cogió su abrigo, la petición del médico y salió a la calle camino del centro de salud.
   Sí, habían pasado casi diez años y desde ese momento para Matilde empezó una nueva versión del infierno que siempre creyó que había dejado definitivamente enterrado el día que falleció su pobre madre, sólo que esta vez lo padecía en carnes propias. Unos completos análisis confirmaron un diagnóstico sobradamente conocido. El médico le pautó antidiabéticos orales y ella se ocupó de seguir una estricta dieta que no tenía ningún secreto para ella, pero aún así las cifras no mejoraban. En menos de tres semanas el médico le remitió a la consulta del especialista en endocrinología y se le pautó sin más dilación insulina.
Tardó en conseguir unas cifras aceptables de glucemia más de seis meses, pero no sería un éxito duradero. Su organismo se negaba a dejarse llevar por factores externos y subía y bajaba los niveles de azúcar a su antojo.
No tardaron en descubrirle incipientes lesiones vasculares en la retina, lo que le hizo precisar tratamientos de láser que le aplicaba el oftalmólogo con una periodicidad pasmosa, pero de tibios resultados. Gracias a Dios no le aparecieron úlceras en las piernas ni en los pies que ella se cuidaba con una escrupulosidad casi enfermiza. Su cuerpo respondió con una versión rebelde de la enfermedad y en unos cinco años empezó a manifestarse el que llegaría a ser un fallo renal irreversible. Su particular calvario no hacía nada más que aumentar.

   Necesitó ser atendida por el servicio de nefrología que le pautó una dieta más restrictiva aún y que le limitó la ingesta de líquidos a un máximo de un litro al día, tanto en verano como en invierno. Cuando el fracaso renal fue absoluto necesitó someterse a hemodiálisis cada dos días, terapia que le limpiaba la sangre de todo tipo de impurezas y toxinas que sus enfermos riñones no eran capaces de eliminar. Inmediatamente y tras descartar mediante meticulosas pruebas diagnósticas que sus órganos estuvieran dañados por alguna otra lesión, el equipo médico que le atendía se decidió a incluirla en la lista de trasplantes, tanto para riñón como para páncreas.
   Matilde se ajustó la chaqueta. Juanito, su hijo, llegaría en poco tiempo. Hacía calor en la habitación y habría estado mucho más cómoda con la blusa de manga corta que llevaba pero no le gustaba que la gente le mirara los brazos. La fístula que le habían realizado los cirujanos vasculares en el antebrazo izquierdo era demasiado llamativa.
Partiendo de la muñeca hasta el brazo, una enorme y latiente vena le abultaba la piel en un recorrido tortuoso, dando el aspecto de una raíz saliendo de la tierra. Eso y los restos en forma de cicatrices y costras de los cientos de pinchazos que le habían practicado en casi cuatro años que llevaba de hemodiálisis, con una frecuencia de tres -aveces, incluso cuatro- veces por semana.
En muchas ocasiones había reparado en la mirada fija de algunas personas sobre su fístula, mirada en la que se evidenciaba un algo de estupor no exenta de cierta aprensión. Matilde prefería por ello cubrir la fístula con mangas o fulares antes que exponerla a las miradas curiosas de la gente. Además, cuando algún familiar o conocido la agarraba del brazo por casualidad y percibía un fuerte latido acompañado de una intensa corriente de fluido por la gruesa vena, retiraba la mano como si hubiera recibido una corriente eléctrica. La sensación al tocarle el recorrido de la fístula no era desagradable, pero sí inesperada y sorprendente.
Ella procuraba de todos modos que nadie le tocara el brazo ya que le aterrorizaba que se pudiera dañar o que por un accidente dejara de fluir sangre con normalidad y dejara la fístula inútil para el fin único para el que estaba diseñada y que no era otro que proporcionar un flujo de sangre adecuado para que el aparato de diálisis pudiera extraerla de su cuerpo, limpiarla y volver a introducirla a un volumen y velocidad correctos. Si eso llegara a suceder, es decir, si la fístula dejara de cumplir su cometido porque se dañara o disminuyera su flujo por otra razón, eso supondría que tendrían que colocarle un catéter de dimensiones considerables en el cuello o en la ingle para poder acceder a su torrente sanguíneo para las sesiones de hemodiálisis, mientras le practicaban, quirúrgicamente, una nueva fístula en otra parte de sus brazos.
   Todo era muy complejo. Todo era muy duro. 

   Sabía que había niños en la misma situación que ella y se preguntaba cómo afrontarían lo que para ella supuso el fin de una vida normal; el fin de una vida como persona sana. Los niños que no había vivido nada, que no habían visto casi nada del mundo, que no habían podido aún hacer sus sueños realidad.... debían verse atados a un aparato que limitaba sus expectativas de llevar una vida como las de los demás.
   Porque ella miraba a los demás, a las personas aparentemente libres de enfermedad, y los envidiaba cuando les escuchaba hablar con despreocupación sobre sus familias, sus trabajos, sus planes de matrimonio o de vacaciones, les veía comer o beber sin preocuparse de medir volúmenes, proteínas o hidratos de carbono. Pero no, la verdad es que no les envidiaba a ellos sino su cotidiana despreocupación, su supuesta normalidad. Ella no quería ser uno de ellos; ella necesitaba volver a ser ella cuando no sabía que estaba enferma y la vida estaba llena de miles de cosas, banales unas, importantes y transcendentales otras, como es lo habitual, pero ella tenía salud y todas las fuerzas del mundo para plantarle cara a lo que fuese y no estaba atada a un aparato del que dependía para poder vivir; se sentía vulnerable.
Mirar atrás, más allá de su enfermedad le causaba tanta angustia y dolor por lo que había dejado de vivir que evitaba mirar fotografías de épocas pasadas. Si alguna vez lo hacía no podía evitar el pensar “mira, ahí yo estaba preocupada por los exámenes de los niños y no me daba cuenta de lo que estaba a punto de perder, de lo que me iba a cambiar la vida. ¡Si hubiera sabido lo que Dios me tenía reservado!”
   Se imaginaba, a menudo, la época de su vida de casi cuarenta años de duración en los que se había considerado una persona sana, con una vida despreocupada con respecto a su salud y mirando a su organismo con ojos confiados e ignorantes. Se sorprendía de cómo fue capaz en tan poco tiempo de incluir en su vida, en sus conversaciones, en sus tareas cotidianas, palabras como creatinina, potasio, fósforo, fístula, hemodiálisis, eritropoyetina, heparina… Se extrañó de cómo fue capaz de incluir en el devenir normal de su vida cuatro horas de sesión, cada dos días, conectada a un aparato; o su habilidad, desarrollada tras largos años de sufrir pinchazos, de saber a simple vista si un enfermero o enfermera era o no novato sólo observando sus movimientos a la hora de pincharla para conectarla al dializador.
   Su vida había cambiado no sólo para ella, también para su familia. La adquisición de nuevas habilidades y conceptos les afectó muy directamente a ellos y la modificación de sus hábitos y su cotidianidad al tener que acudir tres veces en semana a diálisis, les cogió a todos de pleno por igual, al no poder irse de vacaciones así como así o por no poder planear un simple fin de semana de excursión si no era ajustando sus sesiones, ni siquiera se le permitía improvisar una comida familiar ya que los alimentos que podía tomar no sólo estaban restringidos, si no que requerían una preparación especial, muy elaborada.
 La ayuda que recibió de su pequeña familia y su apoyo incondicional fue decisiva para que Matilde pudiera afrontar su particular calvario con decisión y aplomo, plantándole cara a un futuro difícil y siempre incierto. Sin ellos, sin su ayuda todo habría sido muy diferente, todo habría sido imposible. 
   Desde que la habían incluido en la lista de candidatos a transplante una nueva esperanza había iluminado su, hasta entonces, angustiosa vida plena de enfermedad y sufrimiento. Con el trasplante no conseguiría ser nuevamente una persona sana, era consciente de ello y lo asumía, aunque sí mejoraría y mucho su situación actual, para ella y para los suyos.
Matilde era consciente de que el tiempo corría en su contra. Tenía casi cincuenta años, el deterioro que sufría su organismo era real e imparable, aunque todas las pruebas que le habían realizado hasta el momento indicaban que su situación era la adecuada para seguir teniendo expectativas. Su esposo y sus hijos se habían ofrecido como candidatos para donarle uno de sus riñones, pero habían resultado totalmente incompatibles. Por ello debía esperar a la generosidad de un donante y tener paciencia hasta que llegara su turno.
Aún siendo consciente de que las cosas debían seguir su propio curso y estar expectante ante una posible llamada a cualquier hora del día o de la noche, Matilde debía reconocer que se sentía llena de esperanza y de ilusión. Saber que podría alcanzar un nivel de vida digno, saber que se le brindaba una nueva oportunidad cuando creía que el final de su vida ya estaba cerca era el mejor regalo que se le podría haber hecho jamás. Un día todo cambiaría, todo volvería a tener otro color. Lo sabía con toda la certeza que le había proporcionado el ver a dos compañeros suyos en su misma situación, prácticamente curados de la diabetes y con una función renal casi normal tras recibir un doble transplante de riñón y páncreas, que les realizaron en una sola intervención.  No podía evitar mirarles, cuando se los encontraba en las numerosas revisiones hospitalarias en las que a menudo coincidían, y verse a sí misma cuando le llegara su turno. Con la misma sonrisa que ellos, con la misma ilusión brillándole en los ojos, con el mismo paso firme ante la nueva etapa que se les había brindado gracias a la inmensa generosidad de un donante desconocido. Enorme milagro era aquél, sin duda, que permitía dar vida al que cruzaba el umbral de la muerte.
   Matilde consultó su reloj. Ya eran las tres y media. Si su hijo no llegaba pronto debería merendar en el hospital. Levantaba la vista nuevamente hacia la bolsa que contenía las escasas pertenencias que había utilizado durante su estancia ingresada, cuando se abrió la puerta de la habitación y un joven de unos veintitantos años, muy alto y corpulento, rubio y feillo entraba con radiante sonrisa.
   —¡Hola, mamá! –se acercó a su madre y le dio dos sonoros besos en las mejillas, para los que tuvo que doblarse en una postura casi imposible para llegar a ella—. ¿Estás preparada?
   —Sí, hijo, ya estoy lista y tengo todo recogido –la mujer se incorporó hacia delante con cierto esfuerzo—. Anda, cariño, dame la mano y ayúdame a levantarme, que el asiento es algo bajo para mí y para mis piernas.

   El muchacho alargó un muy musculoso brazo hacia su madre y agarró con su manaza la menuda mano de ella, al tiempo que con un leve movimiento conseguía elevarla del asiento sin hacer ningún gesto evidente que denotara esfuerzo. El hijo cogió las pertenencias de la madre y le ofreció su brazo para que ella se agarrara; con una hermosa sonrisa le invitó:
   —¡Hilvánate, guapa, que te llevo!

   Matilde pasó su brazo con gesto exagerado y cómico por el de su hijo, salieron de la habitación y juntos se alejaron por el pasillo camino de los ascensores; ella bajita y menuda; él gigante, enorme. Marchaban con andar pausado y tranquilo, charlando animadamente; él contando anécdotas y chascarrillos; ella riendo sus gracias. Pronto volverían, seguro que sí, pero quizá la siguiente vez el motivo no sería una descompensación de su diabetes o una infección respiratoria. Quizá la próxima vez sería para darle otra oportunidad para vivir y para poder llevar una existencia mejor.
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También podéis visitar su blog  "Lola Montalvo, escritora" , con sus novelas y sus relatos.


Ana Hidalgo

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