Le debemos a la pasión de Richard Wagner por la mujer de su mecenas esta partitura deslumbrante, en la que sobresalen compases con una de las músicas más bellas jamás compuestas. Así que, tratando de levantar un homenaje al amor eterno que profesaba por Mathilde Wesendonk, terminó por convertir en eterna la obra de arte.
La sublimación del sentimiento amoroso fue una constante en el romanticismo. Naturalmente, cuanto más imposible y complejo fuera, conducía sin remedio a una solución radical. El de Tristán e Isolda no es menos, empujados a vivirlo al abrigo de la noche, a escondidas, hasta que la muerte sea quien los unirá ya para siempre. Pero ese "para siempre" ya fue una exageración que en nada ayudó a la comprensión posterior del sentimiento. Como a la belleza, al amor le ocurre que resulta más cegador, más fuerte, cuanto más débil lo presentimos frente al embate de las circunstancias.
Cuando se trata de escenificar esta ópera, hace ya tiempo que la historia tradicional no satisface la profundidad de la historia que se pretende contar. Las puestas en escena tratan de hacernos reflexionar desde el presente sobre los grandes temas que plantean estás obras concebidas en siglos pasados. El Teatro de la Ópera de Baviera y el Festival de Aix-en-Provence han sido los últimos lugares donde se ha tratado de ahondar en el mito de los dos amantes medievales.
En el libreto original, la irracionalidad de la pasión se debe al intercambio que la sirvienta de Isolda hace de un filtro que se disponen a beber los dos. Si bien Isolda querría envenenar a Tristán, la sirvienta lo cambia en el último momento por el filtro del amor, con las consecuencias que todos conocemos. Es difícil sustraerse a ese deus ex machina cuando se idea una puesta en escena. Tanto en Múnich como en Aix lo respetan y lo vinculan con las drogas contemporáneas.
Krzysztof Warlikowski parte de un planteamiento onírico. En la región de los sueños es donde cabría radicar el paraíso de los amantes, que en este caso proceden de un sanatorio mental donde Tristán sería uno de los internos e Isolda, la directora. Se citan a escondidas una vez que Tristán deja la institución y tratan de recuperar las sensaciones amorosas entre los dos a través de las drogas farmacológicas que tomaron en aquel primer momento. Todo transcurre en un escenario art decó de largas paredes de madera que se ayuda de proyecciones para subrayar los significados de los sueños. A la derecha, una copia del diván que Freud tenía en Bath.
Simon Stone es mucho más realista, las alucinaciones son breves momentos en una narración que nace de la tensión entre la fidelidad de Isolda y la infidelidad de Tristán. Así es como escenográficamente explica ese odio irracional de ella, que la empuja a querer envenenarlo con el filtro. Tristán está atrapado en una sempiterna historial pasional, que un día empezó con Isolda y que en el preludio pretende continuar con otra mujer más joven. El segundo acto rememora esa primera historia entre los dos, el origen de su relación, originada en la oficina donde trabajan ambos a las órdenes del rey Marke, el marido de ella. La escena del dúo de amor se plantea aquí como un desdoblamiento de la pareja en diversas parejas que viven atrapadas en el mismo bucle: desde la más joven, a la más madura que conduce la acción y hasta terminar en la más mayor, con un Tristán sentado en una silla de ruedas y atado a una máquina de oxígeno mientras Isolda, encanecida pero todavía joven, lo atiende. La voluptuosidad del momento tiene a las cuatro parejas sobre el escenario, como si las noches de pasión de una vida se vivieran al mismo tiempo y estuvieran interconectadas entre sí.
El tercer acto transcurre entre las paradas de la línea 11 del metro de París, que se interrumpe en un breve excurso durante el delirio de Tristán. Tanto en este acto como en el anterior, las heridas son causadas por el hijo de Marke, aunque en el libreto Melot siempre será un amigo de Tristán que se debate entre él y su fidelidad al rey. Stone pone en manos de él la figura edípica y freudiana de "matar al padre". La muerte de amor, la bellísima aria que cierra la ópera, se canta en un vagón en claroscuro como una reivindicación de los sentimientos de fidelidad de Isolda, que decide más bien "desaparecer" de la vida de Tristán antes que "morir".
Quizá la verdadera tragedia del amor eterno del romanticismo esté en que, de un modo u otro, siempre termina, como todo lo terrenal. Demasiada eternidad le fue conferida para que aguantara las duras pruebas de la rutina y la mundanidad de lo cotidiano. Múnich y Aix-en-Provence sacan a la luz dos propuestas del agotamiento de esta visión. Tan sólo la primera deja a los amantes en el recuerdo eterno de una felicidad efímera. Pero para entonces el hombre ya llevará demasiado tiempo preguntándose qué es la felicidad.
Fotos: Bayerische Staatsoper/Wilfried Hösl y Festival de Aix-en-Provence/Jean-Louis Fernández
Publicado por Felipe Santos
Felipe Santos (Barcelona, 1970) es periodista. Escribe sobre música, teatro y literatura para varias publicaciones culturales. Gran parte de sus colaboraciones pueden encontrarse en el blog "El último remolino". Ver todas las entradas de Felipe Santos