Revista Libros
El 27 de febrero de 2002 un tren con peregrinos hindúes que regresaban de Ayodhya se detuvo en la estación de Godhra en el estado de Gujarat. Durante la parada hubo incidentes entre varios de los pasajeros y los vendedores musulmanes que había en la estación. Jóvenes del gueto musulmán de las proximidades se aproximaron y comenzaron un intercambio de pedradas con los pasajeros del tren. El tren reinició la marcha, pero un poco más allá se detuvo y de pronto uno de sus vagones estalló en llamas. Murieron 58 peregrinos. Fue la chispa para que se desatase una violencia antimusulmana en la que murieron unos dos mil musulmanes. La policía no intervino para atajar el progrom. De hecho parece que había recibido instrucciones de las autoridades locales, pertenecientes al BJP, para no inmiscuirse. Estos hechos son los que están en la base del libro “India. Democracia y violencia religiosa” en el que Martha C. Nussbaum analiza la ultraderecha religiosa india. El extremismo religioso hindú es algo novedoso. Se trata de un fenómeno de imitación. El hinduismo tradicionalmente ha sido una religión multifacética y tolerante en la que todo cabía. El extremismo religioso hindú nace a partir de los movimientos nacionalistas de tintes fascistas que surgen en la India en las primeras décadas del siglo XX como reacción a las humillaciones del colonialismo británico.Irónicamente esos nacionalistas indios radicales recurrirían básicamente a modelos ideológicos europeos para crear el concepto de “Hindutva”, la “esencia del ser indio”, un concepto completamente ajeno a la India donde lo que ha predominado tradicionalmente ha sido la unidad en la diversidad. Savarkar, que fue uno de los líderes del Hindu Mahasabha, definía al indio como a aquél que consideraba a la India como su madre patria y la tierra sagrada de su religión. La conexión patria-tierra sagrada creaba una cohesión indisoluble que no podía compartir, por ejemplo, un musulmán cuya tierra sagrada está en Oriente Medio. Otro de esos nacionalistas, M.S. Gowalkar, fue un admirador de la Alemania nazi que abogaba por que las minorías se fundieran en la “raza nacional” y asimilaran sus valores. “…las gentes no hindúes del Indostán deben adoptar la cultura y la lengua hindúes, sin albergar ninguna idea que no sea la glorificación de la raza y la cultura hindúes (es decir, no sólo deben abandonar su intolerancia y su falta de gratitud hacia esta tierra y sus ancestrales tradiciones, sino que también deben adoptar una actitud positiva basada en el amor y la devoción; en una palabra, deben dejar de ser extranjeros), o bien tendrán que permanecer en el país plenamente subordinados a la nación hindú, sin reclamar privilegio alguno y mucho menos un trato preferente o derechos de ciudadanía…” La verdad es que el texto mete miedo.La ultraderecha nacionalista procedió a reinventar la religión hindú, que les parecía demasiado tolerante, demasiado blanda, demasiado afeminada. El dios Rama se convierte en un dios guerrero, “el dios del hindú airado, de aquel que está enojado por la existencia de Pakistán, por la amenaza musulmana existente en su país y sobre todo por siglos de subordinación y humillación.” Su enemigo Ravana, la encarnación mítica del mal, es vinculado con el imperio mogol y los siglos de dominación musulmana. La religión hindú combina el ascetismo con un erotismo alegre. Que yo sepa sólo hay un dios al que le guste follar más que a los dioses hindúes y ése es Zeus, pero para mí que lo hace más por chulería y donjuanismo que por el puro goce del sexo. Pues bien, la ultraderecha hindú sólo quiere dioses austeros y con pinta de cabreados. Lo de la pinta de cabreados lo entiendo: ¡si no les dejan follar! Incluso la ultraderecha hindú se ha permitido alterar la figura de mi primo Ganesha, tan bonachón e incluso infantil. Han circulado imágenes suyas con un puño en alto, blandiendo una espada y luciendo unos abdominales que ya los querría un atleta olímpico. Evidentemente, si la ultraderecha se ha metido con la religión, razón de más para que haya hecho otro tanto con la Historia, que junto con la verdad es la primera víctima de los nacionalismos. La ultraderecha fantasea con una sociedad feliz en el valle del Indo que controlaba casi todo el subcontinente y hablaba el sánscrito védico, la lengua de los dioses. Sin mediar provocación alguna, llegaron unos invasores musulmanes muy malos que sorprendentemente les derrotaron y sojuzgaron. Digo lo de “sorprendentemente” porque resulta que esos indios felices, aunque eran pacíficos, sabían guerrear cuando se terciaba y por ello se hacían respetar.El relato anterior hasta resulta coherente comparado con otras patochadas de la ultraderecha hindú: el sánscrito es la madre de todas las lenguas indoeuropeas y también de las lenguas drávidas del sur de la India; quienes crearon la civilización de Harappa en el valle del Indo ya hablaban el védico y por ello intentan retrotraer los himnos védicos al 3.000 a.C., algo que ni la lingüística ni la arqueología sustentan; en relación con lo anterior, intentan presentar a los arios como a un pueblo indígena y negar que fueron un pueblo invasor; los vedas no sólo son una fuente de sabiduría ética, sino de conocimientos científicos modernos (prueben a construir un cohete espacial sobre la base de los himnos védicos a ver lo que obtienen); presentan una división irreconciliable entre hindúes y musulmanes en el Medioevo indio, que sólo existe en sus cabezas, la realidad fue mucho más compleja; no mencionan la tolerancia y hasta el sincretismo religioso que se dieron en el imperio mogol hasta la época de Aurangzeb (1658-1707)...Inevitablemente la ultraderecha hindú ha procurado llevar sus delirios a los libros de textos. A los buenos fanáticos hay que criarlos desde pequeñitos, que más tarde se ponen a pensar por sí mismos y no hay manera. Durante los años en que el BJP estuvo en el poder, hizo un esfuerzo sostenido por introducir nuevos libros de texto. Si el adoctrinamiento que se quiso hacer no resultase ominoso, la historia sería hasta divertida, dada la cantidad de errores que había en los nuevos libros de texto y el mal inglés en el que estaban escritos: referencias a la religión “zudía” y al filósofo “Schoperhour”; frases del tenor “Las obligaciones del verdadero judío es rezar a diario y dar las gracias antes y después de las comidas” o “[Jesucristo] enfatizó en un solo Dios y dio una importancia suprema al amor, la hermandad y la compasión. Llevó a cabo varios milagros, como resucitar a los muertos, expulsar demonios, curar a los enfermos, calmar los vientos y las olas, etc.” o “Hitler dotó de dignidad y prestigio al gobierno alemán en un corto período de tiempo, al establecer una fuerte organización administrativa.” Hasta hubo miembros de la propia derecha que denunciaron la escasa calidad de los nuevos libros. Nussbaum dedica un capítulo a un tema que al no-norteamericano le pilla un poco lejos: cómo la ultraderecha hindú ha procurado difundir su ideología entre los indios de la diáspora en EEUU. Uno de los males de la globalización es que los fanáticos ya no se conforman con quedarse en sus aldeas, sino que tratan de que su mensaje llegue a todos sus compatriotas donde quiera que estén. Movimientos como el Hindu Swayamsevak Sangh (HSS) o el Vishva Hindu Parishad (VHS) tienen un gran atractivo para los indios que viven en EEUU: les arropan, refuerzan su solidaridad y les proporcionan medios para que puedan educar a sus hijos en sus raíces indias. El problema de estas organizaciones son sus agendas ocultas. Nussbaum relata también varios casos de auténtica persecución a cargo de otras organizaciones contra académicos norteamericanos que osaron defender tesis que iban contra las ideas de la ultraderecha.